Existe un momento en nuestras vidas en el que pensamos, equivocadamente, que hemos tomado un camino determinado, elegido por nosotros y que sabemos hacia dónde nos dirigimos.
Esto no es más que una ilusión.
Si cometes el error, o el acierto, de girar a la izquierda, en vez de a la derecha, esa decisión, por nimia que parezca, puede traer consigo un sinfín de consecuencias.
En realidad, nos hacemos la ilusión de que dominamos nuestro destino, aferrándonos a pequeñas costumbres diarias, que se afianzan con la edad y que nos hacen sentir más seguros, pero no existe nada seguro. Al igual que no existe nada perfecto o que podemos afirmar que la verdad absoluta es una quimera.
Aquel día decidí que un avión era un medio de trasporte demasiado rápido para la decisión que acababa de tomar.
Necesitaba un viaje lento, que me permitiera asimilar el cambio tan radical que se iba a producir en mi vida.
El tren fue mi elección porque yo sé que si hubiera elegido llegar en unas cuantas horas a mi destino, habría regresado a Suiza de nuevo.
Y ese tren lento, me permitió pensar, escribir, mirar por la ventanilla e ir cambiando unos paisajes por otros en una pausada transición. De esa forma el goteo de sensaciones se hacía más liviano.
Era un viaje plácido, pacífico. Estábamos yo y el tren.
Solía alargar los desayunos en un intento de frenar la llegada de nuevos minutos. Observaba a los demás pasajeros. En sus caras se leía que muchos de ellos se dirigían decididos a su destino, en otros se podían entrever las dudas. Viajaban sin la certeza de desear alcanzar su destino y con un íntimo deseo de que el viaje no terminara.
Sin embargo, el tren seguía su curso sin pausa, implacable. Se paraba en estaciones, pero retomaba su ruta.
Ya me encontraba a medio camino entre Suiza y España.
Las horas transcurrían lentamente, y sin embargo a mí se me antojaban desbocadas e implacables.
Necesitaba que las agujas del reloj se detuvieran. Mi mente seguía en Suiza. De hecho, recuerdo haber tenido más conversaciones mentales conmigo misma en alemán, que en español.
Ya habíamos salido del país y entrado en Francia. Tras haber parado en una estación, cuyo nombre no tiene importancia, me sentí incapacitada para actuar con el cerebro y, en un impulso, el corazón tomó el relevo.
Como una autómata cogí mi maleta y me bajé del tren.
Parada en el andén observé cómo se ponía en marcha. No había llegado a mi destino, pero era incapaz de subir. Pregunté por un hotel, sin reflexionar demasiado sobre lo que estaba haciendo.
Ya entrada la noche me encontraba cenando en un precioso y acogedor comedor rodeada de las conversaciones de otros huéspedes. No tenía la sensación de encontrarme ni en Francia, ni en ningún otro país. Había parado el reloj. Había tomado la decisión de que necesitaba más tiempo para esa transición. Al fin y al cabo era mi tiempo, mi vida y mi equivocación.
Alcé la copa de vino y miré por primera vez con atención al pequeño restaurante en el que se escuchaba todo tipo de idiomas y escaso francés.
No habían transcurrido ni dos minutos delante de mi cena, cuando una voz, mitad sorprendida, mitad emocionada, pronunció mi nombre.
Si no me hubiese bajado en esa estación, nunca hubiese vuelto a verle.
Las estaciones son encrucijadas, puntos de encuentro y de despedidas, donde las personas se van o aparecen como por arte de magia. Donde puedes volver a ver a la persona que menos esperas.
Y donde se mantienen las conversaciones más sinceras, por esa extraña magia que tiene viajar que hace que abandones tu disfraz de todos los días y recuperes tu verdadero yo.
Y ahora, años más tarde, recuerdo esa larga conversación, en la que palabras y vino se enredaron durante horas. Y fueron precisamente esas horas de charla la medicina que necesitaba para afrontar el cambio de país y de vida. Quizá si no hubiese hablado con Mark, no hubiese podido avanzar en mi trayecto.
Aquella noche Mark no me dio ningún consejo. Pero supo escuchar, que es un arte que poca gente domina.
Las decisiones y conclusiones a las que llegué ya estaban dentro de mí, sólo que él sabía extraerlas con la maestría de un buen cirujano. Utilizaba magistralmente su empatía, esa escasa cualidad de los que saben mantener una conversación.
Siento que existan tan pocos amigos como Mark, con el que, según me han dicho, ya no podré volver a hablar, por lo menos en esta vida.
Con él aprendí que, algunas veces, es imprescindible pararse en una estación.