
Plaza de Anaya, Salamanca
Son las siete de la mañana. Alzo la cabeza por encima del gorro que llevo calado hasta los ojos para mirar el panel que marca temperatura y hora. Tres grados sobre cero. Es un gesto que repito cada mañana al ir hacia la Universidad.
La Plaza está limpia y sólo se observa a algún estudiante tan madrugador como yo y las máquinas que limpian el suelo con chorros a presión. El casco antiguo de Salamanca nunca está sucio.
Tengo la mano izquierda helada por culpa de una libreta negra llena de apuntes. Odio llevar guantes. Pero me he cuidado de abrigar otras partes del cuerpo, aunque no pueda evitar que la novela de Literatura Americana de los años cincuenta que nos ha hecho leer el profesor, tenga cierta influencia en cómo voy vestida. Por eso me he puesto un vestido, siempre con botas, unas Panamá Jack de piel blanda marrón claro que me ha llevado siglos que me compraran. Ha merecido la pena, ya que no me separaré de ellas en cinco años, hasta haberlas dejado casi sin suela.
Llevo puestos dos pares de pantis negros, dos pares de calcetines gordos que doblo en varias vueltas al tobillo. El vestido es flojo y me permite ponerme dos camisetas pegadas al cuerpo. Por encima del vestido llevo, una chaqueta enorme que sólo deja que se me vea parte de la falda del vestido. Y un abrigo, estilo trenca con capucha, que no abriga porque es de Zara, pero es muy mono.
La novela de la noche anterior aún me trae imágenes de la Nueva York de los cincuenta y yo, en mi imaginación, me he convertido en una especie de Verónica Lake o Marilyn Monroe. De ahí el peinado de esa mañana. Mi pelo cortado a la altura de los hombros, peinado hacia un lado dejando que un mechón caiga encima de uno de mis ojos, lo cual me obliga a ver con el otro. Labios pintados de rojo fuerte. Sé que no es la imagen más apropiada para ir a clase, pero ya que voy a tener clase de teatro norteamericano y me pasaré unas cinco horas escribiendo y hablando en inglés sobre autores norteamericanos, lo mejor es que mi disfraz se corresponda algo con la época y las escenas de las que vamos a hablar en clase. De todas formas, soy una estudiante, unos van con el pelo de punta, otros con el pelo rojo y yo soy una actriz americana con botas Panamá Jack.
Ese día hay un ambiente extraño en todo el camino a la Facultad. Ya pasado el Corrillo, camino por Rúa Mayor con un paso más apurado. Como todas las mañanas, llegado este punto no puedo mover los labios a causa del frío y espero ansiosa alcanzar la Plaza Anaya, “Anayita”, para todo el que haya tenido el privilegio de sentarse en alguna de las aulas de la Universidad de Salamanca.
Sin embargo, sé que esa sensación pasará con la fuerte calefacción que me espera en cuanto entre en el secular edificio de piedra.
Observó cierta inquietud en la gente, hay “guiris” como siempre, pero éstos son algo mayores para ser estudiantes y tampoco parecen turistas. Han venido a la ciudad a hacer algo.
Tarde o temprano me enteraré.
Entro por fin en la Facultad. Una ola de calor me invade. Comienzo a notar la desagradable sensación de todas las mañanas en los labios cuando empiezan a reaccionar. Sé que no puedo hablar porque mi boca aún está medio paralizada y, si lo intento, parece que me esté dando una parálisis facial. Como soy ya veterana, ni lo intento. Voy saludado con la cabeza, tampoco se puede sonreír porque se te tuerce un labio. Todos los que vivimos allí lo sabemos. Por eso, la gente que viene de fuera piensa que los salmantinos son gente adusta y seria. No, es el frío.
Ya en clase, apoyo los libros y cuando me dispongo a deshacerme de la chaqueta y el abrigo, observo por la ventana que comienzan a caer lentamente copos de nieve que se amontonan uno encima del otro. No me explico cómo puedo ser tan feliz. El espectáculo me deja absorta, como siempre.
Por fin me entero de lo que ocurre. Tenemos que irnos. En Salamanca se suspenden las clases por razones muy variopintas y la mayoría de las veces algo extravagantes, pero que, con el tiempo, contribuyen más que las mismas aulas a la educación y, sobre todo, a que los recuerdos de haber pasado por allí, jamás te abandonen. Por eso, si una vez has estudiado allí, has de seguir yendo periódicamente, si lo dejas mucho tiempo, no podrás volver.
Toda la zona centro va a ser acotada y hay que despejar la zona. Parece un bombardeo. Pues no. Han venido a rodar una película y necesitan como escenario la catedral, el casco antiguo, ya que, según dicen, hay que crear el ambiente del siglo XV.
Genial. No hay clase. Salgo a saltos de la universidad. Voy sorteando gente, vallas y obstáculos. Me dirijo directamente a un pequeño café cercano al Convento de San Esteban. Es un sitio de piedra con una pesada cortina de terciopelo rojo oscuro que hace las veces de puerta. Un sitio discreto.
Aquella nieve pide tomar algo caliente. Soy feliz, no hay clase y me espera un café, quizá incluso decida no comer para poder darme el gusto de pedir una tostada con mantequilla y mermelada. Desde que estoy en Salamanca he adelgazado unos cinco kilos, que es lo mejor para llevar una prenda encima de otra contra el frío, aunque a veces tanta ropa, haga que me sienta como un oso.
Abro la cortina y, para mi sorpresa, el pequeño café, hoy, no está vacío. Está hasta los bordes de gente. Lo más extraño es que no hay ni un solo estudiante. Tan raro es el ambiente que, por un momento, pienso si me habré saltado alguna valla de seguridad. Me da igual. Tengo frío.
No hay ni una sola mesa libre y a duras penas consigo un sitio al final de la diminuta barra. Al otro lado de ésta hay mucha gente de pie hablando y riéndose.
El camarero que me conoce, me atiende nada más llegar. Ya con el primer sorbo de café en el cuerpo, la libreta y mi gorro encima de la barra, dirijo mi mirada hacia un grupo sentado al principio de la barra. Parecen técnicos de la película por cómo van vestidos.
Uno de ellos, mayor, con barba y osado, me guiña un ojo. Yo, metida en mi papel protagonista del libro de la noche anterior, le lanzó una mirada helada de desprecio, estilo rubia letal. Él no se ofende, en realidad le encanta, se ríe y no deja de observar cómo agarro mi taza de café con ambas manos para mitigar el frío.
Pago y me voy a disfrutar de mis calles, de mi frío y de mis piedras seculares. Tengo que enterarme de qué película se rueda, quienes son los actores y del porqué de tantos controles de seguridad. Hoy tengo mucho trabajo de campo.
Años más tarde me enteré de que el hombre que me guiñaba el ojo y sonreía era el director de la película: Ridley Scott, que rodaba “1492: La conquista del Paraíso”, una película sobre Cristobal Colón, junto a Gerard Depardieu y Sigourney Weaver, que se alojaban en un hotel enfrente del Convento de San Esteban.
Quizá él también recuerde esas indescriptibles mañanas salmantinas tanto como yo. Nunca se sabe.
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