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Si te dedicas a traducir, supongo que ya sabes a lo que me estoy refiriendo.
Efectivamente, a que se borre toda una traducción que tienes que entregar sin más dilación.
La verdad es que esto ya no me ocurre hace años, ya que ahora me aseguro mucho más que cuando no tenía mucha idea de cómo funcionaban las cosas y empezaba en la profesión aprendiendo en solitario, leyendo muchísimo y preguntando si es que algún ser humano de los que me cruzaba a diario era tan raro como yo y tenía el mismo oficio.
La terrible experiencia ocurrió cuando trabajaba para una productora audiovisual que se dedicaba a la post producción de películas de cine en blanco y negro y muy antiguas, cuyos guiones en la mayoría de los casos eran inexistentes.
Yo acepté trabajar para ellos porque lo único que me importaba era que mi pasión por los idiomas y el cine se unían en una profesión: la traducción audiovisual.
Lo que yo ignoraba por aquella época es que aquello que yo hacía era trabajar en unas condiciones penosas y con muy pocos medios o facilidades, pero como pensaba que las cosas funcionaban así, no rechazaba ningún encargo por complicado que fuese.
En principio empecé con películas en inglés tan antiguas y con un sonido tan malo que tenía que emplear mis cinco sentidos y en algún caso creo que desarrollé has diez para entenderlas.
Cuando en la productora descubrieron que también dominaba el alemán, fue cuando empezó una pesadilla sin fin.
Las películas en alemán que me entregaban eran como de los años cuarenta. Las cintas estaban gastadas, los actores hablaban sin pausas, solían ser más largas y encima, muchas veces, empleaban dialectos del alemán tan raros que ni un alemán los hubiera entendido.
Sin embargo, mi entusiasmo reemplazaba cualquier problema y seguía aceptando encargos, que ni la misma productora entendía que pudiese llevar a cabo.
Recuerdo uno en concreto, supongo que porque nunca había pasado por el problema de que una de mis traducciones audiovisuales desapareciese sin dejar rastro del programa de subtitulación que ellos mismos me habían proporcionado.
Se trataba de una espantosa y pesada versión de Sherlock Holmes en alemán que duraba dos horas y media y que yo había tardado toda una semana en traducir por sus extensos diálogos.
Esa mañana de primavera me desplacé a la productora para devolverles el material que me habían dado, que era un guion mal transcrito, que decía cada dos renglones “no se entiende” y dejaba la línea en blanco, una cinta de vídeo y mi traducción.
Cuando abrieron el archivo, estaba en blanco. Y yo también me quedé de ese mismo color.
No lo entendía. Había desaparecido ¡Pero si la había guardado varias veces!
Precisamente ese había sido el problema. En mi afán porque mi costosa obra maestra, no desapareciese, debí de darle a “algún botón” que hizo que yo casi me desmayase en el estudio de grabación.
Solución: Me senté y me preparé a ver la película y traducirla allí mismo porque el cliente la esperaba para el día siguiente.
Tal era mi enfado que en cuanto pusieron la primera escena empecé a teclear como si me estuviesen hablando en mi propia lengua y yo tuviese que sólo que escribirlo.
Acababa de luchar durante una semana entera y cada palabra se había clavado en mi memoria de tal forma que no me costó trabajo alguno volver a reproducirla subtítulo por subtítulo sin levantarme de la silla hasta terminar.
Llegué tarde a casa, agotada y, desde luego, había cumplido con mi trabajo como hago siempre, pero también estaba muy frustrada, porque si algo no soporto es hacer algo dos veces.
La experiencia fue la mejor lección. Nunca más volvió a desaparecer algo de mi ordenador.