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Hace calor.
Un calor insoportable en toda la ciudad.
El aire acondicionado me pone mala.
Puedo soportar a duras penas unas sandalias y un vestido.
Mi mejor refugio es un edificio de piedra.
Una iglesia.
Está fresca, fría, helada. Allí dentro puedo respirar.
Aunque la ausencia de gente es relajante, también desprende un aire de misterio que no me apetece respirar en ese momento.
Esa noche necesito acercarme más a la vida, por lo menos un poco.
Busco el bullicio de una noche de verano que hasta el momento se ha hecho demasiado larga.
Dentro de los seculares y densos muros de piedra empieza a hacer demasiado frío.
Me voy.
La ola de calor vuelve a golpear mi cara.
Camino sin rumbo.
Hay gente en la calle.
Corros de gente se arremolinan en mitad de la calurosa noche.
Me paro ante un edificio de piedra que parece una mezcla entre el castillo del Rey Arturo y una biblioteca.
Es un club, construido dentro de una iglesia de piedra, cuyo alquiler se paga a las monjas.
La voz desgarrada y grave de Chris Isaak canta “I can´t help falling in love with you” de Elvis Presley.
No puedo evitar entrar.
Nadie puede resistirse a esa combinación.
Dejo aparcado a la entrada el calor, que no cede un ápice.
Me acerco a una especie de rueda de piedra que hace las veces de mesa y apoyo los codos, llevándome una mano a la frente para retirar un mechón de pelo de mi cara.
El ambiente es distendido.
La piedra me transmite el frío que ha acumulado a través de siglos de espera.
Estoy en una ciudad en la que huir del calor es fácil y en la que para realizar un viaje a través de los siglos no necesitas medio de transporte.
Me rodean frases en latín escritas por todas las paredes.
Pido algo con mucho hielo.
El calor lo justifica.
Piedras centenarias, hielo, alcohol y esa voz rota en mis oídos.
La voz de Chris que se lamenta de no poder evitar enamorarse.
Me parece bien.
Uno debe enamorarse. Es casi una obligación.
El calor que no me dejaba respirar se ha desvanecido.
He abierto las puertas de otro siglo.
Los libros están por todas partes, esperando pacientes a que los apoyes en tu regazo.
La música, con su melodía, me proporciona la calma que necesito.
Apoyo mi brazo desnudo en la mesa de piedra.
Con ambas manos acaricio el vaso para sentir el frío de los cubos de hielo a través del cristal.
Un trago helado atraviesa mi garganta.
Ese convento sigue siendo un lugar de culto. Otra clase de culto. Un escondite de un presente caluroso. Un presente agobiante. Tanto, que impide pensar con claridad y que te obliga a pasear tus ideas en círculos, repitiendo los mismos pensamientos hasta el hastío.
Un laberinto angustioso.
Un presente rápido, agobiante y exigente.
Mis ojos se clavan en la frase escrita en una de las paredes “Alea Jacta Est”. No sé si la suerte está echada pero, por lo menos, esa noche parece que puede cambiarse.
El hielo y el alcohol dejan que me escape para poder regresar a lo que creía perdido.
Quizá esa noche termine acogida por algún otro monumento centenario.
O con suerte, aguante hasta las seis de la mañana y me deje despertar en La Regenta por un café recién hecho.
Creo que sobre esas horas la estatua de Unamuno empieza a hablar. Iré hasta allí. Quiero decirle que yo tampoco me quiero morir.
Lástima que hayas terminado por nombrar a don Miguel, bloguerita, porque desde las primeras líneas me dije ‘ese paisaje es salmantino’ por fuerza. Allá en la prehistoria, en mis tiempos de farra y libros, las monjas no alquilaban iglesias, como mucho, en especial las de clausura, vendían garrapiñadas, yemas artesanales y otras delicadezas elaboradas por ellas mismas; la iglesia debiera dedicarse en general a la repostería, los bordados y los encajes.
Pero, al margen de conventos, monasterios e iglesias, recuerdo que, en el bajo de la Casa de las Conchas, había una especie de lechería-pastelería que vendía unos pestiños como jamás volví a catar. Engordaban, pero siempre pensaba que, si Unamuno era capaz de desafiar al tiempo la catedral, la clerecía y lo que le pusieran por delante, por qué no iba yo desafiar unos kilitos de más. Livia, sé misericordiosa, no cuentes mucho más de Salamanca, podrías matarme
No era mi intención reavivar tales recuerdos.
Creo que la mejor forma de luchar contra ellos es dejar que el pasado forme parte de tu presente. Yo siempre he querido evitarlo, porque sabía que iba a ser muy doloroso volver.
La única solución posible era no dejar de visitarla nunca y comprobar que “mis” piedras seguían en el mismo sitio donde las dejé. Y es lo que he hecho siempre que he podido.
Te invito a un baño de recuerdos, sólo dolerá al principio, después crearás otros nuevos y si no lo consigues nos pondremos a buscar tus pestiños rápidamente 🙂
Cuando quieras nos la recorremos entera. Me encantaría.
Queda dicho.
Un beso,
Livia