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Temblando y agarrada al billete de avión me disponía a regresar a España desde Hannover.
Mi madre había cogido el primer avión hacia Alemania para acudir a rescatarme. Después de interminables charlas había logrado arrancarme de la casa donde vivía. Aquella crisis de angustia había dado paso a síntomas de agorafobia y sentía pánico a abandonar los lugares conocidos.
Estaba agotada ya que llevaba meses sin poder dormir por las noches. Solía pasar el día estudiando alemán en casa y practicando cada día a bajar un peldaño más de las escaleras del piso donde vivía, para lograr alcanzar la acera y poder, algún día, regresar a mi país.
El aeropuerto de Düsseldorf no era muy grande, pero a mí toda aquella gente que me rodeaba me parecía una multitud demasiado bulliciosa. Procuraba mirar hacia el suelo simulando un estado de calma que no tenía, mientras hacía cola para entrar en aquel aparato que nos llevaría de vuelta a casa.
Mientras tanto, el único pensamiento que ocupaba la mente de mi madre era sacarme del país cuanto antes. Con este firme propósito, me sujetaba con fuerza por un brazo e intentaba distraerme con alguna charla frívola que yo me esforzaba por escuchar.
Entregamos los billetes en el mostrador de la puerta de embarque y entramos en el finger. Pude sentir cómo la presión sobre mi brazo había cedido. El hecho de haber superado ese mostrador se le antojaba la última de las barreras para llevarme de vuelta.
Mis pensamientos estaban algo más llenos de dudas. Era consciente de que una vez que lograse meterme en el avión, no habría salida y el encerrarme en él, o en cualquier otro sitio, me producía pánico. No por temor a volar, sino porque me mareaba aun teniendo ambos pies sobre tierra firme. No me fiaba de mis sensaciones. Era como cuando tienes fiebre alta y sabes que tus sensaciones están deformadas, pero a ti te da igual, porque lo que te importa es lo que estás sintiendo.
Con un hombro medio encogido y mirando fijamente a la moqueta del suelo del finger, concentraba mis esfuerzos en que mi respiración fuese pausada y tranquila.
No sé cuál era la posición de la puerta del avión, sólo recuerdo que el pasillo en el que estábamos hacía una curva muy pronunciada hacia un lado.
En aquel momento aparté mis ojos del suelo y se me ocurrió mirarme las piernas, entonces pude observar que tenía la rodilla derecha doblada, mientras que la izquierda permanecía estirada en posición normal.
Respiré profundamente y armándome de valor ante la posible respuesta, pregunté a mi madre:
– Mamá, ¿para ti el suelo está normal?
– Sí, claro – contestó lacónica.
No tardé ni un segundo en desprenderme de su brazo para iniciar una carrera en sentido contrario.
O sea, que toda aquella cola de pasajeros se hallaba de pie con ambas piernas perfectamente rectas y, para mí, ni el suelo, ni mi rodilla derecha lo estaban. Entré en barrena.
Mi madre, para entonces, había abandonado la fila de pasajeros sin pensárselo dos veces y, ante el asombro de la gente, empezó a perseguirme por todo el finger, intentando alcanzar la manga de mi chaqueta.
La pobre ante la perspectiva de quedarse con una persona totalmente descontrolada y rodeada de alemanes, gritaba una y otra vez:
-Li, Li, párate, escucha.
Cuando consiguió darme alcance, volví a sentir aquella fuerte presión en el brazo. Aquella vez estaba claro que no pensaba soltarme y que no entendía qué podía haber desatado mi repentina estampida.
Cuando aclaramos que el suelo del finger también estaba inclinado hacia un lado para ella y para el resto de los pasajeros, mis signos vitales fueron volviendo paulatinamente a la normalidad.
Fue un vuelo tranquilo. Mamá se pasó las dos horas que duró sin dejar de hablar de cosas tan divertidas y con tal sentido del humor, que cuando aterrizamos, muchos pasajeros con miedo a volar, se acercaron a darle las gracias por haber hecho su vuelo tan agradable.
Y es que siempre he dicho que mi madre debería hablar más bajo y también trabajar en la radio, pues estoy segura de que haría subir varios puntos cualquier audiencia.