Me encantaba observar cómo hacía saltar las almendras de su mano a su boca con una gesto ágil y rápido mientras mantenía sus ojos entreabiertos observando un punto imaginario en el vacío. No recuerdo haber visto que ninguno de los frutos secos terminase en el suelo. Puros reflejos, de eso trataba el juego.
Nos hacía pensar mediante su semblante estático que andaba ocupado resolviendo algún problema que a los demás no nos incumbía. Siempre supe que lo que hacía era disfrutar de su whisky , así como de la animada conversación de sus, por entonces, dos mujeres favoritas.
Era un hombre que había heredado sus maneras de aquellos sesenta tan difíciles de olvidar. Había pasado por miles de libros. Había copiado ese aire existencial de Jean Paul Sartre. Se había vestido de negro para poder deprimirse con convicción. Había visto incomprensibles películas europeas que tenían un mensaje que nadie se atrevía a confesar que no había captado. Había puesto cara de póker y hasta lo había jugado. Había jugado a lanzar naranjas o huevos al aire trazando rápidos círculos para probar sus reflejos. Leía libros sobre artes marciales. Se había pasado noches en vela de charlas infititas para librase de síntomas que lo perseguían por pura genética. Todo ello y más, formaba parte de él.
Lo recuerdo delgado, solía mantener las piernas montadas una encima de otra. Le molestaban las playas. Disfrutaba en silencio de que su mujer lo engañase para que nos perdiéramos por insólitos caminos en el coche. Despreciaba a la gente que era incapaz de desarrollar una idea. Despreciaba a muchos. Encontraba que los niños estaban intelectualmente poco desarrollados. Le gustaban los restaurantes caros. Huía de las multitudes. Le gustaban las películas de ciencia ficción. Era capaz de cambiar de universidad si no quería examinarse de una asignatura. Sonreía a los descerebrados, pues consideraba inútil contestarles. Se tomaba con humor que algún despistado apagase las luces en sus conferencias. Apagaba los recuerdos. Pensaba que la gente no debía desplazarse en medios que no rozasen el suelo. Y le gustaba el whisky con almendras.
Solía fingir que resolvía alguna premisa metafísica, filosófica o lógica, le gustaba ese sufijo. Lo cierto, es que las resolvía.
Sin embargo, en aquellos momentos de whisky y almendras, todos sus pensamientos se centraban en su pequeño juego con aquellos frutos secos. Sé que, aunque lo disimulase, disfrutaba con aquellas minúsculas reuniones en familia a pesar de su fingido aislamiento.
Durante esos ratos de whisky y almendras era feliz. Y nosotros también.
De vez en cuando, despertaba y se unía a la conversación en un tono bajo y contenido. Para más tarde, seguir comprobando que sus reflejos funcionaban, primero con las almendras y después con el coche.
Hoy en día, durante sus conferencias, escucho estupefacta cómo se disculpa ante una panda de jóvenes y no tan jóvenes. Se disculpa por saber demasiado. Se disculpa antes de hablar. Y es que ya se sabe que, saber más que otros, hoy en día, te puede causar muchos problemas. Total, le da igual. Procura mantenerse dentro del círculo porque considera esa lucha inútil. Quizá lo es.
Creo que sigue jugando a tirarse almendras a la boca, pero éstas tienen ahora el amargo sabor a desilusión. Y su fingido aislamiento de antes, se ha convertido en real.
Por lo menos, espero que siga con la misma dosis de whisky o que la haya aumentado.
Hmmm… Déjame adivinar. Excepto por uno de los datos que proporcionas, y quizá por despistar al respetable, ¿podría estar emparentado contigo ese personaje?
Pues sí y contigo también.
Hala… ahora tengo antojo de almendras… por tu culpa… de whisky no, soy más de ron, pero con mucho menos encanto y glamour y esas cosas que tú tienes por aquello de los genes.
Besos
Pues ya sabes, a por ellas, que son muy sanas 🙂
Besos