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Antes era un fantasma

Recuerdo cuando hace tiempo me resultaba fácil entrar en todas partes, a pesar de ser tan tímida.

La razón era simple: Era un fantasma.

La gente no me veía, ni jamás se percataba de mi presencia. Es más, incluso no oía mi voz, yo misma llegué a pensar que era invisible por alguna razón que desconocía.

Lejos de molestarme, esto me resultaba extremadamente cómodo. Lo que una persona tímida suele pretender es pasar desapercibida y yo lo lograba sin esfuerzo alguno por mi parte.

Mi invisibilidad llegó a su punto álgido en mi adolescencia.

Cuando me acercaba a algún grupo de compañeros para pedirles apuntes, raro era el día en el que alguien del grupo me contestase, ya que no me oían, ni me veían.

Si levantaba la mano en clase para responder a cualquier pregunta que el profesor planteaba, éste no veía mi mano en ninguna ocasión por mucho que yo la agitase. No se puede ver la mano de un fantasma.

Si tenía que leer en alto, se multiplicaban las voces que afirmaban que no me oían, aunque yo me esforzase en lo contrario.

Reconozco que, en algunas ocasiones, resultaba incómodo ser tan invisible porque al no ser vista por nadie, tampoco nadie se acordaba de mí para decirme que había alguna fiesta o que el examen había cambiado de fecha.

A medida que pasaba el tiempo las sospechas sobre mi invisibilidad se fueron incrementando, hasta que un terrible día todo quedó al descubierto debido a la indiscreción de alguien que me puso al corriente de la cantidad de gente que estaba pendiente de mí.

Descubrí con horror que me veían, aunque trataban de que yo pensase que no lo hacían.

Este descubrimiento fue mucho más duro que el día en que me enteré de quienes eran los Reyes Magos.

Desde este aciago momento mi perspectiva del mundo cambió.

Pasé de ser un fantasma a darme cuenta de que todo el mundo era consciente de mi presencia y aquello puso mi mundo al revés.

Entendía de pronto que no era casualidad, por mucho que mirasen hacia el cielo, la razón por la cual las señoras se asomaban a las ventanas de mi barrio a la hora exacta que yo salía del portal de mi casa.

O el motivo por el que mis compañeros sonreían desde sus coches al ver cómo me empapaba, esperando al bus bajo una intensa lluvia.

Como si de un desencadenamiento de descubrimientos de tratase, empecé a ser consciente de los motivos por los que en la peluquería siempre intentaban cortarme el pelo, o me hacían tanto daño cuando me peinaban.

Entendía por fin aquella «broma» en la que esas chicas mayores que yo, me habían colgado durante tanto tiempo por los brazos de aquel balcón del colegio cuando contaba sólo siete años.

Comprendía entonces por qué cuando salían las listas de los exámenes, sólo me enterase de la nota si había suspendido, ya que en caso contrario regresaba a mi estatus de fantasma.

Recuerdo la cantidad de llamadas que recibía a casa sin que nadie contestase al otro lado. Imagino que para comprobar dónde estaba.

Razones de sobra había también para que, a pesar de que tanta gente no me saludase, parasen a mi madre por la calle para preguntarle detalles sobre mi vida.

Y también supe por qué todas las personas que nunca me habían dirigido la palabra, se lanzaron a hablar conmigo para convencerme, vehementemente, de que no abandonase mi ciudad natal y no fuese a estudiar a la Universidad de Salamanca. Creo que nunca me había hablado tanta gente ¡Qué liberación no haberles hecho caso y abandonar todo aquello!

Al fin y al cabo, ¿qué les importaba un fantasma?

Conservo mil y un recuerdos de mi época como fantasma, y ahora que ya he crecido, mi problema es que ya no logro ver a toda esa gente aunque la tenga delante de mis ojos.

Se han convertido en fantasmas.