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Su rostro sin gesto y su voz rasgada, lo delatan.

No le gusta lo que ve, pero sonríe cansado de intentar cambiar el sistema desde dentro.

Sabe que él es el último pasajero de aquella época en la que los sueños, no sólo estaban permitidos, sino que eran posibles.

Su alma demasiado nítida habla a través de la mirada, dulce y profunda, del que se comunica sin mover los labios.

Ha perdido los teléfonos de todos los que estuvieron una vez en su vida. Y ahora se pasea con las manos en los bolsillos vacíos buscando algo que nunca termina por encontrar.

Los espejos reflejan mentiras, por eso prescinde de ellos.

Su ruinosa poesía es un discurso inacabado que abre un abismo en la mente.

Exhibe con descaro trozos de su vida, retazos de su mundo.

Vive de música, poemas, besos y charlas a última hora de la tarde, pues al abandonar sus poemas se da cuenta de que viven en las calles.

Crea poemas y canciones sin pausa, lo hace sin levantar la voz, acompañado de esa calma que poseen las personas que lo han vivido todo.

Sabe en todo momento que los minutos se suceden, siendo consciente de la hora, pero no por eso abandona.

Escribe y escribe poemas que nadie entiende y sonríe pensando en el día en que sean meridianamente claros para todos. Sabe que ese día llegará.

Su voz inalterable, su paciencia, su constancia, su determinación y su risa intacta se tocan sin mirarse.

Y mientras soporta aplausos carentes de significado, aunque cargados de afecto, observa cómo la tela comienza a rasgarse.

Pues no piensa morirse hasta el día en que todos entiendan lo que con ahínco escribe, lo que sus poemas gritan y lo que su voz calla.

Y ese día podrá cerrar los ojos, contemplando su obra, que dejará de ser un concepto absurdo de palabras hiladas, tras noches en vela, para ser entendido.

Un sueño que lleva toda su vida persiguiendo.