Etiquetas
Cuando estudiaba en la Universidad, tenía un profesor de Crítica Literaria obsesionado por el sexo.
Recuerdo como si fuese hoy que, después de una hora de darnos clase, salía del aula con el pelo revuelto y de punta, con toda la ropa llena de tiza, con la mitad de su camisa por fuera del pantalón y respirando de forma agitada. En vez de salir de impartir clase, parecía que hubiese tenido un orgasmo.
Sus clases de Literatura eran pésimas. Jamás terminaba las frases que empezaba, sólo alzaba los ojos al techo como imaginando algo que nunca llegábamos a saber qué era.
“¿Habéis leído a…?” “¿Y el párrafo donde dice…? ¡No puedo ni decirlo en alto!¡Es puro sexo! ¡Todas esas alusiones a…!” Ninguna frase llegaba a su fin. Mientras, solía garabatear palabras sin sentido, carentes de contexto en la pizarra y así, justificaba el sueldo que no era justo que cobrase.
Estaba claro para mí, que no había leído ninguno de los libros sobre los que hablaba con tal vehemencia. Yo sí. Todos y cada uno. Conocía al dedillo el argumento, los personajes, pero lo más importante, interpretaba sin problemas el mensaje del autor, que nada tenía que ver con el sexo.
Este hombre que paseaba como un león enjaulado durante toda la clase, alzando sus brazos al cielo, reemplazaba su falta de conocimientos representando ante sus alumnos una obra de teatro ridícula a mis ojos.
“¿Os habéis fijado en los buzones de Correos? ¡Qué escándalo! ¡Tendrían que retirarlos todos! ¡La ciudad entera está llena de símbolos fálicos!”
El problema era que, para aprobar la asignatura, no te quedaba otra que interpretar cualquier texto bajo este mismo prisma.
Por tanto, dejé de luchar contra corriente, y a pesar de mis acertadas interpretaciones literarias, comprendí lo que había que hacer.
No era complicado. En los textos de los exámenes sólo tenía que fijarme en todo lo que tuviera una forma alargada, estuviese duro, se ablandase, fuese un agujero negro (perdón a los astrofísicos a los que sé que les pagan por estudiarlos) o cualquier otra cosa que se pudiese identificar con sexo.
Todo era sexo. El examen era puro sexo y yo, de esta manera, conservaba mis sobresalientes y mi beca.
Eso sí, no se podía comentar de cualquier manera. Había que ser prolífica en matices, tener cuidado con las palabras, dejar paso a la imaginación, abrir puertas o entreabrirlas, pero sutilmente, para que mis palabras enganchasen a mi profesor y leyese mis textos hasta el final.
Yo me imagino a este buen señor corrigiendo mis exámenes. Recuerdo ser extremadamente discreta en mis comentarios y emplear todo tipo de eufemismos y rodeos dejando, eso sí, siempre claros todos y cada uno de los símbolos a los que el pobre autor de la obra en cuestión nunca había querido referirse.
Yo escribía mis análisis literarios desde la única perspectiva que él aceptaba y utilizaba toda mi imaginación procurando interpretar palabras desde su perspectiva enfermiza. Todo ello, con el único fin de aprobar sin estar de acuerdo con lo que escribía.
Después de corregir mis exámenes, puedo imaginar que tendría que darse una larga ducha fría.
Lo sospecho por el estado en el que estaban las hojas cuando me las entregaba en clase ya corregidas. Llenas de garabatos rojos sin pulso, dibujos inacabados, hojas arrugadas y manoseadas. Papeles que, en vez de parecer que se habían escrito escasos días atrás, daban la impresión de haber salido del siglo XV y en mal estado de conservación.
Me los entregaba mirándome fijamente a los ojos, jadeante y yo leía: “Sobresaliente” en enormes letras escritas con sus manos temblorosas con un rotulador rojo que ocupaba toda la hoja principal. Mientras mi profesor me decía: “Excelente interpretación. Has llegado hasta el fondo.”
Yo sentía un escalofrío por todo el cuerpo cada vez que hacía este tipo de comentarios. Procuraba que aquel momento durase poco tiempo y, a ser posible, no establecer contacto visual con él. Luego respiraba profundamente sin atreverme casi a tocar las hojas que me habían sido entregadas y pensaba lo difícil que era conseguir un sobresaliente.
Es una pena que existan profesores tan malos y digo malos porque, aún después de tantos años, sigo convencida de que este profesor universitario con una licenciatura de una universidad cuyo nombre nadie conocía, no había leído ni uno de los libros, que yo sí me tragué. Libros que ya puedo comentar sin tener que hablar de ningún símbolo sexual donde no lo hay.
¡Qué liberación!