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Hay días en los que el cielo llora.
Mientras la luz del sol nos impide ver.
El sol es dorado.
Y nos atrae.
Por eso pintamos sin descanso nuestra vida de colores brillantes.
Intentando crear un cuadro lo más bello posible.
Un cuadro irreal.
Fácil.
Despojado de todo lo que nos hace sufrir.
Y compramos los colores más dorados y brillantes que encontramos en nuestro afán por protegernos de la imperfecta realidad.
Un día el cielo se torna gris.
Después negro.
Una lluvia intensa e incesante cae del cielo.
Su olor nos recuerda que el color dorado no es el único que tiñe el cuadro que deseamos pintar.
Tenemos pavor a que la lluvia no cese nunca.
A que las nubes no dejen de llorar.
A que nuestra vida se vea salpicada por ese tono gris.
Nos equivocamos.
La lluvia es catarsis y su función es limpiar.
Ella hará que podamos volver a ver sin la luz cegadora del sol.
Sus gotas, con su suave sonido, nos hablan mientras caen.
De modo inconsciente, llenas tus pulmones con su olor que impregna la tierra.
Y en ese instante, te das cuenta de cuánto necesitabas ese descanso.
Había demasiada luz falsa en tu vida.
Entonces, la presión del sol desaparece.
Una extraña sensación de relax olvidada nos hace sonreír al mirar al cielo.
Con las diminutas gotas de lluvia, cayendo desde lo alto, podemos volver a ver lo que la brillante luz del sol nos impedía ver.
La lluvia.
Su olor.
Su pureza.
Un nuevo comienzo.
La oportunidad de borrar manchas y pintar una vida no tan brillante, pero la nuestra, con pintura de verdad.
Deja que llueva sobre mí.