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Don Jacinto solía reunirse en un café con sus dos amigos Don Juan y Don Gregorio, una vez al mes, pues eran las dos únicas personas que lo entendían y con los que podía desahogarse.

Sólo eran tres amigos muy íntimos.

Los tres padecían la misma enfermedad: Hipocondría.

Una enfermedad que provocaba en ellos la incapacidad de controlar sus miedos y preocupaciones creyendo que cualquier síntoma o sensación era un signo evidente de una enfermedad seria.

La gente huía de ellos, pues todo el barrio pensaba que se trataba de tres locos.

Los tres provenían de familias adineradas y dos de ellos incluso tenían títulos nobiliarios.

El mayor problema de Don Jacinto era su pavor a los gérmenes. No podía soportar pensar en la cantidad de ellos que lo rodeaban a diario. Procuraba no tocar nada pues todo estaba contaminado. Huía de cualquier lugar en el que hubiese gente y donde pudieran rozarlo para no contagiarse.

Incluso había días en los que hasta le costaba trabajo respirar, por miedo a los virus y bacterias que flotaban en el aire, sobre los que no podía tener control alguno.

Vivía aterrorizado, víctima de continuas palpitaciones y sudores que lo asaltaban a diario.

Los otros dos solían quejarse de continuos dolores imaginarios y acudían al médico a diario.

Incluso muchas noches se llamaban para acudir juntos a urgencias.

Cuando la enfermedad que les acechaba esa noche les proporcionaba algo de tiempo, cogían un taxi. Sin embargo, cuando era de vida o muerte se trasladaban al hospital en ambulancia.

Tanto en el taxi, como en la ambulancia, aprovechaban para contarse con todo lujo de detalles cada una de sus sensaciones haciendo así más liviano el camino. Hablaban sobre la velocidad a la que iba su corazón, si les parecía que se les había parado de golpe o sobre cómo sentían que una sensación extraña les invadía el cerebro.

Y así, compartiendo su miedo, solían llegar a urgencias prácticamente en estado de inconsciencia por la sugestión de los síntomas y la conversación.

Sin embargo, ese día algo fuera de lo normal había ocurrido, ya que su amigo Don Jacinto no despegaba los labios desde que había llegado. Algo anormal en él, pues solía iniciar las conversaciones repasando todo lo que había sentido durante el mes y a qué pruebas médicas se había sometido. Pero ese día callaba.

Tal era su mutismo que sus dos amigos le preguntaron qué le ocurría, pues sin duda de algo grave se trataba.

Levantando los ojos hacia ellos, comenzó diciendo algo que sus dos colegas ya sabían.

“Como sabéis siempre he resistido la tentación de acostarme con una mujer”.

Sus colegas asintieron.

“Hace dos semanas se trasladó a mi barrio una vecina nueva, que ahora vive justo encima de mi apartamento. En principio la traté con amabilidad procurando, como siempre, no tener contacto alguno con ella. Le expliqué que debido a una manía, no me gustaba saludar dando la mano o de cualquier otra forma que implicase tocar a otra persona. Ella lo aceptó, pero no por ello dejó de llamar a mi puerta para solicitar algo, pedirme cosas que necesitaba, hasta que… una noche me embaucó y doblegó la voluntad que siempre había tenido de mantenerme puro y casto”.

La cara de sus colegas sufrió una transformación. El horror se adueñó de sus caras. Evidentemente, su amigo había cedido a la tentación después de toda una vida de preservarse limpio de virus.

En principio, y a pesar de su preocupación, ambos amigos intentaron consolarlo con frases tranquilizadoras.

Pero en mitad de su charla se dieron cuenta de que los brazos de Don Jacinto colgaban desmadejados de una extraña manera de la silla en la que se encontraba sentado, su cuello se encontraba un poco ladeado y sus párpados, que apenas podía mantener abiertos, daban la sensación de cansancio extremo.

“Ese es el problema”, dijo, Don Jacinto.

“Desde que me he acostado con esa mujer, mi fuerza vital se ha desvanecido. No sólo me hallo contaminado por todo tipo de bacterias y virus a causa del contacto tan íntimo que he tenido la debilidad de mantener con ella, sino que, además, mis fuerzas han mermado considerablemente. He sido víctima de mi falta de voluntad y eso ha absorbido toda mi energía. Desde hace dos semanas casi no puedo mover los brazos, me cuesta caminar y hasta comer. Me muero, lo sé, me muero”.