El cielo se volvió gris a medio día.
El empedrado de la calle parecía más duro que de costumbre.
Caminaba acosada por un frío más intenso que el de sus propias lágrimas.
Apurando el paso, llegó a la estación y se sentó en el tren.
Estaba cansada pero no quería llegar a casa.
Había cogido el tren que iba más despacio, era lo que quería, que todo fuese más despacio.
En realidad, deseaba que el mundo se parase y la dejase pensar.
Recordó que este tren de vía lenta de Zúrich llevaba un coche restaurante.
No lo dudó un minuto, se levantó y salió del vagón para sentarse en un cómodo sillón a lado de la ventana.
Demasiado gris. Todo era gris y se volvía más y más oscuro.
Oscuro como él, que esperaba ansioso a que regresara del trabajo.
Hambriento de reproches para que dejase de trabajar, se quedase dedicando su día a esa prolongada discusión en la que ya sólo había frases mil veces repetidas.
Esperaba, temeroso de su decisión de buscar otro apartamento en Zúrich, lejos de él.
Iracundo por pensar que pudiese escapar.
“Una copa de Riesling-Silvaner”, dijo ella en voz baja y profunda para no romper el silencio del vagón y de sus pensamientos.
La ventana y su vacío paisaje anunciando nieve dejaron de interesarle.
El coche restaurante no estaba muy lleno.
Los pocos que entraban, saludaban amablemente, como solían hacer los suizos. Y ella contestaba con una sonrisa automática.
El tiempo parecía detenerse mientras bebía su copa sentada en aquel sillón con la mirada perdida en el último sorbo que restaba en su copa.
Sin embargo, las estaciones pasaban una detrás de otra y el tren reiniciaba su recorrido para escupirla de nuevo en su destino y devolverla bruscamente a su realidad.
El camarero se acercó a ella y le sirvió otra copa.
“Perdone, pero no he pedido nada”, dijo ella con una sonrisa.
“Ya, pero creo que la necesita. Las decisiones de ese tipo no pueden tomarse con una sola copa”, dijo él.
Hay lágrimas que no se pueden esconder, por mucho que sonrías, y menos si el camarero es gallego como tú.