Etiquetas
Estaban a punto de cruzar la calle.
El marido, moreno, bajo y gordo, agarraba de la mano a su delgada alta y rubia mujer que lucía una melena estratégicamente ondulada por manos expertas y que se hallaba pendiente de su cuidado aspecto, al que dedicaba horas.
Una niña de unos cinco años jugaba entre los pantalones de su madre y, de vez en cuando, se metía entre las piernas de su progenitor, el cual, a duras penas, podía mirarla sin fruncir el ceño y ordenarle que se estuviese quieta.
La madre iba vestida con ropa de marca de una calidad y precio excepcionales. Y según parecía, se sentía orgullosa de llevar a su lado a quien, sin duda, pagaba sus elevados gastos.
Guapa como era, había tardado demasiado tiempo en casarse y, tras muchos esfuerzos, lo había conseguido.
Los tiempos en los que se había visto obligada a salir sola o acompañar a amigas que ya habían pescado marido, pertenecían al pasado. Ya no hacía falta que dulcificase su tono al hablar para caer bien. Ahora, ya era una mujer casada y no necesitaba esforzarse más. Podía, por fin, descansar.
La niña era feliz correteando mientras la luz de aquel semáforo no daba paso a la pareja.
De pronto y sin mediar palabra, en un rapto de genio incontenido, la mano de él se posó violentamente en el rostro infantil de su hija. Y, en unos segundos, la cara de la criatura golpeó el duro asfalto. El cuerpo de la pequeña había sido arrastrado al suelo bajo el poder de aquel violento manotazo de odio desmedido que el hombrecillo no pudo, o no quiso, reprimir.
Se oyó un alarmante grito de dolor de la niña, que rompió a llorar al sentir la fuerza del duro asfalto sobre su cara. A causa del manotazo se había quedado tumbada en mitad de la acera. En su desesperación, levantaba sus brazos hacia su madre en un gesto de súplica, intentado que la cogiese entre sus brazos.
Él se disculpaba con su mujer, diciéndole que la niña lo había provocado ya que no dejaba de moverse.
Normal, las niñas de cinco años suelen mantenerse quietas, comportarse como estatuas de sal, raro es que jueguen y molesten.
La madre miraba al frente sin mover un músculo aunque el terror se podía leer claramente en su rostro.
Parece que, el gordo piernicorto, no sólo perdía los estribos con la niña, pues la reacción normal de una madre hubiese sido levantarla inmediatamente de la acera para comprobar que no se había abierto la cabeza.
Claro que, es de muy mala educación hacer gestos innecesarios en público y además, si te decantas por ayudar a tu hija, ¿quién te va a pagar la ropa en primavera?
¿Me permites ser levemente sarcástica por una vez y sin que sirva de precedente, que dicen, Livia?
Esa madre hizo lo que debía, es decir, quiero suponer que sencillamente estaba tratando de educar a su hija en sus propios principios y modus vivendi, es decir, que no fuera a creerse la criatura que una vida regalada, las atenciones y tratamientos de belleza, el vestir marcas, etc., etc., llueven del cielo… Y recuerda que la letra con sangre entra.
Te contestaré de la misma forma: «Quizá fuese eso. Puro adoctrinamiento».
Besos,
Livia
Hacía tiempo que no leía nada tuyo, se te echaba de menos. Bienvenida de vuelta.
Besos
Fer
Pues he seguido escribiendo.
Gracias, de todas formas 🙂
Besos,
Livia
Me recuerda al texto de Carver. Parece una tontería recogido en su obra, Catedral. Al igual que el texto de Carver, este texto nos enfrenta con lo más cruel del ser humano
La verdad, Carmen, es que realmente me halaga haberte recordado a un relato de Carver.
Agradezco tu acertado comentario sobre lo cruel que se puede llegar a ser.
Estas escenas de terror suelen ocurrir en medio de lo más cotidiano, como este paseo de estos padres con su hija.
Un saludo,
Livia
Tiene toda la ironía de un relato de Carver. Es directo, rápido…
Es todo un logro para mí recordarte a un escritor tan excepcional como Carver.
Agradezco tu comentario, Carmen,
Un saludo,
Livia