Sobre prácticas antiestrés

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Esta tarde ojeado libros antiguos me he encontrado con uno que perteneció a mi abuelo Julio, editado en 1935, cuyo título rezaba de la siguiente manera: «Método Práctico para vencer el Agotamiento, Nerviosismo, Abatimiento y la Depresión de Ánimo».

En él se habla de todo lo que se escribe hoy en día sobre técnicas contra la ansiedad y el estrés. Esto hace que me ratifique en que no hay nada nuevo. Es decir, o te calmas tú sola o pagas para que te calmen o no te calmas ni tu sola, ni tampoco a los que les pagas.

He leído todo tipo de textos y libros sobre terapias antiestrés o contra la ansiedad, y no he podido evitar pensar si realmente funcionan o son una forma barata de ahorrase un psicólogo.

Todo el mundo sufre de estrés en mayor o menor grado. A lo largo de los años he aprendido a lidiar con situaciones que habitualmente provocan ansiedad y he desarrollado algunas técnicas que me funcionan. Sin embargo, hay otras, muy extendidas hoy en día, que no acabo de dominar. Confieso que lo he intentado, aunque sin mucho éxito hasta el momento.

Una de ellas es el famoso Arte de la Meditación y actuar de forma consciente. Y es que a mí, lo de conectar con la paz del cosmos, con los ojos cerrados me parece que es el campo de cultivo perfecto para hundirme en la miseria más absoluta. En cuanto mis párpados se cierran, me asaltan todos esos pensamientos que no debo tener, si lo que pretendo es encontrar mi paz interior.

Esta técnica de dejar pasar los pensamientos ante ti visualizando imágenes o rememorando sensaciones positivas que provoquen reacciones agradables, me conduce, casi siempre, al despertar de mis instintos asesinos y pienso en todo lo que no debería pensar. Si además, debo dejar pasar los pensamientos sin juzgar, el asunto ya se convierte en una tortura. 

Existen las conocidas técnicas sobre cómo actuar de forma consciente, ejemplo, «lávate los dientes con consciencia, respira, siente el cepillo en tu mano».

Lavarse los dientes es un gesto automático pues se realiza todos los días y varias veces, pero tampoco voy a prestar mucha atención a cómo resbala la pasta dentífrica sobre un molar o un colmillo. No creo que eso me desestrese. Algo muy distinto es que hay personas que se lavan los dientes con inquina, como si los dientes les hubiesen hecho algo malo e intentasen arrancárselos a base de frotar. Entiendo que hay gente que ha cometido errores de los que se arrepiente y algo de frustración tienen que sentir, pero no creo que con dejar las cerdas del cepillo pegadas a los incisivos lo arreglen.

O la tan extendida práctica de «caminar despacio», la vida slow para ser más feliz.

Depende. Esto a mí me puede poner muy nerviosa. No puedo desplazarme hacia la nevera a coger un poco de leche caminando despacio porque no me centro en cómo mis pies tocan el suelo, sino en la puerta de la nevera esperándome para ser abierta y de regreso a la mesa, otro tanto de lo mismo. Descartado. Acabaría con una taquicardia espantosa, tirada encima de la mesa y haciendo respiración diafragmática para bajar las pulsaciones. Demasiado trabajo. 

Esta desestresante técnica de realizar las cosas lentamente se extiendo a aquello de «comer con atención».

Reconozco que esto se me da bien. Primero, porque suelo comer despacio y segundo, porque siempre me fijo bastante por si me llevo una espina a la boca o por si algún mejillón intenta colármela escondiendo alguna barba. Aquí atiendo.

En cambio, hay otros que sí deberían practicarlo. Me refiero a esa gente que engulle, que no mastica, ni habla mientras come y que no te mira a la cara hasta que no ha terminado, que es cuando empiezan a mirar hacia tu plato, generalmente por dos razones: Una, que quieren comerse lo que tú tienes; Dos, que no pueden esperar a que termines para que paséis al postre. 

Y aquí me remito al punto anteriormente citado: «La técnica de visualización de imágenes sin juzgar» Si me asalta una imagen como ésta ¿Cómo voy a dejar de juzgar y encontrar mi paz interior cuando lo que quiero es fulminar al sujeto en cuestión?

Existen otros consejos en la misma línea tales como, «quitarse los zapatos sintiendo la liberación y guardarlos con respeto.».

Qué gran descubrimiento ¿Quién no ha sentido ese placer liberador de descalzarse después de un largo día fuera de casa? Ahora, lo del respecto a un zapato, es lo mismo que decía mi abuela: «No tires los zapatos de cualquier manera en el armario que después hay que colocarlos». Yo creo que en este punto el que quiere que le tenga respeto al zapato es la persona que lo guarda. En mi caso, que practique esta técnica o no, depende ya de la etapa de la vida en la que me encuentre, si hablamos de un piso de estudiantes, no había ningún respeto por el zapato porque lo tiraba por el aire y lo dejaba donde hubiese caído, ahora que los tengo que colocar, los respeto muchísimo.

Podría seguir hasta el infinito con todo tipo de consejos prácticos para disminuir nuestros niveles de ansiedad, sin embargo, una de las técnicas más efectivas, al menos en mi caso, es sumergirme en agua fría, que activa la rama parasimpática de mi sistema nervioso y hace que salga en un estado de relajación incomparable. En general, para esta práctica suelo utilizar las Rías Gallegas, más que nada por cercanía. 

Este contraste entre el agua del mar y calor del sol, apacigua cuerpo y espíritu, además de despertar mi apetito, para lo cual, propongo terminar el día tomando unos mejillones al vapor, un plato de pulpo o unos trozos de empanada, regados con algún Albariño.

Eso sí, para que funcione esto del mar y las tapas hay que practicarlo con frecuencia, además puede hacerse de forma consciente o totalmente irreflexiva y una vez que empiezas, es difícil dejarlo, sobre todo lo de las tapas.

Olor a nieve

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Aún con el pelo mojado de la ducha me acerco a la ventana. Empieza a nevar.


Mientras todos duermen yo disfruto del silencio y la cálida estancia que me ofrece un espectáculo que echaba de menos, mientras pienso en el desayuno que nos espera abajo.


El café recién hecho, el pan, la mantequilla, mermeladas, fruta, huevos y otras cosas que sólo me permito comer en ocasiones especiales como estas o algún domingo, me esperan.


La noche después del viaje ha sido plácida, me siento descansada y lejos de ese bullicio de la cuidad, que aún no echo de menos.


Ayer al bajar la ventanilla del coche ya predije que iba a nevar durante la noche, aprendí a oler la nieve cuando vivía en Zúrich, la nieve me entusiasma.


Siempre he sentido este tipo de exaltación por los fenómenos atmosféricos. Recuerdo que, cuando era pequeña e iba en coche con mis padres, si se desataba una ventisca de nieve en la que se perdía toda visibilidad, yo estallaba en gritos de alegría.


Hoy en día, comprendo sus caras de preocupación pero mi recuerdo sigue presente aún hoy: la parada obligada, tomar algo caliente con unas castañas asadas, la generosidad del dueño de bar que nos acogía hasta la hora en que pudiésemos reanudar la marcha.Aquellas charlas cerca de una chimenea, el olor a castañas, la bondad de la gente, son mis recuerdos de las ventiscas.

En Zúrich que está hecha de nieve, de lagos y de picos cubiertos de un permanente manto blanco, en cuanto caían los primeros copos por la mañana, cogíamos la cámara, el coche y nos lanzábamos a hacer fotos durante largas horas. Todo solía terminar delante de una fondue de queso, que acompañábamos con copas de vino blanco. 


También recuerdo esos copos a las siete de la mañana mientras me dirigía a la universidad atravesando la Plaza Mayor de Salamanca. Solía ir temprano por tres razones: una, que me gustaba desayunar en uno de esos antiguos cafés cerca de la facultad en los que la calefacción te permitía librarte de la ropa de abrigo nada más entrar; Dos, una beca que debía que mantener estudiando mucho, además de que, tres de mis profesores ya me habían ofrecido llevarme el doctorado, incluido el primer año pagado en Estados Unidos; Y la tercera razón, que era la persona más feliz del mundo en aquella pequeña cuidad peatonal llena de piedras y costumbres milenarias que no podía dejar de recorrer y descubrir, consciente de haber dejado atrás ese odio sin razón, ese silencio injusto que en mi último día de clase en mi cuidad natal, se tornó en un bombardeo de preguntas, incomprensibles para mí, sobre la razón de mi marcha. Un silencio sólo roto con el anuncio de mi inminente traslado.

En Salamanca también nevaba, hacía frío, una frío seco que no me molestaba, no como la humedad gallega, muchas veces estábamos a temperaturas bajo cero, pero en la Universidad jamás se pasaba frío, en ningún sitio en realidad. La luz brillante del sol y las enormes estrellas del cielo de Castilla de noche o los acordes de «Losing my Religion» de algún músico en los arcos de la Plaza siempre estaban presentes para acompañarme.


Nunca he sentido frío con la nieve, de hecho cuando nieva no hace frío. Sí, recuerdo un día horrible, como horrible era la compañía, en Berlín en el que pasé mucho frío, tanto en el cuerpo como en el alma. Ese tipo de frío no se olvida y sólo se puede intentar tapar con la calidez de otros recuerdos. 
Fue en un viaje corto que yo me empeñé en hacer para conocer la cuidad. Era de día, aún no nevaba, esa es la peor parte. El cielo se teñía de unos colores muy extraños, gris oscuro, rosa, gris claro, negro, parecía que iba a caer la bomba atómica. 


No había nadie por las calles, por las calles donde yo estaba, por los menos. Claro que me había metido en un Berlín Este aún no reconstruido. El paisaje, que aún no había dado tiempo a reedificar, era de la post guerra. Tanto es así que en muchos de los muros de los edificios que nos rodeaban, aún se podían observar los agujeros de las balas.


Todo era gris y había un silencio tan ruidoso que me hacía temblar y no de frío. Como sin darme cuenta se hizo de noche, una noche profunda que parecía que nos iba a tragar, caminábamos por calles desangeladas, vacías, sin gente, no había nadie, ni nada. 


Eran tan sólo las dos de la tarde, cuando sentí que algo liberaba un poco aquella tensión pre apocalíptica y miré hacia el cielo, entonces pude sentir los primeros copos deslizándose por mis mejillas, aquello me hizo sonreír. 


Lo último que recuerdo es mirar hacia un lado, ver unas velas doradas en la ventana de una café, entrar y pedir un brunch entre enormes pandillas de alemanes ruidosos y es que, si otra cosa trae siempre la nieve consigo es hambre, mucha hambre.


Y aunque aquí la nieve cae fuera de la casa y la sensación de apetito no es la misma que si has estado en medio de la nieve, debo confesaros que mientras escribo sólo puedo pensar en ese café que me espera abajo, por tanto, si me disculpáis…

Puedo prometer y prometo

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Prometer se puede prometer de todo y siempre.

Imaginaos que yo os digo que a cada uno que me lea voy a mandarle cincuenta mil euros, os veo leyendo aunque escriba qué he desayunado hoy ¿Me equivoco?

Con los políticos funciona igual, ellos prometen en sus programas electorales con desahogo, son elegidos y sus promesas quedan en el olvido sin más consecuencia.

Nunca lo he entendido, porque, a mi modo ver, puede equipararse a un incumplimiento de contrato pero sin consecuencias. 

Los días preelectorales sueltan lo que quieren en sus encendidos discursos y en cuanto se acomodan al día siguiente, pactan con quien les viene bien o hacen absolutamente lo contrario a lo que han venido proclamando durante meses. 

No hay consecuencias para nuestros representantes públicos porque la mayoría los españoles olvidan, vuelven a sumergirse en sus rutinas diarias y en sus quejas de desahogo en los bares. Verdaderamente desalentador y deprimente.

La resignación de los españoles paga los sueldos de los políticos.

Por esa razón, nunca he entendido por qué los programas electorales no se firman ante notario.

Sería lo más lógico. Si no se cumplen todos y cada uno los puntos que se prometen a los ciudadanos, simplemente, el partido en cuestión tiene que abandonar su escaño, su sueldo y buscarse la vida en otra cosa. Se acabarían las promesas al aire.

De esta manera, prometerían sólo y únicamente lo que fueran a cumplir. 

Supongo que en esta tesitura sólo habría un par de puntos en sus programas pero, por los menos, no tendríamos que votar un cheque en blanco y pagar durante cuatro años para que lleven a cabo todo lo contrario a lo que, en realidad, queremos que arreglen. De paso, y ante notario, nos libraríamos del noventa por ciento de los mentirosos y sus mentiras de un plumazo, nunca mejor dicho. 

Y de esta forma, sólo permanecerían los que cumpliesen lo que llevan en sus programas electorales, lo que reiteran con fruición por todas partes de España hasta el día anterior a las elecciones, día en el que nuestros representantes sienten una gran liberación, la de saberse pagados durante cuatro años más, sin tener que realizar el esfuerzo de ir de pueblo en pueblo, besando, saludando y prometiendo. 

Bajo mi punto de vista es de una lógica aplastante. 

El tamaño importa

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El arte del camuflaje ha llegado a los productos que nos venden. Todo está encogiendo.

No hace mucho tiempo tardaba meses en terminar mi dentífrico y aunque no suelo fijarme en este tipo de cuestiones, esta mañana he estado investigando concienzudamente el tubo y he podido observar que estaba lleno de aire pero que la pasta era harto escasa.

En la calle ocurre otro tanto, todo es más pequeño. Las enormes tapas que antes substituían con facilidad a una comida, también han visto reducido su tamaño.  

Si antes te presentaban unos albondigones del tamaño de una pelota de tenis, ahora te sirven unas miserables pelotillas, o lo que antes era un cuarto de tortilla, ha pasado a ser un tercio. Sin embargo, los precios no se reducen, más bien al contrario.

Hasta los gramos de los productos que vienen en los envases o envoltorios son menores, aunque resulta algo más complicado enterarse, ya que suelen centrifugar las letras hasta que hacerlas totalmente ilegibles.

Somos más pobres y menos libres. Vivimos bajo el mandato del decreto, de la restricción, casi todo está prohibido y casi todo, lo está, fuera de la ley.

Nos dictan cuando debemos hacer las cosas, cómo debemos hacerlas, nos sugieren mil formas de ahorrar y permanecemos sentados, quietos callados y acatando. Por eso estoy tan ocupada, hay tanto a lo que desobedecer.

Vivimos encogidos y encogiendo, nos encogen la cartera y nos encogen la mente, cautivos entre el mandato del miedo y el insultante decreto.

Estamos más enfadados, no más fuertes, pero sí más cansados.

Todo se hace más pequeño, menos nuestro cabreo, que es el único que no encoge.

Las dimensiones de los abusos a los que nos han sometido y siguen sometiendo es considerablemente grande, de un tamaño que, desde luego, importa.

El datáfono

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Son las once de la mañana. La terraza está vacía aunque, no creo que por mucho tiempo, porque he visto un trasatlántico atracado en el muelle y los turistas no tardarán en desperdigarse por la ciudad. 


Me siento en una terraza al sol con intención de desayunar y marcharme en cuanto empiece a llenarse. La dueña se apresura a acercarse a mi mesa. Sabe que, además de habituales como yo, hoy tendrá mucho trabajo, tanto por los turistas, como por el cálido día.


Disfruto de mi desayuno mientras observo como la primera pareja de cruceristas se sienta en una mesa. El resto, se encuentran vacías.


Él pide una Coca-Cola. Ella pronuncia tímidamente: «Apfel Saft», a ver si hay suerte y la dueña la entiende en alemán. No hay suerte. Entonces dice que no importa y opta por pedir lo mismo que su marido.


Como estoy cerca, no he podido evitar oír la conversación y en un intento de ayudar a la frustrada dueña, le digo que le está pidiendo un zumo de manzana. Su rostro se ilumina, aunque no me da ni las gracias y regresa apresurada sobre sus pasos. Entonces, observo cómo comienza a gesticular con las manos, en un intento de imitar a alguien que exprime una naranja. Creo que ha asociado la palabra «Apfel» a la palabra inglesa «Apple» «Manzana». 


«Ya entiendo», «¿Quiere Affe?» Mientras mueve las manos haciendo un zumo imaginario ante la pareja que la mira entre horror y asombro. Y así permanece un rato, repitiendo el término «Affe» con insistencia. 


La pareja, ya entrada en años, la observa sin decir nada. En realidad, la palabra «Affe», significa «Simio» en alemán. Parece que eso de que les traigan un simio exprimido no les hace demasiada gracia. Ya se sabe, con las leyendas que circulan fuera de nuestras fronteras sobre los españoles, la mayoría falsas, a estas alturas, los no muy leídos, aún creen que somos capaces de llevar un simio, exprimirlo allí mismo y después cobrarles.


– «Nein, nein, nein, Cola, Cola!», repite la mujer alemana con insistencia para dejarlo meridianamente claro.


La mujer se retira con la bandeja hacia dentro del local, bastante frustrada, sin entender lo que ha ocurrido a pesar de sus esfuerzos e insistentes gesticulaciones.


Decido dar por finalizado mi desayuno en cuanto las mesas adyacentes comienzan a llenarse. Son casi las doce y ya ha empezado el despliegue de sangrías y cervezas.



Le pido que me cobre con tarjeta, pero a estas alturas su mente sólo registra mesas, bebidas, mientras calcula mentalmente los ingresos que los turistas van a generar ese día. 


A pesar de ser cliente habitual, mi presencia había pasado a un segundo plano. Los extranjeros y su poder de atracción con sus shorts. Lo de siempre.


Cuando por fin paso mi tarjeta por el aparato pita dos veces. La mujer, inclinada encima de mí, teclea de nuevo el importe, con cara visiblemente contrariada.


– «¡Injerte, injerte!», me grita ansiosa refiriéndose a mi tarjeta.


Como filóloga, aquello duele, de hecho me deja sin habla unos segundos. No sé si le ha ido la cabeza a Extremadura y está pensado en el Valle del Jerte o lo que quería era injertarme un cuchillo en alguna parte del cuerpo, a ver si se libraba de mi presencia de una vez. Mi tarjeta funciona, algo está mal con su datáfono o con el Wifi y así se lo digo.


En todo caso, la mujer está tan concentrada en las mesas adyacentes, que cada vez inclina más su cuerpo y bandeja hacia mí, con lo que las bebidas empiezan a deslizarse peligrosamente hacia mi blusa.


Inserto la tarjeta, en vez de pasarla por el lector, aunque algo me dice que aquello no va a resolver el problema. Quizá ese presentimiento, que he desarrollado a lo largo de los años tras intensas peleas con diversos aparatos instalarlos, reiniciarlos, leerme de diez a doce webs de tecnología, para llegar a la conclusión de que si nada funciona, es que el aparato está poseído por algún ente que ni los programadores entienden y, en un acto de fe, hay que desconectarlo para «que olvide», suele funcionar.


Es un deporte que practico unas cuantas veces al año, si resulta un caso muy grave o muy urgente por trabajo, recurro a un amigo holandés, que es programador, y nos ponemos al lío con «Timeviewer». Esta solución es la más humana, ya que charlamos sobre cómo están su mujer, su hija y podemos terminar hablando sobre miles de asuntos. Siempre es mejor el trato humano que insultar en soledad a un aparato.
 
Paso la tarjeta de nuevo. Nada, dos pitidos.


«¡Es tu tarjeta! ¡No funciona! «¡Yo no puedo perder el tiempo contigo!», me grita desesperada, perdiendo completamente los estribos, obsesionada por atender las otras mesas, mientras los extranjeros, que prácticamente acaban de sentarse, ríen y toman el sol disfrutando del día. 


Reconozco que aquello me enfada, en especial esa última frase me llega al alma: «¡No puedo perder más el tiempo contigo!» Soy consciente de que muchos españoles siguen quedándose extasiados ante una panda de guiris, pero esta señora, extasiada ante tanta sandalia, pretende que me vaya a casa a buscar el dinero. No. Ni soñarlo.


Me levanto y me voy hacia el interior del local. Allí me atiende su marido y enseguida aparece ella para explicarle «que no puedo pagar». 


Él me ofrece otro datáfono en el que no tengo que «injertar» nada y la tarjeta pasa sin problema, mientras el hombre me explica, calmado: «es que en la terraza, no funciona el Wifi».


Mi mirada se clava en ella: «Haber empezado por ahí», pensé. Espero una disculpa, pero nada. No era el aparato, ni tampoco mi tarjeta y un cliente espera una disculpa después de haber gritado ante toda la terraza que no podía pagar la cuenta. Nada. Impertérrita. Muda.


Meto la tarjeta en un bolsillo y me dirijo a ella: «Por cierto, ¿Sabe la señora alemana de la Coca-Cola con la que he intentado ayudarla? Pues la consumición que le ha ofrecido ha sido «Un Simio exprimido». «Espero que no se corra la voz de que en este sitio, se maltrata a los animales». Me mira tan estupefacta como espantada mientras doy media vuelta y salgo del local. 





Un tranquilo paseo

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Camino por una acera ancha bajo un día azul con luz y sol, ya que, como siempre, han anunciado lluvias.

Tres personas se acercan de frente, las tres vienen hacia mí, mientras me miran fijamente. No sé por qué me miran, lo que me pregunto es si realmente me ven, porque cuando nos crucemos, no habrá sitio para que pasemos todos. Echo un vistazo hacia el mar e intento respirar profundamente porque me huelo lo que va a ocurrir y no quiero enfadarme.

Nos cruzamos, ninguno de los tres se aparta, no cabemos y yo tengo que bajar de la acera a la carretera. Procuro no irritarme pero no puedo evitar pensar si su cerebro ha registrado que yo existo y dejar algo de espacio.

No importa. Es cotidiano. Sigo mi camino hacia la farmacia. Cuando llego veo que están atendiendo a tres personas en tres mostradores distintos, por tanto, opto por esperar en la calle, ya que, aunque espere dentro, no me van a atender antes.

Noto una presencia detrás de mí y la pregunta de rigor: «¿Estás esperando para entrar en la farmacia?» Le contesto que sí amablemente. Noto que se acerca algo más a mi cuello y otea hacia dentro de la tienda. Empiezo a sentir el acoso, ese acercamiento continuo por detrás, ese desasosiego del que cree que si estamos todos apelotonados dentro de la tienda las cosas van a ocurrir con más celeridad.

Hay que esperar y no me muevo de la puerta de la farmacia, soportando con estoicismo la presión de la susodicha, a la que parece que le resulta imposible esperar fuera, a pesar del espléndido día. Su estrés le debe de estar soplando al oído que está lloviendo. 

Por fin, dejan de atender a una señora que está a punto de salir. Entonces mi acosadora me sopla al oído: «Creo que ya puedes entrar». Le contesto: «No, no puedo, tengo que dejar salir a esta señora por la puerta para poder entrar», le digo con una voz contenida.

Hay mucha gente que piensa que si te abalanzas justo en el momento en el que alguien sale por la puerta de una tienda puedes volverte un cuerpo tan etéreo, que traspasa a todos los seres con los que te cruzas sin tropezar. 

Por fin, entro con paso rápido. Cuando me están atendiendo, la farmacéutica le habla a alguien que no soy yo. «Por favor, le dice: Apártese y espere en la puerta, tenemos aforo limitado». Mi acosadora parece estar convencida de que si se pega a mí, ganará la carrera de Fórmula Uno de a quién le despachan antes el Paracetamol. Idiota.

Ya en la calle, me dirijo hacia mi último recado. Esta zona está bastante llena por las numerosas tiendas que llenan la calle, pero como no son ni las once de la mañana, no tengo que pelearme por pasar y puedo terminar lo que tengo que hacer sin perder demasiado tiempo.

Unos metros más adelante veo a varias señoras delante de mí que no me dejan avanzar, intento ir por un lado pero, justo cuando procuro adelantarlas, se paran en seco, las cuatro, todas al tiempo, como si estuvieran guiadas por el chip de la sincronización. Se quedan paralizadas porque están acabando una frase y ya se sabe que eso de caminar y hablar, es tarea difícil. 

Cuando creo que se van a poner en marcha, algo les llama la atención, un cartel, miran hacia arriba y comienzan a leer en alto. No lo puedo creer. Yo sólo quiero pasar pero no existe ni un resquicio de espacio para mí. Intento ponerme de lado, muy arrimada a una pared. Entonces me convierto en su foco de atención, miran como estrujo mi cuerpo para poder adelantarlas. Incluso les pido que se aparten un poquito. Mi maniobra las entretiene más que el cartel, pero no por eso se mueven ni un ápice. Eso sí, me miran mucho. No entiendo nada, parecen zombis. Cuando ya he conseguido arrimarme todo lo posible a un escaparate para librarme del grupo, entonces deciden reanudar su marcha. Como sus movimientos no son precisamente hábiles, me obligan a retroceder y a situarme justo detrás de ellas, he regresado al puesto de salida.

Suspiro. No quiero estresarme. Es una mañana bonita y soleada, repito en mi cabeza, no hay para tanto. Por fin, han visto una cafetería y se apartan de mi camino.

Reanudo el paso, la calle está despejada y puedo caminar a mi ritmo. Respiro aliviada. Entonces veo que un hombre avanza de frente, con su perro, hacia mí. Sitio suficiente, no habrá problema esta vez. Sin embargo, noto que el dueño del perro deja la correa cada vez más suelta, hasta que al cruzarnos, mi única opción es ponerme a saltar o pararme de nuevo. Lo miro. Quiero que se dé cuenta de que no puedo pasar. Me mira, me mira mucho, no me ve, no se da cuenta de que está interrumpiendo mi paso. Me paro de nuevo, suspiro y miro al cielo. Por suerte el perro huele algo y se aparta.

No entiendo que la gente no sepa caminar por la calle, que no dejen pasar, voy pensando en rulo. No puedo dar un discurso a cada una de las personas con las que me cruzo pero mis pensamientos se apelotonan, hablo conmigo misma, parece que todos llevan orejeras, que no oyen ni ven, que no consideran que deban interrumpir su camino ante un obstáculo. Ellos van de frente, avanzan, por lo menos sus cuerpos, porque sus mentes no avanzan en absoluto, éstas se encuentran totalmente paralizadas.

Por fin alcanzo mi destino, realizo mi recado y salgo disparada hacia mi casa. Un hombre joven me adelanta por la derecha. Vale, tendrá prisa. Nada más pasarme, se cruza en mi camino para meterse por la izquierda en un portal y tengo que frenar en seco. Ha ganado un segundo y casi me ha hecho tropezar.

De pronto lo veo claro, no puede ser que la gente no sepa caminar, que no vea o que su egoísmo no les permita pensar más que en ellos mismos. No, la gente no es así. No se me había ocurrido ¡No son gente! ¡Son zombis! Por eso todo el mundo camina sin agilidad, sin sortear obstáculos, sin reaccionar ¡Están muertos!

Me voy a casa y cierro la puerta con llave, no vaya a ser que yo también me infecte y empiece a golpearme contra todos los muebles del piso.

Sólo puede quedar uno

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«Puede que te estrelle contra un muro, pero lo que no va hacer es soltar el volante.»

Esto ya lo decía su padre siendo ella aún muy pequeña.

Siempre he admirado esta cualidad en ella.

Existe un Monasterio en Galicia en lo alto de una montaña, uno de los Paradores con las vistas más impresionantes que he contemplado jamás.

Hay dos maneras de acceder a él por dos caminos distintos que antes desconocía: el primero, una ancha carretera perfectamente asfaltada; y la segunda, un angosto camino de tierra escoltado, a un lado por la pared de una montaña y al otro, por uno de esos precipicios no aptos para personas con vértigo.  

A la entrada del camino que nos esperaba, ví a un monje inclinado en una fuente llenando un cántaro, le pregunté si se podía subir con el coche por allí al Monasterio. Asintió con la cabeza y un atisbo de sonrisa me hizo sospechar que el asunto escondía algo más.

Decidimos seguir su recomendación y comenzamos el ascenso en coche por el camino de tierra, preguntándonos si realmente no existía otra manera, pues de sobra son conocidos la gran cantidad de eventos y visitas a aquel majestuoso Hotel-Monasterio de impresionante belleza.

Mientras íbamos subiendo la enorme montaña, inmersas en profundas disquisiciones sobre el intrigante rostro del monje, nos encontramos con un coche que venía de frente. Ambos vehículos nos desplazábamos a muy poca velocidad, tanto por lo desconocido del trazado, como por las incontables curvas con las que contaba.

El coche que se acercaba a nosotras en sentido contrario bajó la escasa velocidad a la que avanzaba hasta pararse. Nosotras hicimos lo mismo.

Era evidente, para ambas conductoras, que los dos coches no podían pasar. 

Eran ellas o nosotras. 

Parecía un western en el que alguien tenía que caer. Nunca mejor dicho, por desgracia. Sin embargo, era nuestro coche el que se encontraba del lado de un abismal desfiladero, mientras que el de las otras dos mujeres se encontraba pegado a la montaña rocosa.

El coche que iba en sentido contrario intentó pegarse más hacia su lado, pero se encontró con que, además del enorme muro de piedra, existía una profunda cuneta, en la que si metían la rueda el hueco las atraparía.

El movimiento siguiente, nos tocaba a nosotras.

Yo iba sentada en el asiento del copiloto y tenía la mejor vista. Una vista mortal. 

Abrí la ventana situada a mi lado y eché un vistazo. Asomé la cabeza y observé que nuestra rueda se encontraba justo al borde del precipicio y así lo comuniqué a la conductora que no apartaba la vista del coche que tenía enfrente.

«No puedes moverte ni un centímetro porque la rueda está justo al borde», le dije.

Ambos coches frente a frente, sin poder avanzar.

Mi estado de ansiedad, se incrementó al observar que la persona que conducía pronunciaba frases muy cortas y secas. La conocía bien. Estaba pensando, y, desde luego, no estaba pensando en pasar la noche mirando a los ojos del conductor que tenía delante.

Empecé a intentar convencerla de que la mejor opción era que el otro vehículo metiese la rueda en la cuneta, a que nosotras nos matásemos desfiladero abajo.

No respondía. No soltaba el volante, ni miraba hacia los lados. Mala señal. Yo sabía que estaba pensando cómo sacarnos de allí. Yo sabía que ella sufre de vértigo, otra de las razones por las que sólo miraba al frente.

Movió el coche unos centímetros hacia delante y yo, asomada a la ventana, perdí la calma y grité:

– «¡Ahora tenemos media rueda fuera!»

– «Ya, pero hay que hacer algo. No podemos quedarnos así», dijo en un tono seco y bajo que me hizo entrar en pánico.

Estaba muy rara, tanto ella como yo cuando estamos nerviosas hablamos, en eso, y en otras cosas, compartimos los mismos genes. Sin embargo, hay una preocupante excepción que he presenciado varias veces en ella, y es que cuando la situación es de vida o muerte, ella no despega los labios.

«Hay que hacer algo», repitió.

Mi pánico iba en aumento, mi voz era baja, ya no era mi voz e intentaba por todos los medios convencerla. Mi incesante parloteo no cesaba.

Apretó lentamente el pedal del acelerador, miraba al frente, la mirada recta hacia ese camino de tierra que nos engullía, estirando el cuello, concentrada, sujetando el volante, calculando hasta el último milímetro de la máquina que estaba manejando.

«De aquí a la eternidad», pensé.

Y pasamos.

Pasamos casi rascando la puerta del otro coche. Pasamos y yo me quedé muda. 

Y cuando nos cruzamos con el otro coche, tras darnos las gracias, éste pudo proseguir su descenso.

Entonces ella paró el coche. Nos miramos.

Mis pulsaciones fueron descendiendo poco a poco hasta que dijo:

– «Voy a dar la vuelta. Yo por aquí no sigo».

– «¿La vuelta? ¿Qué vuelta?» ¡En un camino con espacio para un coche no se puede dar ninguna vuelta!

La miré horrorizada.

Era evidente que ninguna de las dos queríamos seguir subiendo por ese camino medieval, pero no había espacio alguno para la rectificación. Era como el camino del no retorno, como esas decisiones que tomas con las que tienes que vivir. Una especie de castigo o purgatorio. No se me iba de la cabeza aquel monje y su consejo.

Avanzó un poco con el coche para ver si encontraba un sitio algo más ancho, mientras yo sólo pensaba que, en la próxima curva, iba a aparecer otro coche, sólo que esta vez iba a ser un todoterreno.

Como si de un milagro se tratase, de pronto la oí decir: «No se puede».

«Gracias», pensé, por lo menos no subirá más, pero va a hacer algo. Eso seguro. Ella sabía que tenía que sacarnos de allí cuanto antes. Ya sé, pensé, dejamos el coche y nos vamos andando. A pesar de mi pánico, ni me atreví a proponérselo.

«Voy a ir hacia atrás».

Creo que en ese momento dejé de sentir miedo. Algo bloqueó mi sistema nervioso central o mi cerebro. Recuerdo vagamente que empezó a retroceder manejando el volante con sumo cuidado, acariciando cada curva muy lentamente, con calma, procurando no acercarse más de lo imprescindible al borde de aquel escarpado cañón.

Llegamos al principio del camino donde todo se hizo deliciosamente ancho.

Una vez a salvo, detuvo el coche, me miró y ya en un tono colérico, me espetó:

– «¿No decías que conocías el camino? ¡Pues la próxima vez conduces tú!».

La manipulación de las masas

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Como en todas las crisis existe un período de exaltación. 

Cuando empezó la pandemia la gente se quedaba en casa emocionada ante la novedad de ser encarcelados. Asomaban las cabezas por ventanas y balcones aplaudiendo a la hora estipulada.

Bailaban, se saludaban por las ventanas, salían en pijama a la calle, se prestaban los perros, no iban a trabajar. Party total. 

Miraban lo inmediato como el que mira unas vacaciones que paga con tarjeta de crédito y no quiere recordar que llegará el momento de regresar.  

Todo era juerga. No vivían una pandemia, eran vacaciones pagadas, estaban encantados de obedecer, de poder entrar por turnos para comprar papel higiénico y galletas. 

Sin embargo, tras la imposición de normas nuevas sin fin y del cambio de las mismas, de forma casi semanal por un sistema arbitrario, observo, que los tiene algo hastiados.

Esas miradas de alegría porque un virus estaba matando a tanta gente, se han transformado en miradas vacías, interrogantes, de tristeza a veces.

Me resulta extraño que no dejen de hablar de normas que van a cumplir o no, pero que no haya oído hasta ahora otro tipo de preguntas ante un fenómeno sin precedentes que afecta a todo el planeta.

Se habla de vacunación, de dosis nuevas, pero no se observa lo que en realidad está ocurriendo de forma global. No es que esto vaya a afectar sólo a sus vacaciones, lo extraño es que nadie se pregunte por qué un virus que afecta a la totalidad de la población mundial, mantenga un silencio también mundial. 

Un silencio que me resulta atrozmente atronador.

Se mencionan soluciones, picos, repuntes, bajadas, normas, lo desgranan yendo por países, nos dicen que va mejor, que la semana que viene tengamos más cuidado porque se prevé que el pico remonte.

¿Y el origen? Todos callan.

Todos los países permanecen callados sin atreverse a preguntar a la fuente, cómo se creó, con qué intención. Imagino que lo saben o que prefieren mantener un perfil bajo.

El negocio creado con mascarillas y fármacos es de magnitudes cósmicas y ante tal fortuna no hay quien se levante y hable, esa es otra poderosa razón.

Al resto de la población, la masa sin clasificar, se la mantiene entretenida con disquisiciones tales como si les ponen un poquito más de vacuna, si la mezclan con otra o no. Al final, si nos sienta mal o nos salen dos cabezas, dirán que fue porque teníamos mala genética o le echarán la culpa a que nos pilló una neumonía por no hacer suficiente deporte.

El deporte, otra de las consignas y una de las razones es ver a hordas de gente corriendo como posesos o paseando a sus mascotas, sintiéndose culpables si no dan todos los pasos que les han dicho que tienen que dar al día.

Es como cuando les dijeron que era muy bueno beber agua, la gente cruzaba de su portal a comprar el pan agarrados a un botellín de agua, por si se  deshidrataban durante esos cinco minutos en los que cruzaban la acera.

Mientras pagaban, chupaban del botellín, salían de la tienda y le daban otro sorbo, como si éste encerrase el secreto de la eterna juventud. Y si no llevabas botellín porque ya habías bebido en casa, te miraban con esa superioridad del que cree que sabe algo, que tú ignoras.

Eso sí, las empresas de agua se forraron. Hacían agua mineral, sin mineral, con mineral vitaminado o simplemente del grifo pero la botella era muy mona. La gente paseaba feliz con el bolso, el móvil y la botella en la mano bebiendo esos sorbitos de salud. 

Sin embargo ahora, les han cambiado el discurso, y corre el rumor de que sólo se debe beber agua cuando se tiene sed. Vamos, lo que decía mi abuela.

Lo del agua ha pasado, pero lo de la facturación y el marketing no, ya que han pasado a venderles ropa para mascotas, que hasta ahora tenían pelos contra el frío y ahora tienen gabardina. 

También los tienen muy entretenidos vendiéndoles ropa para el «running», o mascarillas de colorines, además, los vacunan cada semana un poquito por si les baja algún nivel.

La verdad, cada día que pasa es a mí a la que le bajan los niveles.

Feliz Navidad y Año Nuevo

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