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Las olas eran más grandes que yo ese día, tan altas y con tal fuerza que era impensable acercarme a ellas.
Sin embargo, la fuerza del mar era la única forma de aplacar mis pensamientos que se revolvían una y otra vez como las terroríficas olas de esa salvaje playa.
Cuando mis pies descalzos rozaron la arena blanca y comencé a caminar, comprendí que ese día el mar se sentía tan furioso como yo.
Pasear al lado de su inmenso poder, serviría para calmar mi mente.
Al borde del agua que rociaba y envolvía de sal mi cara y mi cuerpo, el mar intentaba llamar mi atención procurando que me sumergiese en sus entrañas.
Su estado era muy peligroso, casi tanto como mi estado de ánimo en aquel día de verano.
El mar y yo siempre nos hemos sentido atraídos el uno por el otro. Ambos nos conocemos bien.
Mis pies descalzos se hundían en la arena cada vez que una ola se retiraba hacia el mar para volver a la playa con aún más fuerza que la anterior.
A pesar del mensaje que me estaba mandando, yo luchaba para sacar mis pies que, en apenas segundos, se hundían hasta el tobillo en la arena.
Ese día su poder era infinito y cualquiera que ese día se hubiese adentrado en sus entrañas, no habría salido jamás.
El paseo se había convertido en una especie de lucha o de juego peligroso entre ambos. Yo no pensaba abandonar la orilla, aunque vigilaba de cerca las olas que se acercaban, el mar no pensaba dejar de rugir en mis oídos.
Pasé horas caminado. El mar seguía furioso, llamando mi atención mientras la fuerza del sol se había unido a ella, para forzar mi rendición y dejar que sus rizos salados rodeasen mi cuerpo.
Poco a poco, al caer la tarde mientras el sol se tornaba de un rojo anaranjado, las aguas también comenzaron a calmarse.
El profundo mar verdoso y coronado por espuma blanca, se tornó en una mansa piscina de color azul cristalino. Las sospechas de peligro de las horas anteriores, había desaparecido por completo.
Todo estaba en calma y yo también. Los pensamientos que antes agitaban mi mente habían desaparecido en mi particular lucha contra el mar. Ambos estábamos ahora tranquilos.
Miré hacia el horizonte que mostraba un agua plácida en la que la furia había desaparecido.
Decidí que ya era hora de dar la espalda a la furia y abrazar la calma. Bajo el tibio sol de atardecer comencé a abandonar la playa con una dulce sonrisa en mis labios.
Conozco tus secretos y tú mis debilidades. Sabes que eres mi pasión, que te necesito para que mojes todo mi cuerpo con tu sal, pero también sabes que he aprendido a respetarte.
El mar, al igual que una mujer, bajo su aparente calma, está plagado de corrientes internas, de pasiones ocultas, que recorren su interior y, si no las respetas, te arrastrarán hasta sus profundidades para no dejarte salir jamás.