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Ella entró tranquila y sonriente en el coche de su tío, así lo llamaba desde hacía años, aunque en realidad era un primo hermano de su padre, unos veinte años mayor que él.
Muchas veces cuando iban juntos ella y él, debido a la diferencia de edad, ella tenía veinticuatro, la gente pensaba que eran abuelo y nieta. Un abuelo de ochenta y tres años cumplidos.
Un aspecto que, por cierto, no reflejaba su verdadera edad. Era un hombre alto y robusto que procuraba caminar muy erguido, en su empeño por conservar el porte que en su juventud le había dado fama de conquistador entre las mujeres.
Al entrar en el coche que la esperaba a la puerta de su apartamento, él la saludo con una discreta sonrisa y después se dirigió al chófer para darle una dirección en francés.
Ahora ella vivía en un país extranjero y trabajaba en el sitio con el que había soñado en tantas ocasiones y aunque su sueldo consistía, en algunos billetes que su jefe y tío soltaba encima de su mesa cuando lo consideraba oportuno, estaba contenta de estar allí luchando por su sueño de trazarse una carrera internacional.
Por eso, todo era nuevo y emocionante para ella, y el hecho de salir a cenar fuera, toda una aventura. Y aunque, pasar más horas con su jefe no era el plan que más le apetecía, tenía que aprovechar las pocas ocasiones en las que podía cenar fuera.
La noche era fría, él llevaba un abrigo austríaco de lana, un abrigo muy distinto al de ella, bonito y comprado en Zara, pero cuya tela dejaba pasar más fácilmente el intenso frío.
El coche se puso en marcha enseguida cruzando la ciudad despacio. Ella miraba por la ventana observando ilusionada, pensando que cuando tuviese un empleo que se lo permitiese, invitaría a sus padres que la ayudaban todos los meses a subsistir en aquella fría ciudad, a algún restaurante bonito. Y disfrutaba con esta idea. Pero esta noche iba con su tío, al que sus padres, como pariente cercano, la habían confiado.
La ciudad, inundada de luces le parecía aún más bonita que de día. Se pararon en un semáforo y aunque aún no conocía todas las calles de la ciudad, se dio cuenta de que estaban dirigiéndose hacia las afueras.
Durante el trayecto observó un extraño comportamiento en él, aunque no le dio mucha importancia. Se percató de que esa noche su tío se mostraba poco dispuesto a hablar y se mantenía algo distante. Pasados unos minutos, sintió curiosidad y preguntó a qué restaurante se dirigían. Él, mirando por la otra ventana y con un semblante de fingida distracción, le contestó que era una sorpresa.
A veces comían juntos en el trabajo y a veces en restaurantes cercanos a éste, invitaciones con las que él pretendía disculpar el hecho de no ofrecerle un trabajo remunerado.
La verdad es que, según ella misma había observado hasta el momento, había infinidad los lugares bonitos para salir en esa ciudad y a ella le encantaba descubrir sitios nuevos.
La carretera discurría por un sendero de altos árboles, la conversación era poca en el coche y cada vez se alejaban más de la ciudad.
Por fin el coche tomó un desvío, todo se oscureció detrás de la ventanilla. Se estaban adentrando en un bosque, de los muchos que abundaban alrededor de esa capital europea y, paulatinamente, las luces a los lados de la carretera iban desapareciendo.
Trascurridos unos veinte minutos, el coche se detuvo junto a una pequeña casa. La verdad es que no parecía un restaurante.
Una señora de semblante frío que no miraba a la cara, abrió la puerta, recogió los abrigos de ambos y los colgó en el recibidor.
La casa parecía tener varios pisos y, desde la entrada, se veían unas escaleras de madera que conducían a las otras dos alturas. En toda la casa había un silencio extraño, más propio de una propiedad privada que de un sitio público.
Al fin, tras una puerta de madera oscura, entraron en un pequeño restaurante, que se parecía al salón de una casa particular. A ella le pareció precioso. Era pequeño, lleno de luces bajas, lámparas con cristales sobre las mesas muy bien situadas en discretas esquinas alejadas las unas de las otras. Toda la cubertería era de plata, había adornos barrocos por todas partes, pero sin caer en lo vulgar y cuidados manteles de hilo blanco con puntillas en sus bordes.
El camarero que se les acercó tenía un semblante extremadamente serio, frío, rozando en lo antipático muy parecido al de la dueña del aquel local.
De forma similar se comportaba su tío aquella noche. Era parco en palabras, tenía un gesto adusto, leía el menú y actuaba como si cenase solo.
Mientras ella, comentaba cosas sobre el sitio, sobre los platos que iban desfilando ante sus ojos, entre otras razones porque le parecía violento comer en silencio y de muy mala educación. Por esto, ya que él siempre se jactaba de su pulida educación, ella comenzó a indagar sobre su comportamiento de aquella noche.
Las respuestas fueron absurdas, algo así como que cuando estaba con alguien de su familia, se sentía lo suficientemente relajado como para no tener que mantener una conversación.
En aquel momento, aturdida por todo lo que la rodeaba, ella lo creyó. Pensó que era lógico que, al tener un cargo público y debido a su avanzada edad, estuviese cansado de hablar al finalizar el día.
La cena era buena, aunque de un precio exageradamente alto, aun tratándose de un restaurante de lujo, parecía como si en el precio de cada plato estuviesen cobrando algún servicio añadido.
Ella preguntó qué había en los pisos de arriba, él por supuesto, lo ignoraba, como tampoco sabía por qué todo el mundo se comportaba como si fuesen del servicio secreto.
Su tío había pedido una botella de vino de la que sólo había querido tomar un vaso, sin embargo, a ella le servía constantemente. Mientras lo hacía la observaba, como pensando o decidiendo algo.
Al llegar el postre, aunque ella no acostumbraba a tomarlo, presionada por la insistencia de él, pidió un helado coronado por un adorno de crema y chocolate líquido.
Acto seguido y sin permiso se empeñó en pedirle un digestivo que ella probó por pura cortesía. No le gustaba ni la copa, ni aquella imposición de esa noche para que bebiese alcohol. De hecho, si no se hubiese tratado de un miembro de su propia familia, habría sospechado que quería emborracharla.
Al finalizar la cena, en aquel restaurante en que nadie era amable, ni nadie te miraba, en el que solo había parejas perdidas en rincones, tomado platos de un precio que sólo un tonto querría pagar, la tensión entre ellos aumentaba por momentos.
Había algo extraño en todo aquel ambiente de lujo.
Mientras él pagaba la cuenta, ella miraba por una ventana blanca, cuyos cristales daba a un precioso jardín inundado por una intensa oscuridad.
Se levantaron y se dirigieron otra vez al coche que los esperaba a la puerta. Hacía aún más frío que cuando llegaron, un frío que a ella le penetraba a través del abrigo y, casi a través del alma.
A pesar de estar en un lugar precioso se sentía perdida en mitad de aquel bosque y con todo aquel enrarecido ambiente, en el que nunca había estado.
El chófer les abrió la puerta, él se mostraba increíblemente amable ahora. Intentó iniciar una conversación y ella, sentada a su lado sólo pensaba en alejarse de aquel sitio.
Pasados unos minutos mientras el coche discurría lentamente por un camino empedrado hacia la carretera principal, notó la mano de él sobre la suya. Lo miró sin comprender y sin pensarlo, la apartó de inmediato. Hubo un silencio.
La segunda vez la mano de él no se posó, sino que la agarró con fuerza, con una fuerza impensable en una persona tan mayor. Sin tiempo a reaccionar se volvió hacia él para advertirle que dejase sus manos en paz, pero al hacerlo, se encontró con la cara de él y lo peor, con su boca.
Ella cerró los labios como quien cierra los ojos cuando nota que le entra algo en ellos, pero él agarró su mandíbula con tal fuerza, que sólo podía sentir cómo sus mejillas enrojecían por momentos.
Pasados unos segundos de lucha, ante sí sólo se plantó una imagen: la dentadura postiza. Sintió tal asco que puso sus dos manos en la solapa de su abrigo, para apartarlo de ella con mayor fuerza. Pero el empeño de él por conseguir lo que quería iba en aumento.
Todo el mundo lo trataba como a un respetable y amable anciano. Ella nunca hubiese pensado que tuviese esas garras de hierro y menos se le hubiese ocurrido encontrarse en semejante situación.
Alzaba la voz pidiéndole que se apartase, repitiendo que no entendía lo que estaba haciendo, mientras el chófer, sordo y mudo, seguía conduciendo sin pestañear.
Era una situación angustiosa en la que él se enfadaba cada vez más y en la que ella procuraba librarse de aquel asqueroso beso.
Ella luchaba para que su boca ni rozase la cara de él, pero cada vez le resultaba más difícil y notaba cómo sus brazos comenzaban a cansarse.
Procuraba alejar su cara de aquella boca que susurraba palabras que no comprendía y para que el temido beso no se produjese de ninguna manera.
De pronto, cedió, la dejó y dijo: “Siempre he sido un caballero” Ella se separó. Casi no podía respirar por las palpitaciones de su corazón. Y esa estúpida frase resonaba en su cerebro una y otra vez… un caballero. Era lo más ridículo que había oído nunca.
No lo había conseguido, ni un roce, sólo aquella absurda lucha en aquel lujoso coche que conducía ese chofer que parecía un robot.
Si el ambiente era extraño antes de este brusco ataque, ahora se podía cortar con cuchillo.
Ahora era ella la que se había quedado sin palabras. No sabía qué decir, se tocaba el pelo nerviosa, le temblaban las manos y sentía muy doloridos los brazos.
Él estaba ofendido, muy ofendido y enfadado. Nunca lo habían rechazado así. Todas las mujeres habían cedido ante él por una razón u otra.
Ella no podía pensar, lo conocía desde pequeña, conocía a su mujer, sus padres eran parientes cercanos y habían confiado en él.
Todo siguió como si no hubiese pasado nada. Ella pronunció alguna frase absurda y él contestó como si durante los momentos previos todo hubiese trascurrido de forma normal.
Las señales que había vislumbrado previamente y que había intentado obviar, cobraron vida esa noche ante aquel burdo y machista plan de ataque con cena incluida.
El chófer salió del coche para abrirle la puerta. Las manos aún le temblaban al coger las llaves para entrar en su diminuto apartamento. Comenzaba a nevar, pero el frío de la noche no le parecía tan malo ahora. Sólo quería salir de allí.
Él se despidió desde el coche mientras decía: “Te veo mañana en el despacho”.