Cuando se piensa en Suiza generalmente se asocia con frío, nieve y lujosas estaciones de esquí. Todo ello existe. Sin embargo, en verano el panorama cambia radicalmente.
Durante los años que viví en Zúrich no podía evitar perder peso. Mucha gente me ha preguntado la razón de mi pérdida de kilos y hoy he querido contaros en qué consistía mi régimen.
Como he dicho, los veranos eran sofocantes. Hacía un calor difícil de aguantar ya que la ciudad se halla rodeada de montañas. A tales temperaturas suelen seguir fuertes tormentas nocturnas, deliciosas para aliviar el ambiente.
El Lago de Zúrich es una buena opción para esos días en los que el calor te persigue a donde quiera que vayas.
Sentada en la hierba justo al lado del enorme Lago con un amigo suizo, me sentía por primera vez aliviada, sólo de pensar en el chapuzón que estaba a punto de darme.
Aquel día, las gotas de sudor resbalaban por mi frente como nunca antes. No tardé en suplicar que nos lanzáramos a nadar un rato.
Desde pequeña he sido una gran nadadora y una enamorada del agua. Hacía meses que no veía nada que se pareciera al mar y aquel día estaba entusiasmada con la idea de volver a sentir el agua refrescando mi cuerpo.
Una vez que mi amigo accedió, lo primero que hicimos fue descender por unas enormes rocas por las que había que bajar poniendo las posturas más inimaginables para evitar resbalar por el verdín del que se hallaban cubiertas. Yo era toda una inexperta en lagos, sólo conocía el mar y aquel descenso ya me hacía sospechar que la aventura no iba a ser sencilla.
Al principio, me esforcé en guardar cierta compostura, pero viendo que el descenso por aquella resbaladiza pendiente rocosa, era cuestión de vida o muerte, me concentré en no darme ningún mal golpe.
Ni aunque me lo hubiesen pedido, hubiese sido capaz, en toda mi vida, de poner posturas tan extravagantes como las que me vi forzada a adoptar ese día. Utilizaba mis cuatro miembros, y a veces parte de la cabeza, para apoyarme en todo saliente que pareciese seguro. Me sentía como una especie de arácnido con las patas anudadas.
Cuando por fin estuve al borde del agua, lancé una mirada hacia el fondo. Primer error. Nunca debí haber hecho algo semejante. Aquello era todo menos claro y cristalino, sólo pude ver un todo oscuro y tenebroso. Lo contrario al fondo azul del mar. Y, muy probablemente, lleno de musgo, verdín, barro y algún tipo de vida sobrenatural.
Desde la roca en la que me encontraba, era imposible alcanzar el agua, ni con la punta del pie. Observando que mi amigo ya se había tirado dando un gran salto para no golpearse con nada, supe que no tenía más remedio que hacer lo mismo.
Con todo el orgullo de la que se ha criado rodeada de agua desde niña, hice lo propio y, tras un gran impulso, me lancé detrás de él.
El agua estaba fresca y por unos segundos, sentí un gran alivio.
Con el fin de no ser presa del pánico, tomé la firme decisión de no mirar hacia el fondo pasase lo que pasase. Desde pequeña sé que en el agua el pánico es un gran enemigo y conviene mantener la calma.
Esta tarea se me hacía ardua, pues la imagen de una masa negra bajo mis pies ya formaba parte de las imágenes de mi cerebro. Quizá nadaba en un abismo o puede que fuese un fondo cercano, pero no estaba dispuesta a averiguarlo.
Mi amigo me preguntó si podía nadar hasta una boya que se encontraba a más o menos quinientos metros de distancia. Contesté afirmativamente producto de un estúpido orgullo. Empecé a dar mis primeras brazadas, siempre centrada en el azul cielo que nos servía de techo.
Idiota. Hasta que no dí unas cuantas brazadas, no fui consciente de que yo no estaba acostumbrada al agua dulce y recordé la fuerza que se debe ejercer para avanzar por ella, mucho más que en agua salada.
Tras varios metros nadando por las oscuras aguas, tenía la impresión de que me hubiesen cargado con una mochila de plomo. Mis brazos pesaban tres veces más y sentía como si en las piernas me hubiesen atado dos yunques de hierro en cada tobillo. Por no mencionar, lo que pasaba con esa parte de mi cuerpo que siempre me había servido de flotador en el mar.
Calma, me dije. Opté por descansar, es decir, me tumbé panza arriba para dejar de nadar un rato. Tampoco aquello era tan sencillo como había sido siempre, pero servía.
Tras un momento de descanso, avancé un poco más y alcancé la boya en la que ya me esperaba mi amigo, que a pesar de su fuerte musculatura, parecía totalmente agotado.
Cuando iba a agarrarme a aquel salvavidas flotante, sufrí una pequeña distracción y, por un segundo, desvié la mirada hacia el fondo. Horror. De aquella cosa pendían todo tipo de hierbajos, plantas purulentas y mohosas. “Ni soñarlo, aunque me muera, no me agarro a esa cosa”. Y así me mantuve, dando brazadas, mientras duró “el descanso”.
Por fin, mi amigo dijo que quería regresar. Otro medio kilómetro de vuelta.
Empecé a nadar hacia la orilla, intentando centrarme en todas las personas que había allí disfrutando de ese precioso día de verano, ignorantes de que allí había una española a punto de ser engullida por una masa negra de agua dulce.
Faltaba poco para llegar, a esas alturas, mis brazos ya habían duplicado su peso. Sentía que si no alcanzaba pronto la orilla, me hundiría como el plomo y jamás volverían a saber de mí.
Fue en este momento, cuando mi amigo que nadaba delante, muy cortésmente, me advirtió de que parase porque se acercaban varios cisnes y, al parecer, eran unos bichos extremadamente peligrosos.
Aquello ya me pareció mucho. O sea, que en este sitio la gente disfrutaba con este tipo de veranos, metiéndose en un lago que luchaba por engullirte a cada brazada, y por si no fuera poco, había que nadar en zigzag para evitar que unos cisnes, te mordieran el trasero.
Dada la mala suerte que estaba teniendo ese día, lógico es pensar que uno de los cisnes, al que seguían unos cincuenta patos, me echó el ojo. Tuve que modificar mi trayectoria y nadar realizando ridículas curvas y evitando mirarlo directamente a los ojos para que perdiese el interés.
Después de todo tipo de argucias para despistar al bicho, conseguí alcanzar la preciada orilla. Me agarré a una roca como pude, pero mi mano resbaló por el verdín como si fuera terciopelo y, como consecuencia me propiné una fuerte bofetada en la cara.
¿Podía pasarme algo más?
Empecé a pensar en patentar aquello para entrenar a cuerpos especiales. Si se hacía a diario, llegarían a ser invencibles.
Extenuada hasta el extremo, comencé a trepar en sentido ascendente por las rocas, arrastrándome con total falta de estilo. No sentía ni brazos, ni piernas. Y, en esos momentos, hubiese jurado que los había perdido, pero me daba igual si conseguía que, lo que quedaba de mi cuerpo, se tumbase otra vez en la hierba.
Cuando me tumbé boca arriba, estaba tan agotada que mi respiración se podía oír a kilómetros de distancia.
Después de unos segundos encima de la toalla, me iba recuperando poco a poco. Eché un vistazo a mi cuerpo y pude comprobar que conservaba todos mis miembros.
Cuando mi amigo se tumbó en la hierba a mi lado, me miró y me dijo:
“Ten cuidado con las garrapatas, ya sabes que algunas te pueden dejar paralítica de por vida”.
Mi mirada de horror debió de ser tal, que me sonrió e intentando tranquilizarme volvió a decir:
“No te preocupes, si tienes alguna, te la quito luego” y acto seguido se puso a tomar el sol.
Es por este motivo por el que me resulta imposible dejar de perder peso Suiza. El queso, las salchichas o la mantequilla no tienen efecto en mí.
Por eso, mi consejo es, si os sentís bajos de forma o queréis bajar algún kilo, ya sea invierno o verano, Suiza es el lugar.