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Se encontraba perdido en una realidad anodina que le indujo a creer cuentos que llegó a utilizar para prolongar su existencia.

Se ahogaba perdido entre una multitud de gente toda igual con lo que su aislamiento aumentaba.

Se sentía atrapado en una vida insulsa girando de forma incesante en busca de pequeños y vulgares placeres.

Hablaba sin hablar, ya que sus palabras eran prestadas.

Oía sin oír, ya que las conversaciones no lograban captar su atención.

Y escondía la cabeza entre historias de vidas que llegó a pensar eran la suya propia.

Su vida eran los libros.

Noche tras noche al llegar del trabajo hundía su cabeza en ellos, acompañado por una botella tan solitaria como él.

Hasta que un día despertó creyendo que él era el protagonista de las interminables historias que leía.

Y comenzó a hablar según lo que la ficción dictase en su cabeza, volviendo a ser dueño de sus palabras. Incluso inventado sus propios términos.

Nadie entendía de qué hablaba porque se dirigía a los personajes que habían salido de la ficción para formar parte de su realidad.

Ellos contaban historias llenas de magia, que sí merecían ser escuchadas.

Y así fue como lo tildaron de loco.

En su locura inventaba su vida cada día y, de esta manera, no había día igual al anterior.

Creó su propio mundo en el que todo era aventura.

Una vida en la que él decidía y que se atenía a las normas que él mismo se imponía.

Los demás continuaron en sus oficinas, repitiendo día tras día lo que habían hecho el anterior, perdidos en una desvaída realidad, vagando sin sentido.

Hordas de personas viviendo sin vivir, sin hablar, sin escuchar.

Todos locos su juicio.

El cuerdo siguió viviendo rodeado del resto del mundo, un mundo de locos.