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Había pocas cosas que no me gustasen de ella.

No podía dejar de observar su manera tambaleante de caminar sobre aquellos tacones inexplicables.

No me explicaba la crueldad de su rostro, ni la repentina aparición de su belleza al sonreír.

Me hechizaba el poder de atracción de cada uno de sus gestos.

Me obsesionaba pensar que se concentraba para decidir si me quería o no en su vida, si me prefería delgado, musculoso, callado o muerto.

Sé que no sabía si deseaba abadonarme.

Me atormentaba su escrupulosa mirada sobre cada unos de mis movimientos.

En realidad, no importaba porque hiciera lo que hiciera, no podía dejar de pensar en ella como un misterio que jamás alcanzaría a descifrar.

Desde que aquel día lluvioso y gris en aquella ciudad rota por disparos de guerras inútiles, no he dejado de morir por puro miedo a que un día me aparte de su vida y no volvamos a compartir esos pequeños bocados de existencia juntos.

No quiero volver a sentirme solo, furioso y desencantado en esas noches de alcohol y mañanas de resaca en las que me mantenía despierto cuando todo el mundo dormía.

Prefiero la agonía de cada minuto con ella.