Sentado en su vieja silla con la sensación de haberlo perdido todo, de no haber vivido nada, empecinado en su intento por escribir, simplemente por dejar algo tras su muerte.
Aferrado a un viejo ordenador, con los ojos fijos en una patio interior sombrío, húmedo y umbroso, mirando fijamente a la modesta, monótona y mustia ropa que cuelga la vecina de tercero. Forzando la escritura, sin poder escribir.
Si contase lo que siente y cómo ha llegado a esa situación de soledad extrema, no haría más que ponerse en evidencia, por lo menos, eso es lo él que piensa.
Podría contar historias sobre personas de su vida cotidiana, que forzosamente tendría que inventar, pues no ha hablado con nadie desde hace años.
Mucho tiempo atrás se había convencido a sí mismo, por pura fobia social, de falta de interés por nada, ni nadie. Una vez cultivado con persistencia este aislamiento, había logrado alcanzar la soledad más absoluta. Ahora, que ya era demasiado tarde, se daba cuenta de que no la quería.
Siempre había pensado que tendría tiempo. Tiempo para viajar, para conocer a gente que “mereciese la pena”.
No había querido entablar conversación alguna con el vecino al que le cuesta caminar y que da pasos pequeños hasta cruzar la acera para alcanzar la farmacia.
Tampoco le había interesado aquella mujer que entra en el portal con los ojos clavados en el suelo y un par de libros bajo el brazo, aquella que aquel día de junio, quiso contarle algo sobre los muchos países en los que había vivido y la razón por la que había regresado.
Él pensaba que su inspiración le vendría sin mirar a las personas, sin conocer situaciones, pasando por la vida en una larga espera para que llegase algo que nunca había sabido definir bien lo que era. Una vida entera sin actuar, sin hablar, sin moverse de su diminuto piso, rechazando invitaciones, levantando un muro difícil de derribar.
Y ahora era demasiado tarde. Se había convertido para los demás en una silueta, una sombra que salía del portal, no lo veían, ni lo saludaban.
Mientras tanto, él sigue pasando las tardes delante de una cuartilla vacía, levantando la cabeza de vez en cuando hacia el patio interior húmedo y vacío, aunque ya sabe, que no hay nada más que pueda esperar.