Etiquetas

,

 

5167a3032eb947bab2b6e9fbc786e984

Hoy es un día cualquiera.

Ocurren muchas cosas, pero no pasa nada, nada que me despierte.

Estoy dormida.

Ejecuto mil tareas con la única idea de terminar el día.

Y en medio de la nada que me rodea ese día, cometo el error de pararme a pensar.

Me pregunto por qué repito de nuevo en el trabajo ese discurso a gente que me atiende, pero no me entiende.

Reflexiono sobre cuál es el estúpido motivo que me empuja a preparar la cafetera del día siguiente para que esté lista al terminar de ducharme.

Me paro. Pienso.

Los diálogos que mantengo conmigo misma son inconexos, repetitivos y carentes de significado. Me producen una inexplicable ansiedad.

Pensar es bueno, pero debo abstenerme. Lo sé.

Durante este tipo de días todo es absurdo, hasta pensar.

Lo que ayer tenía sentido, hoy carece de él.

Hay que esperar.

Mis conclusiones serán como esas que se obtienen en la irrealidad de la noche, cuando piensas que el mundo duerme.

Hay que pensar durante los días apropiados, sin embargo, no puedo evitarlo.

Durante estos días absurdos distorsionas la realidad, pero una especie de masoquismo me impulsa a seguir desenredando un hilo infinito de ideas incoherentes.

Nado en ideas ilógicas, en conclusiones mojadas de un gris plomizo que se adhiere como el pegamento a mis ideas y del que me resulta difícil desprenderme.

Parece que todo el mundo duerme menos tú.

Aunque la realidad es que ellos están tan despiertos como tú, ocupados en llegar a sus propias y absurdas conclusiones.

Están despiertos viviendo su propio día absurdo.

Lo absurdo es no compartir estos días, para que tu perspectiva y la de los demás, se vuelvan reales.