
Llevaba cinco días ya, recluida en un hotel de la Isla de Lanzarote con unos cuantos turistas ingleses y alemanes, en lo que se suponía iban a ser unas relajantes vacaciones para descansar.
Su estancia transcurría a diario a toque de corneta. Cuantos más días pasaban, más enclaustrada se sentía. Le parecía haber sido reclutada en el ejército, pero en período de guerra, por lo rígido de su horario y obligaciones. Todos los huéspedes del hotel corrían de un lado para otro como sitiados por los Unos… y los otros. Nada tenía que ver aquello con un período de descanso vacacional.
El problema no era la isla, sino su acompañante masculino.
El susodicho, se empeñaba en levantarse al alba y hacer cola, plato en mano, junto con todos los guiris, para desayunar todo lo que pudiese meter en su barriga hasta prácticamente reventar. Ese era su plan de las mañanas.
Acto seguido, libro en mano, no para leer, sino por su manía de esconder la cara detrás algo, se procuraba una tumbona en la piscina del hotel. En este momento del día, desaparecía cualquier signo vital que hubiese podido haber antes del atracón, quedando el sujeto en un estado de letargo hasta bien entrada la tarde. Cuando su pequeño cuerpo terminaba el laborioso proceso de la digestión, parecía que cobraba algo de vida, no mucha, pero algo sí.
Por la tarde, se abría el bufet gratuito de nuevo, reanudándose con ello su actividad y la de ella, por desgracia. Claro que sólo a su novia se le había ocurrido contratar un paquete vacacional con desayuno y cena incluidos, sabiendo que iba acompañada de la persona más tacaña que ha puesto los pies sobre la faz de la tierra. Y no exagero, pues aunque esto lo lea alguna persona afectada por el mismo defecto, no creo que lleguen a apagar los limpiaparabrisas del coche en medio de una tormenta a riesgo de sufrir un accidente mortal, para no gastar la goma que roza contra las lunas; ni tampoco ser capaces de apagar un coche cargado hasta los bordes, para arrastrarlo y frenarlo continuamente con el fin de ahorrar gasolina en un peaje. Creo que, a estos extremos es difícil llegar ¿no? Pues él llegaba sin problema.
Sin embargo, ella llevada por su empeño en disfrutar de aquellos días, intentaba moverse, nadar o entablar una conversación con el cuerpo inerte que había arrastrado hasta aquel lugar. Y lo cierto es que no solía conseguirlo, quizá él pensara que al mover la lengua se le escapaba alguna caloría. Había que acumularlo todo.
Como digo, sumida en su aburrimiento y después de haber leído más que si la hubiesen encerrado en una biblioteca, se iba a nadar. El sol canario la quemaba, entonces subía a la habitación so pretexto de ponerse crema, o lo que fuera, para cruzarse por el hotel con algún ser vivo.
Por la noche ocurría otro tanto de lo mismo, vuelta a la dichosa cola plagada de los guiris zombi que se apiñaban para conseguir su tajada gratuita del bufet y su novio, pelín ansioso, poniéndose constantemente de puntillas, plato en mano para ver qué bandeja se estaba vaciando antes de poder catarla. Los camareros que las reponían, miraban la cola de famélicos turistas con gran desprecio, pero ella intuía que a su novio, más bien, lo querían asesinar. Tal era la imagen que daba con su diminuta figura, saltando, mirando fijamente a su presa, casi sordo de pura concentración.
Ella solía esperar sentada en alguna mesa con cara de aburrimiento extremo, observando y preguntándose por qué no les había hecho caso a sus compañeros de trabajo cuando la habían avisado sobre irse de vacaciones con una pareja con tantas “cualidades”. Su depresión se incrementaba mientras observaba cómo el pobre hombre arrastraba los pies hacia atrás sobre la moqueta del restaurante, igual que hacen los toros cuando van a embestir. Tal era su estado de ansiedad por apropiarse de cuanto más mejor, para regresar finalmente con el plato rebosante de una torreta de alimentos mezclados que sólo servían para empacharlo hasta casi morir.
La mirada de desprecio de la mujer se iba pareciendo cada vez más a la del camarero que la miraba extasiado, como preguntándole, “¿te hacen falta más pruebas para deshacerte de él cuanto antes?” La verdad, tenía razón, pues cuanto más lo observaba, más le recordaba a algún bicho de esos que ven los hombres en los documentales, pues acumulaba tanta comida en alguna parte que parecía que iba a hibernar. Claro que, respetaba más a esos bichos que por lo menos pensaban en sobrevivir, no en ahorrar.
Pero con todo esto, sus vacaciones se estaban convirtiendo en una especie de rutina militar que trascurría en observar todo ese ritual repetido al milímetro a diario, aderezado por interminables siestas para que él se recuperarse entre comida y comida.
Un día tomó una decisión. Ella no se había trasladado desde Bruselas a Madrid, sobrevolado Casablanca y aterrizando con el avión haciendo piruetas sobre sí mismo y ella con todos los pelos de punta, para pasarse las vacaciones de un típico turista aburrido. Estaba cada día más roja por aquel sol de justicia y más gorda por la huelga de su metabolismo a causa de la depresión.
Aquello no podía seguir así. Había que hacer algo. Primera gran idea: alquilar un coche. Decidido. “Lo pago yo, me da igual, para eso lo gano”, pensó.
Sin embargo, también quería cortar con todo ese ritual espeluznante de dominguero triste, en este caso, de catalán tacaño. Nada de irse corriendo a la cama a dormir a toque de corneta, levantarse al siguiente, comer como un cerdo y regresar a Bruselas con mucho peor aspecto y más hundida que si la hubieran metido en Alcalá Meco, que seguro que es mucho más entretenida que aquello.
A esas alturas, a ella le daba igual su cara de desaprobación, pues tenía unas ganas infinitas de disfrutar de aquellas vacaciones tan merecidas tras largos meses en la planta once de su despacho, observando el cielo plomizo de Bruselas. Quería unas vacaciones, de esas que siempre había odiado, de esas de las que su familia siempre había huido, quería unas vacaciones horteras.
Esta noche iba a salir, por fin. Una juerga en toda regla. Aunque, nada más abandonar el hotel, para su desgracia, ya se sentía como todas las noches. Barriga hinchada y empezaban a picarle los granos que le habían salido por el sol, junto con unos bultos probablemente debidos a algún alimento del hotel que le había sentado mal. Vamos que, entre los bultos en las manos, los granos en la cara y la barriga como de una embarazada de seis meses, podéis perfectamente imaginar que no estaba en el momento más atractivo de su vida. Razones por las que necesitaba sol, descanso, y bajar el estrés.
Ya en la recepción del hotel recibió la primera señal de alarma que la avisaba de que la salida nocturna no era muy buena idea, aunque en su decidido afán por darle un nuevo rumbo a esas vacaciones, decidió obviarla. El recepcionista les advirtió de que soplaba monzón. “Bueno, vale ¿y qué? Ni idea, ni le importaba”, pensó. Un poco de viento no la iba a frenar ¿Un poco? Aquello era todo un huracán. Imposible caminar, pelos de punta y falda equivocada. No es que empezara muy bien la cosa, pero ella ni caso.
Su determinación era más fuerte que el viento y en su cabeza sólo había cabida para un pensamiento. Tenía que sacarse la depresión de encima y como “la cosa” que llevaba al lado, no se caracterizaba por su animada conversación, lo único que se le ocurrió fue emular una película de Harrison Ford llamada “Siete Días y Siete Noches” en la que hacía buen tiempo, la protagonista estaba delgada y había muchos cócteles decorados con sobrillitas horteras. El tiempo no iba a mejorar, por lo menos esa noche, menos probable era que su pareja se convirtiese en Harrison Ford, o lo que hubiese sido mejor, que mantuviera una conversación interesante y su colón tampoco iba a deshinchar. Lo único que le quedaba era el plan de las sombrillitas. Se plantó en su cabeza la idea de tomar el cóctel que tuviese más colorines y más alcohol de la isla. Tenía que animarse aunque fuese artificialmente.
El viento soplaba cada vez más fuerte y no podía ni caminar, ni ver por donde pisaba. Se limitaba a seguir un paseo empedrado. Llegó el milagro. Tras una caminata de medio kilómetro luchando contra los elementos de la naturaleza, se alzó antes sus ojos un enorme y lujoso hotel. Su cara se iluminó.
La entrada ya prometía. Piscinas de agua trasparente, iluminadas por un centenar de focos que las hacía brillar como diamantes azules en la oscuridad. Su novio miraba hacia el suelo, a falta de poder taparse la cara con algún papel, libro o documento. Según observó, para entrar en el edificio, había que cruzar un puente de madera construido por encima de la piscina principal que tenía muchas palmeras y arbustos a los lados. Fantástico. Ya se imaginaba en la selva, sus pensamientos se disparaban y le parecía que pronto iba a aparecer un oasis ante sus ojos, quizá plagado de luces estratégicamente colocadas para ocultar granos, barrigas y al final de todo eso, habría un amable camarero con alguna bebida exótica. Esperaba que, por lo menos eso, le bajase la cena y le hiciese pensar que el viaje había merecido la pena.
El puente los condujo por encima del agua cristalina y ya desde éste, vislumbraron el hotel por dentro. La perspectiva de ver gente, quizá tener alguna conversación agradable, tomar alguna bebida maliciosamente cargada de ron isleño que la animase un poco, ya era más que suficiente ¿Qué otra cosa podía pedir esa noche? Bueno, quizá… que no le saliese otro grano.
Entraron entre las quejas de su acompañante, el cual se lamentaba, porque no entendía los motivos para cambiar de hotel, ni tampoco sus ganas de beber un cóctel, cuando podían beber toda el agua que quisieran, gratis, en el suyo.
Obviando su pánico, ella se fue directa a la entrada. Nada más entrar se le pusieron los ojos como platos al ver una mesa muy hortera con telas horrendas, rosas y fucsias que colgaban hasta el suelo, con lazos enormes de adorno. En el centro de la mesa había un gran cartel que ponía “Coctel Especial de la Casa” ¡Ahí estaba! ¡Lo sabía, lo había logrado! Se le empañaron los ojos de felicidad. Justo lo que necesitaba. Esa noche estaba dispuesta a pasarlo bien y nada ni nadie le iba a amargar esos momentos.
No es necesario mencionar que lo primero que hizo cuando se acercó el camarero fue señalar la mesa, ansiosa como una niña pequeña, los ojos chispeantes de ilusión. Él, resignado, pidió lo mismo.
Tras una dura espera de unos diez minutos, les trajeron dos enormes copas con sombrillas y pajitas como de un litro cada una. Era perfecto, ella sonreía como una niña ilusionada ante su bomba alcohólica.
Comenzó a sorber por la pajita. Trascurridos unos diez minutos esforzándose en chupar y chupar por aquel tubo fluorescente aquel líquido prometedor y afrutado, no conseguía efecto alguno. Era normal. No podía aspirar a un enorme grado de animación instantáneo con unos cuantos sorbitos. Se recostó en el sofá e intentó entablar una conversación. El mutismo de su compañero era, en este caso, para mostrarle su desaprobación ante aquel desmadre.
Decidió seguir con lo suyo, pero esta vez, nada de pajitas, hundió sus labios entre los hielos para amainar su creciente enfado y cerró los ojos. Bebió hasta media copa. Cada vez sentía que le apretaba más la falda. Aquello de sentirse bien no estaba funcionando ¿Qué le pasaba? No acertaba a dar con el quid del asunto. Ella, que con una sola copa de vino, charlaba por los codos totalmente relajada, esta vez no lo conseguía ni con alcohol de 40º. No lo entendía. Claro que, como en aquella isla todo tenía su ritmo, que era más bien lento, quizá el alcohol que fabricasen también lo hiciesen para que se subiera poco a poco. Seguro que era eso, pensó. Si es que le encantaban los canarios, eran tan relajados.
Persistencia no le faltaba, bebía y bebía con el único fin de perderse en los brazos de Baco, pero hasta Baco la había abandonado.
Cuando su copa estaba prácticamente acabada y se sentía como el pez globo, pero con falda, su colón estaba a punto de salir y gritarle que dejase de tomar tanta fruta y también al mamón que hacía que se le irritasen los intestinos, un día sí y otro también. Pero su colón no salió. Se lo comunicó en forma de dolor sordo, diciéndole: “puedes seguir metiendo lo que quieras, pero ya sabes que cuando me planto, me planto, y de aquí no va a salir nada en varios días. Si sigues con esto, sólo vas a conseguir hinchar aún más”
Empezó a pensar que hasta el cóctel estaba trucado. Le preguntó a su novio si notaba el efecto del alcohol, pero como a él le encantaban las cosas dulces, le dijo que no lo notaba de momento, pero que le parecía que estaba muy bueno.
A esas alturas, ella había alcanzado su límite de paciencia. Llamó al camarero y le dijo, intentando calmarse, que le explicase el contenido del “Súper Coctel Especial de la Casa”, porque ella sólo lo encontraba especial si lo que querías era beber líquido suficiente como para hacerte una ecografía abdominal a la salida del hotel.
El camarero, con cara de extremo aburrimiento comenzó a soltar la interminable lista de ingredientes que contenía mientras alzaba los ojos hacia el techo, intentando recordarlos todos. Cuando iba por el décimo, lo interrumpió para ir al grano:
“¿Cuántas clases de alcohol tiene?” “No contiene alcohol, señora”.
Aquella corta frase se le clavó como un cuchillo, no pudo articular palabra ¡Todas esas calamidades para después tomar un litro de fruta triturada! No podía ser cierto.
Era una crueldad ¿Hasta dónde iba a llegar aquella tortura? Llevaba más de una hora haciendo esfuerzos ímprobos para tragarse el cóctel más afrutado y azucarado de toda su vida lo más aprisa que había podido ¿Y no contenía ni una miserable pizca de alcohol?
Regresó a su hotel después de tan fallida y amarga experiencia. La barriga le llegaba aún más allá que antes, las frutas se habían unido a la cena gratuita del bufet y su depresión llegaba mucho más lejos que todo ello junto.
Su novio la cogió por los hombros al cruzar las puertas del hotel y le dijo: “¿Ves qué bien? Después del paseo, estamos cansaditos y ya podemos ir a dormir que mañana hay que bajar prontito a desayunar”.
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