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El síntoma

Los síntomas de una crisis de ansiedad pueden ser muy diversos. Muchos de ellos se encuentran recogidos en los libros de psicología y otros, son estrictamente personales e incomprensibles para aquellos que nunca los hayan sufrido.

Hace unos años, tener un ataque de pánico aún era interpretado como algo muy raro, en el que la gente te imaginaba con los pelos de punta y echando espuma por la boca. Sin embargo, hoy en día, puedes leer sobre ataques de pánico en cualquier revista de divulgación, de moda o en el suplemento que viene con la prensa de los domingos. Y de todos es sabido que, los ataques de pánico y las crisis de angustia, no son otra cosa que un estado de estrés extremo. Tan corrientes como un catarro, al que hay que poner remedio.

Por aquella época yo pasaba mi primera gran crisis de ansiedad que tuvo lugar durante mi segundo año en Hannover y de la que vino a rescatarme mi madre, que no dudó en coger el primer avión hacia Alemania.

Ya en mi país y después de haber sido diagnosticada, mi madre dedicaba todo sus esfuerzos a que me recuperase.

Aquella tarde, nos disponíamos a comprar unas pastillas en una farmacia para comenzar un tratamiento.

Ella hacía lo posible por entender mis extravagantes explicaciones y atendía a todos y cada uno de los extraños síntomas que le explicaba con pelos y señales.

Al salir de la farmacia, y probablemente porque ya no soportaba durante mucho tiempo más que siguiese hablando tanto y a tal velocidad, me aconsejó con voz calmada, que comenzase con el tratamiento lo antes posible.

Siempre he estado contra las pastillas, pero en aquel momento mucho más, ya que hasta lo más nimio, hacía saltar mis alarmas y provocaba que mis niveles de hipocondría fuesen más acusados aún de lo que ya eran.

Sin embargo, su consejo era comprensible, pues me daba cuenta de que había que detener aquel estado nervioso en el que me encontraba.

Decidí, por ello, abrir la caja en la misma acera de la farmacia y comencé a leer en voz alta a mi madre, que escuchaba con paciencia, los posibles efectos secundarios que las pastillas podían provocar en mi organismo.

No hizo falta más de un segundo para que mis ojos se quedaran clavados en la primera frase del prospecto.

Posibles efectos adversos:

– ¡Nerviosismo verborroso! – Le grité poseída por el pánico.

– ¿Lo has oído, mamá? ¡Ese síntoma ya lo tengo y sin tomar una sola cápsula! Estoy muy nerviosa y no dejo de hablar, ¿te das cuenta de que tengo el síntoma? ¡Y si tomo esto me pondré aún peor!

Mi madre, que poco tiene de hipocondríaca, y que estaba leyendo las instrucciones conmigo en su afán por complacerme, abandonó inmediatamente la lectura y soltó una carcajada tan sonora que pudo oírse en toda la calle.

Varias personas que nos conocían, nos miraron con envidia por lo divertida que era nuestra vida, pues hasta saliendo de una farmacia éramos como dos cascabeles.

–  No, no – decía mi madre entre lágrimas y sin poder articular palabra.

–  No, no – repetía.

Por el contrario yo me hallaba sumida en un profundo mutismo producto de mi estupefacción y del repentino pánico al no poder frenar aquello ni con una pastilla. No alcanzaba a comprender cómo podía echarse a reír de aquel modo en una situación tan grave como aquella. Tenía un síntoma que me hacía hablar sin poder parar, me secaba la boca, me producía unas terribles palpitaciones y, además, jamás podría frenarlo para volver a ser una persona normal. Pero cuanto más la miraba reprochando su falta de empatía, más agudo se tornaba aquel repentino ataque de risa incontrolada.

Pasados unos minutos en los que hubo momentos en los que pensé que iba a dejar de respirar de las carcajadas que soltaba, pudo por fin articular:

–  Nerviosismo; ver borroso. Son dos síntomas y además a lo que tú te refieres es a nerviosismo y a verborrea, no existe “verborroso” ¡so lerda!

Cuando alcancé a comprender mi estúpido fallo mental, estallé en una carcajada de dimensiones parecidas, que se convirtió en todo un ataque de risa. Las lágrimas nos resbalaban por las mejillas mientras intentábamos recomponer nuestra cara para realizar el camino de vuelta a casa sin dar la impresión de haber sido golpeadas por algún matón. Por supuesto, aquello tuvo un efecto mucho mejor que el de ninguna pastilla y pasé a un estado de relax total.

Eso sí, para entonces ya no eran un par de señoras fisgonas las que había en la acera, más bien todo un corro, a punto de preguntarnos por nuestra receta de la felicidad.