Los pasos del atardecer, sobre el silencioso muelle, enredan a todos los que paseamos por sus orillas.
Mientras, el sol, con sus destellos de un cálido anaranjado, se posa con pausada lentitud en todos aquellos rostros que, al cruzarnos, entrelazamos miradas y jugamos a regalarnos pensamientos. Unos miran a los ojos, otros al suelo, al tiempo que, la gran mayoría, los entrecierra para sumergirse en las luces, los olores y las palabras de conversaciones tan sueltas como inacabadas.
No es momento de hablar, sólo de sentir que existen otros lenguajes en la mirada de otras personas, aquellas que caminan junto a ti por las estrechas y prosaicas calles empedradas en las que la antigüedad de sus piedras, de tacto áspero, invitan a seguir puliendo esos adoquines rozados por los siglos.
Deseamos atrapar aquellos instantes de lucidez que sólo aparecen cuando te permites mirar de frente a lo que se desnuda ante tus ojos.
Un escenario, que parece un sueño, hace más obvia aquella realidad compuesta por gotas negras que se arremolinan para que te pierdas por zonas oscuras que no valen la pena.
Son instantes para aprender los matices de las luces del día, ocasiones para apreciar la melancolía que acompaña a la caída del sol mientras esperas, ansiosa, la llegada de la noche.
En ese puerto, de miradas errantes con historias propias, nos hallamos atrapados en ese mágico muelle de ebrios barcos tambaleantes.
Un lugar de pasiones decadentes, cartas de amor y odio garabateadas en servilletas salpicadas por gotas rojas de sangre y vino. Y, por supuesto, un sitio en el que las fotos jamás logran arrancar esos trozos a la realidad.
Después de unas horas, una luna rosada y ambarina cuelga su luces en un cielo claro que ha perdido su batalla con el día.
Es entonces, cuando las piedras centenarias guían, una vez más, mis perdidos pasos hacia el hotel de la colina. Desde allí, me permitiré, una noche más, el lujo de observar la ciudad desde lo alto.
Y cuando las luces se hagan pequeñas, el sueño se tornará más grande, cubierto por el esplendor de la belleza nocturna.
Queda mucho por salvar, no todo está perdido, excepto un pequeño centro de quietud en mi corazón que se ha rasgado un poco más, cortado por esa serpiente rellena de agua que divide la ciudad, y mi alma, en dos partes.
Parece un sueño, pero no lo ha sido. He estado allí y ahora, entre brumas, recordaré para siempre esa ciudad que contemplé desde lo alto de la colina.
Precioso. Dan ganas de pasear contigo. Me alegra ver que sigues en forma. Besos.
Muchas gracias, Àngel. La próxima vez de aviso y damos un paseo juntos 🙂 Un beso.