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Es media noche.

Las sábanas empiezan a pegarse a su cuerpo por el sudor.

Intenta no despertar a su mujer que duerme a su lado y se escabulle lentamente fuera de la cama hacia el sofá del salón.

Una vez allí, se sienta.

El calor dentro del apartamento es casi insoportable.

Es un piso alto y aunque el balcón está abierto no corre ni una brizna de aire.

Todo es sofocante, hasta sus pensamientos.

Sus ojos se clavan en una esquina del salón a la que mira fijamente, aunque sin verla.

Una de sus manos se desliza hacia el estómago que empieza a frotar despacio, intentando así deshacer el nudo que siente en él.

La misma sensación lleva acompañándolo desde hace días, desde que lo despidieron de su trabajo.

Sin embargo, antes de que eso ocurriese, su vida ya era absurda.

En mitad de la noche neoyorquina, en medio de una ciudad en la que jamás dejan de ocurrir cosas, él se siente como si se hubiese apeado de un tren en marcha en una estación. Y como si todo continuase sin él.

Por la puerta del salón y medio dormida, entra su mujer.

Preocupada, le pregunta qué está haciendo despierto a esas horas de la noche.

El calor…

Ella sabe que no es verdad.

Se arrodilla junto a él.

En medio de todo lo absurdo, ella es la única pieza que encaja en su vida.

Ella no puede evitar fijar su mirada en la mano que él mantiene sobre el estómago.

Los ojos inquietos de su mujer reclaman una respuesta.

Ella se preocupa aún más al ver que él se toca el pecho como si intentase aliviar algo que le molesta.

Está visiblemente nervioso y comienza a hablar casi sin pausas sobre lo absurdo que es todo.

Nada tiene sentido, más aún, es un complot del mundo contra ellos dos.

Su monólogo roza la locura.

Él habla sobre los años que lleva trabajando en la misma empresa, la misma que hace una semana lo ha dejado en la calle.

Recuerda las horas, los minutos, los segundos, no de trabajo, sino de vida, que les ha entregado.

El corazón de ella late algo más deprisa, consciente de que esa larga conversación es el principio de un cambio sin vuelta atrás.

Dispuesta a escuchar, se sienta en el sillón de enfrente.

Centra toda su atención en las palabras de su marido, en sus movimientos, escruta sus gestos para interpretar cuál es el alcance de la crisis de ansiedad que está presenciando.

De un salto, él se levanta y comienza a pasear en círculos concéntricos como si fuese una fiera enjaulada.

Sin resultado, ella intenta calmarlo hablándole suavemente.

Él no cesa de hablar y hablar sin apenas tomar aire.

Mira a su alrededor y sólo ve cosas inútiles, cosas que han comprado a los largo de los años, pero que sirven para poco. Cosas que creían formaban parte de lo que había que tener para alcanzar algo que tampoco ellos sabían lo que era.

Todos los meses, durante, casi, toda su vida ha ido a trabajar y ha comprado cosas, objetos inertes que están allí presentes y que no le sirven de nada.

Sólo el hecho de que lo hayan despedido, en ese espacio tan corto de tiempo, apenas una semana, en la que la vorágine diaria ha parado en seco, le ha permitido poder pensar.

No ha tenido que pelearse con el tráfico, ni con gente maleducada, egoísta, ni con claustrofóbicos ascensores que le producen ataques de pánico, tampoco con jefes tóxicos y acomplejados que odian su vida así como a sí mismos.

Todo ese huracán de insolidaridad que le rodeaba ha desaparecido.

Ha podido darse cuenta de que la vida que había comenzado, hace ahora veinticinco años con su mujer, no era lo que él quería.

Y probablemente, ella tampoco.

Y ahora, desde su apartamento en la planta once de la Gran Manzana ve que vive en una ratonera, en una colmena en la que los vecinos no se conocen y en las que las noches de verano se hacen interminables por el calor de la inmensa ciudad en la que, la huelga de basura, hace que el olor sea insoportable por muy alto que vivas.

Unos golpes en la pared de al lado paran en seco su diatriba, un discurso tan sensato como incoherente.

Ella lo entiende, lo escucha, tienen ese tipo de relaciones en que desde el primer momento han sido dos y en las que nada funciona siendo uno.

Los golpes en la pared de al lado no cesan. Son las cuatro de la mañana y los nervios se ven potenciados por ese insoportable calor del cuarto.

Sin pensarlo dos veces se dirige hacia la pared de los vecinos que parecen estar disfrutando de una pequeña fiesta.

Da dos golpes secos y fuertes, al hacerlo, dibuja dos grandes agujeros en el muro que son tan fuertes como el papel.

Después grita, pero consigue poco, pues el ruido de los vecinos es más fuerte que sus golpes.

Hace más calor, el dolor del pecho continua, la pared ahora tiene dos huecos por los dos puñetazos de su rabia incontenida.

Y él se encuentra más impotente que antes.

Se vuelve hacia su mujer con esa mirada perdida del que se encuentra hundido en medio de un mundo absurdo, inmerso en una pesadilla que ha elegido sin apenas darse cuenta.

Entonces ella se levanta, lo abraza y le susurra al oído que, a veces, es bueno caer para despertarse y comenzar de nuevo desde el principio. Desde el día en que te das cuenta de que una etapa de tu vida se ha terminado para siempre es cuando tienes la certeza de que prefieres arriesgar a quedarte donde estás.

Mañana empezaremos a construir otro mundo distinto a éste y lo haremos juntos, como siempre.

Ese día comenzó una crisis de ansiedad que duró meses y, después de mucho tiempo viviendo en la oscuridad, nació un escritor.