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Me dispongo a disfrutar mi descanso de mediodía en una discreta esquina, bajo el toldo de una terraza en la que se agrupan escasas personas.
Los rayos del sol son fuertes y no puedo evitar sonreír pensando en los partes del tiempo que siempre predicen lluvias de verano en el norte. Supongo que para preservar la imagen típica de mi tierra, o para que todo el mundo se dirija al sur y así, los políticos puedan veranear sin ser molestados. No sé.
Busco mi esquina de siempre. Busco la sombra bajo el amplio toldo desplegado. Una ligera brisa no permite que la temperatura me agobie.
Trascurridos tan solo un par de minutos veo llegar a una pareja. Un matrimonio. Caminan muy juntos, pegados. Ya algo más cerca, observo que él tiene serias dificultades para avanzar. Apoya parte de su peso en ella, que es claramente más joven que él.
Ambos deciden sentarse en la mesa contigua a la mía, quizá por ser la más apartada del par de grupos que hay en la terraza.
Intento ser discreta para evitar que se sientan observados.
Las maniobras que llevan a cabo para que él se siente requieren práctica y tiempo.
No puedo, de todas formas, evitar que se me escapen miraditas con el rabillo del ojo.
La mujer va enfundada en unos vaqueros grises que combina con una blusa blanca. Su brazo está tenso. Puedo ver que tiene que repartir el esfuerzo entre el brazo y una pierna, igual de pétrea que el brazo para poder aguantar gran parte del peso de su marido. No por ello pierde su sonrisa.
Mientras, el marido se entretiene con casi todo lo que se le planta delante de los ojos.
La mirada de la mujer se clava en la silla que por fin está a un par de centímetros de las piernas de él. Parece ansiosa por librarse del peso.
El marido antes de sentarse y con las piernas dobladas ya, preparadas para el esfuerzo final, se detiene para leer el gran cartel de la entrada que expone todos los platos del día.
La mirada de la mujer está entre ansiosa a desesperada por la innecesaria parada.
No conforme con leer todo en voz alta y mientras ella hace toda la fuerza de la que es capaz para sostenerlo con su brazo y pierna el tiempo, le sugiere en voz dulcemente baja que lea todo, pero una vez sentado.
El esfuerzo de ella y su dulzura no me cuadran. Más bien parece la voz de una contenida resignación.
Haciendo caso omiso de los consejos de ella, él no se sienta hasta no haber leído hasta los postres en voz alta.
-“Bueno, ahora ya sabemos lo que hay”- dice satisfecho. Su atención se desvía por fin hacia la silla, y por fin decide mover la pierna que lleva unos cinco minutos medio doblada, concediendo así un descanso a los músculos de ella.
Por fin, alcanzan su objetivo. Ella se masajea el brazo, poco después se levanta y busca un periódico que le entrega a su marido para que pueda seguir leyendo.
Después de haber pedido, él se concentra en su lectura sin dejar por ello de farfullar por lo bajo todo lo que lee. Observo que la mirada de ella se dirige hacia las copas de los árboles, como si mirase al cielo.
La brisa se intensifica un poco pero puedo oír claramente cómo ella inspira el aire como si buscase su instante de paz. De hecho, cierra los ojos.
En ese preciso momento, él tose ligeramente. Como por arte de magia, veo que algo sale disparado por los aires dibujando un arco casi perfecto.
No parece que nadie se haya dado cuenta del disparo del objeto volador, ya que todos charlan animadamente.
Veo cómo ella reacciona levantándose de forma rápida, pero elegante, con movimientos similares a los de una bailarina de ballet y con una frialdad que querría para sí cualquier jugador de póker.
Es precisamente esa frialdad la que me produce curiosidad y la que me impide dejar de observarla.
Camina un metro y pico para posteriormente agacharse a recoger con precisión de relojero suizo, el objeto que ha volado y caído en mitad de la terraza.
Jamás he visto una cara más impertérrita. Empiezo a sospechar que se trata de algo ensayado, como esas obras de teatro callejeras en las que te ves inmersa hasta que te das cuenta de que todos los que te rodean son actores y tú el único idiota no enterado. No es el caso.
La mujer lleva un pañuelo y, rápidamente, envuelve algo de tal manera que resulta imposible adivinar de qué se trata.
Me siento realmente frustrada, pues cuando llega a la mesa, deja el objeto que ha recogido en el pañuelo dentro de su bolso.
Él levanta la vista del periódico y la mira.
Ahora me doy perfecta cuenta, pues la cara del pobre hombre ha quedado trasformada en la de la rana Gustavo: la dentadura de arriba. Eso es lo que había salido volando, como en las escenas de las películas cómicas, sólo que en aquel momento carecía de gracia.
Ninguno de los dos mencionó el tema. Se comportaban como si a uno le cae una oreja al suelo y comenta qué le ha parecido la ópera que ha visto la noche anterior. Era una elegancia que parecía ensayada.
Entonces ella se dirige hacia él y le dice con dulzura: “¿Vas poder tomar el helado que querías de postre, corazón?”
- “Chi, claro”- responde él- “el helado no se muerde”.