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Ayer me enteré del proyecto de un nuevo medio de trasporte terrestre llamado Hyperloop que, según dicen, sería capaz de circular casi a la velocidad del sonido, propulsado por energía solar.

Por el momento su diseño es sólo teoría, pero si se llega a construir, estaría compuesto por varios vagones que circulan encapsulados dentro de un tubo, dentro del cual se dan las condiciones ambientales necesarias para que el vehículo se desplace a 1.220 kilómetros por hora.

La barrera del sonido está en 1.234 kilómetros por hora.

El emprendedor sudafricano Elon Musk, conocido por ser el fundador de PayPal, la compañía espacial SpaceX y la empresa de coches eléctricos de alta gama Tesla Motors, escribió sobre este nuevo proyecto a través del blog de Tesla Motors.

Siempre he estado a favor de los avances en todos los campos, creo que es parte de una sana evolución. Sin embargo, al conocer la noticia no pude evitar pensar que el mundo estaba infectado por una extraña enfermedad, que la afectaba en todos los ámbitos de la vida: La enfermedad de la prisa.

Todos somos conscientes de que la vida en sí misma es un recorrido y, según creo, casi nadie quiere llegar pronto a su meta. Entonces, ¿para qué corremos tanto? ¿Por qué no dejamos de idear aparatos que creemos nos hacen “ganar tiempo”? Cuando en realidad, lo que hacen es que el tiempo se nos escurra entre las manos.

En este empeño en alcanzar destinos, nos conduce a obviar el momento presente, es decir, la vida en sí misma.

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Los viajes en tren están hechos para mirar por la ventanilla, leer un libro, ir al vagón restaurante a tomar algo, sirven para disfrutar de una conversación o del sonido de los vagones, para pensar en cómo hacer reales tus sueños o para curiosear por la ventanilla en cada estación.

Disfrutar de un viaje en tren, es disfrutar del camino sin prisa, no del destino. Si enfocamos nuestra vida bajo este prisma, jamás viviremos, sólo nos acercaremos más deprisa hacia el final de ésta.

Ese afán por llegar, sin que sepamos siquiera qué queremos exactamente alcanzar con tal premura, esa vorágine que nos obliga a correr a todas partes, esa prisa y estrés que nos presiona continuamente, no nos permite disfrutar del viaje en sí mismo, que es lo único que con certeza tenemos.

¿Por qué no dejamos de correr hacia el final? Centrarse en el presente, en los pequeños momentos que un día normal nos proporciona, en los detalles a los que no prestamos atención hasta que perdemos. Aprender a ralentizar es aprender a vivir.

Sólo en esta lentitud encontraremos lo que tan ansiosamente buscamos.

Si corremos mucho, sólo conseguiremos llegar antes al final.