Las informaciones que recibimos a través de los sentidos, se alojan en nuestro cerebro y graban en nuestras mentes situaciones agradables o no tanto.
Muchos de nosotros hemos evocado recuerdos al escuchar de nuevo una vieja canción que nos ha transportado a un momento del pasado.
Todos sabemos que tener un enfermo en casa es estar consciente, o inconscientemente, siempre en estado de alerta.
Evitar el estrés es recomendable, pero no siempre posible.
El comienzo de una situación de estas características parece en un principio pasajera, pero cuando se prolonga, produce un estado de agotamiento difícil de describir para quien no lo haya pasado.
El estado de alerta del principio hace que durante los primeros meses te alarme cada sonido, cada chasquido y que, dejar al enfermo unos segundos te parezca un riesgo demasiado alto.
Al ver que la situación se estabiliza y se prolonga, aunque no bajes la guardia, decides facilitar en lo posible lo cotidiano.
Y así fue como, con el fin de evitar lanzarnos a recorrer el largo pasillo acompañadas de una agradable taquicardia y consiguiente susto, a mi madre y a mí se nos ocurrió hacernos con un aparato inalámbrico de llamada que tiene un receptor y un emisor.
En principio nos pareció muy cómodo, pues su señal atraviesa paredes, puertas o cualquier obstáculo físico, lo que no sabíamos es que nos iba a atravesar el cerebro y tampoco, que iba a ser de por vida.
El aparato en cuestión disponía de tres melodías y escogimos la más discreta. Un sencillo “Ding, Dong”, que sonaba cuatro veces y en un tono muy alto.
Cuando lo hicimos, desconocíamos que esa melodía iba a cambiar nuestras vidas.
El timbre que se utilizaba para llamar en caso de urgencia, pasó a tener otras funciones.
Pasados unos meses, el enfermo lo utilizaba alegremente para llamar a «sus mayordomos», que seguíamos recorriendo el enorme pasillo a trote y con taquicardia.
Como digo, el sonido significaba urgencia, un desmayo o una bajada de algo o una subida de lo otro, pero poco después, la cosa se desvió hacia fines más banales, tales como averiguar qué había esa noche de cena, o preguntar si sabíamos el horario de algún partido de fútbol.
Fuera lo que fuera lo que ocurría dentro del salón, ese sonido para nosotras seguía significando alarma. El mal estaba hecho.
La alarma, que nos iba a servir de ayuda, se convirtió en un castigo, en una obsesión. Ese sonido penetrante, impertinente, que interrumpía todo para disparar el pánico y que llegamos a odiar.
Durante tres días a la semana, mi madre y yo tenemos unas tres horas libres para estar juntas y solas. No sin sentido de culpa, las exprimimos para reponer fuerzas, tomarnos un café en una terraza, hacer recados, arreglar papeles o visitar médicos.
Un día, sabiendo que necesitábamos un descanso de todo aquello, se me ocurrió regalarnos algo agradable y que no significase esfuerzo.
Y en las pocas horas libres de aquel día nos decidimos a introducir algo de frivolidad en nuestras vidas. Nos fuimos de compras. Estaba segura de que aquello nos haría desconectar.
Algo agobiadas por el calor entramos en la tienda más cercana a nuestra casa y con el aire acondicionado más frío: Massimo Dutti.
Cruzamos el umbral de la tienda y nada más entrar…
¡DING, DONG, DING DONG!
¡El mismo sonido! ¡No podía ser! Aquella tienda tenía el sonido del timbre que nos atormentaba a todas horas.
Ese sonido alto, impetuoso, alarmante con su efecto devastador.
Nos quedamos paralizadas en la puerta y por eso mismo, no sonó cuatro veces, sino ocho.
No hubo más remedio que entrar. Y lo hicimos, pero porque nos quedamos en blanco. Lo sensato hubiese sido salir de allí corriendo.
Ya en mitad de la tienda nos mirábamos aterradas pensando en la salida.
¿Por qué habíamos entrado en la única tienda de Inditex que tenía el mismo sonido que oíamos a las tres de la mañana o a las cinco de la tarde, día y noche y del que sólo pretendíamos descansar unas horas?
Dimos unos tímidos pasitos e hicimos como que nos fijábamos en unos pantalones, pero en realidad nuestras neuronas estaban disparadas como si preparásemos la fuga de Alcatraz.
Nos miramos incrédulas, derrotadas.
No había esperanza, aquel sonido nos perseguiría para siempre. Sabíamos que las tiendas de Massimo Dutti estarían vetadas para nosotras de por vida.
¿Y cómo íbamos a salir de allí? Aquello era ridículo y dramático.
Paseábamos nuestros rostros teñidos de tristeza, la tristeza del que se siente atrapado en una situación de la que no sabe salir sin pasar por lo que no quiere.
Deambulábamos sin rumbo por la tienda como si nos hubiesen enjaulado, con la sensación de tener una alarma colgada del cuello que saltaría al cruzar la salida.
Atrapadas en Massimo Dutti. Qué triste.
Mi madre me miraba cabizbaja, incrédula, con mirada entre enfadada y deprimida. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo y apenas podía sostener el bolso ante aquel estrepitoso fracaso.
El acuerdo fue unánime. No había otra solución. Ambas miramos a la puerta y un sudor frío recorrió nuestro cuerpo mientras enfilábamos con paso firme la salida.
¡Ding, Dong, Ding, Dong!
“Hasta luego, que pasen una buena tarde. Vuelvan cuando quieran”, llegamos a oír tras nosotras. Ambas nos volvimos y le lanzamos una mirada asesina.
Esa noche, ya en casa, casi no recordábamos el incidente. El cerebro suele defenderse bien cuando quiere olvidar y conseguimos relajarnos.
Cocinábamos tranquilas mezclando risas con pimienta, cuando de pronto, todo regresó.
Cuando sonaba el cuarto “Dong”, yo ya me encontraba en el salón con el corazón a cien y dispuesta a todo.
“¿Qué te pasa? ¿Estás bien?” grité.
Entonces, con mirada entre risueña y relajada, él me preguntó: ¿Sabes qué hay de cena esta noche?
Atrapada en Massimo Dutti. Una de tus mejores entradas, no digo la mejor, eso de la mejor se queda para los pequeñitos de a quién quieres más, mi niño, a papá o… Y ya que adoro dar la nota -por ejemplo que se me castigue y además en público, pero en condiciones… mmmmm… ¡mi adorable y nunca bastante loado monsieur Donatien Alphonse François de Sade!-, te regalo una observación, y lo que hagas con ella no es ya de mi incumbencia. Si un bloguero, el que sea, un escritor, mantiene su estilo con la regularidad esperable, es decir, si consideramos que no se despierta cada día siendo otra persona, sino la misma -ya, pero es que se crece física como intelectual o literariamente más despacio que de un día para otro-, y un buen día escribe, se lee a sí mismo antes de publicar, y sabe, le consta que, como mínimo alcanza la calidad habitual, pero aun diría que se ‘huele’ que un pelín más de la habitual, pero resulta que precisamente esa entrada tiene menos ‘me gusta’, o menos comentarios, o menos lo que sea, ¡bingo!, ni lo dudes, querida, es que has hecho de nuevo un texto superior, aquel escalón, que culminará en otro tramito.
Y me juego lo que quieras a que esta nota si que no vas a responderla, pero ¿a que no sabes por qué, eh? ¡Por larga, preciosa, por vasta, por extensa, por coñazo, pero es cierta más que la luz del mediodía! Enhorabuena. Ah, y por cierto -tranquila, es la maldita deformación profesional-: ni de coña aspires a tener que ser buena cada día, o en función de notas halagadoras, como esta misma, en función del número de pinchazos, del me gusta, de los piropos que recibes por la calle de los que te leen, etc., todo despropósitos que nada o muy poco tienen que ver con el acto de escribir. Es más, si notas que te empieza a crecer en el interior un monstruo, ese que te hace pasar sed de piropos, de y mayores… estás perdida, amor meu. No hay monstruo más devorador de razón, sentimientos, acciones, vidas, y propias como ajenas, al tiempo que absolutamente ridículo e hilarante, que la vanidad. Y sin embargo, merodea en torno a todos nosotros.
Y ahora, no en serio, porque en serio escribí todas y cada una de las líneas anteriores; en más de obligada cortesía, y que nos dure a todos, por cierto. Dispensa la libertad que me tomé tanto en lo que cualquier maestro llamaría contenido, cuanto en la extensión de la nota. Pero sabes, o intuyes, que, como hay peces de colores insípidos e insulsos, hay peces abisales de los que aman amedrentar a los niños o las mujeres jóvenes, guapas y blogueras como tú:-)
La extensión de tu comentario está muy lejos de molestarme. El simple hecho de haberte molestado en hacer una crítica tan extensa demuestra, primero, que me has leído, segundo, que tienes el valor de darme una bofetada en plena cara para decirme cómo, según tú, debo seguir escalando en esto que llaman escribir, bloggear, o desnudar, tu yo en público.
Si, además, la bofetada viene de alguien como tú, cuyos escritos y otras cosas admiro profundamente, aún me siento más ruborizada.
Sé bien que no puedo aspirar a ser buena cada día, habrá entradas buenas y malas. Otra cosa sería harto aburrida y lo imperfecto es mucho más atractivo que lo que no lo es, si es que esto existe.
Es cierto que todos los que escribimos, o lo intentamos, nos sentimos tentados a escribir esas entradas cortas y tontorronas, que son las que por general tienen más “me gusta” que las extensas y “quizá mejores”. A veces se escriben para que, siguiendo ese rastro, los lectores se desvíen hacia las otras, sin embargo, compruebo que eso no funciona.
Aunque, he decir, que las cortas tienen también su cosa, porque ¿qué hay de malo en inventar una historia o en que la historia tenga un punto romántico sin que vaya mucho más de ahí, pero que haga despegar un poco los pies de la tierra a mis lectores? En otras palabras, ¿por qué hay que leer siempre a Cervantes cuando hay días en los que te apetece más Corín Tellado?
Sin embargo, me veo obligada a darte la razón. La vanidad es una enfermedad peligrosa que todos padecemos en mayor o menor medida. Como tú muy bien dices “No hay monstruo más devorador de razón, sentimientos, acciones, vidas, y propias como ajenas, al tiempo que absolutamente ridículo e hilarante, que la vanidad. Y sin embargo, merodea en torno a todos nosotros”.
No sabes cuándo agradezco y aprecio tu bofetada. No dudes en darme más cuando te plazca. Pondré la cara incluso. Critícame. Ofréceme tu punto de vista.
Despiértame si ves que caigo e intentaré levantarme. Procuraré seguir escribiendo sólo para mí, alejar en lo posible al monstruo de la vanidad y mantener mi estilo, o mejor dicho, dejar que éste crezca y se convierta en algo que quizá algún día algunos quieran leer.
Después de tu extenso comentario, seré mucho más feliz cuando no me llegue ningún “me gusta” porque sabré que voy por buen camino 🙂
Gracias de nuevo y un beso.
Livia
¿Sabes? En este momento, delante de esta entrada, me encuentro un poco confundido, algo asustado y muy indeciso. Y es que no sé si se trata de una historia real o algo que ha salido de tu imaginación. No tengo ni idea. Y evidentemente el modo de responderte, o comentarte algo no tiene nada que ver si se trata de una cosa o de la otra.
Debo decirte, a grandes rasgos puesto que no es plan de lanzar mis penas al aire, que yo he vivido una situación familiar. Durante cuatro años. Y créeme que eso me marcó profundamente. Me convertí en la peor versión de mí mismo. Agrio, enfadado con el mundo, roto por dentro. Y créeme si te digo que hoy, que ya han pasado diez años, aún llevo esa cicatriz que a veces duele.
Tienes el extraño don de hacer que me sienta cómodo contigo, espero algún día poder charlar tranquilamente.
Un beso
Fer
Pues, desgraciadamente, es una historia real.
Y yo no me he convertido en la peor versión de mi misma, aún… pero sí en la más cansada y estresada.
Aunque, como puedes ver por mi entrada, intento mantener mi humor intacto, tanto en el blog, como en la vida real. A veces, no resulta fácil.
No sé cómo me va a marcar esta época en el futuro. De momento, intento aguantar como una roca. Ser hija única tienen ventajas, pero creo que las desventajas son mayores.
Quizá, en el futuro, podamos hablar de ello. Me gustaría escucharte.
Gracias por haberme leído, por tu comentario y por hacer que sienta que hay gente que ha pasado por la misma situación y que es capaz de entenderlo.
Un beso,
Livia.