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Desayuno con diamantes

Estoy en la terraza de un bar frente al mar. Junto a mí, una íntima amiga.

Delante de nosotras, un desayuno. La promesa del comienzo del día, rodeadas de esa paz matutina que invita a sentir más que a hablar.

Poco a poco, vamos recuperando un terreno y costumbres que ambas habíamos dejado, y casi olvidado, por aquello de que no importa, da igual, una cosa más a la que habíamos cedido.

Y, ese paulatino cese, implica que un día no recuerdes la esencia que te permitía sentir.

Es un momento de vida. Sencillo, sin nada especial, sólo un desayuno, una charla pacífica y los móviles que, aunque suenen, hemos ocultado en el lugar más recóndito de nuestros bolsos en un tácito acuerdo de no responder más que a un tono especial de llamada. Aquella que te recordaría que las distracciones, a veces, se pagan.

La calma es interrumpida por el paso del tiempo. Ellos nos esperan. No quieren nada de nosotras, sin embargo, esperan. Es un lazo invisible y corto que hace que apuremos más el momento, que lo vivamos con el placer del que sabe que se escapa, a hurtadillas, para arrancar un pedacito de felicidad al día, que guardará en secreto como un tesoro privado.

Las dos habíamos olvidado lo que eran aquellos momentos desde que la vida nos atropelló sin avisar. Poco a poco, los vamos recuperando y tanto los habíamos olvidado que, la primera vez que quedamos, ni siquiera me creyó y yo me quedé sin café hasta las once de la mañana. Nada más llamarla al móvil, le espeté un insulto, de esos insultos que sólo los íntimos comprenden. Y ambas estallamos en estrepitosas risas.

Desde aquel día ya no hay duda. Los domingos, en la mesa de madera de tu casa, los lunes y miércoles, en una terraza frente al mar respirando los primeros rayos del sol y, cuando éstos se vayan, respiraremos lo que haya que respirar, pero juntas ella, yo y nuestros respectivos desayunos. Nadie más.

Un momento en el que dos mujeres se ocupan sólo de ellas mismas. Unos instantes impagables rodeados por las prisas que van a atar de nuevo nuestro día, un desahogo de libertad que, por corto, se torna de una intensidad casi indescriptible.

Y, por este desayuno, ambas pagaríamos más que por un desayuno con diamantes.