Me encontraba esperando y paseando por un inhóspito pasillo, antesala de lo que me habían prometido iba a ser una prueba sencilla y rutinaria. Un examen tan sencillo, que podía llevarse a cabo encima de una camilla y en cinco minutos, si no fuese porque el protocolo del centro hospitalario exigía que se llevase a cabo en un quirófano.
Meterse en un quirófano no le hace gracia a nadie, sin embargo, armada por infinita paciencia y resignación, yo paseaba por aquel desolado corredor a la espera de que alguien se dignase aparecer y me sacase aquello de encima, de una vez, para poder marcharme cuanto antes.
Sumida en mis pensamientos y contando las espantosas baldosas del suelo, acerqué la nariz a una cartelillo que se encontraba justo a la entrada de la puerta del quirófano.
La primera frase rezaba de esta manera:
- Mantenga la calma.
Sencillamente, me pareció una frase tan obvia como estúpida.
No conozco a nadie que vaya a entrar en un quirófano que no quiera echar a correr, pero todos procuramos, cada uno dentro de nuestros límites, mantener cierta tranquilidad.
¡Pues claro que iba a intentar mantener la calma! Aquella advertencia me pareció toda una bobada. En fin, procuré pensar que el que me iba a hacer la prueba, o sea el médico, tuviese más luces que los que habían colgado aquel cartel.
Continué con mi resignada observación de las motas de las baldosas del suelo hasta que se me ocurrió levantar la cabeza y leer la segunda frase.
- Haga caso al personal.
Aquello empezó a enfadarme. ¿Y qué otra cosa iba a hacer? ¿Darles las órdenes yo y pedirles agujas del siete para calcetar con más soltura? Todo aquello no parecía muy lógico. A mí ya me estaba la impresión de que, dentro de poco, me iban a indicar cómo sacarme la muestra yo misma, eso sí, manteniendo la calma.
¡Pues claro que tenía que hacerle caso al personal! No se me habría ocurrido otra cosa.
- Utilice las escaleras.
Bueno, esto ya no. Yo las órdenes sobre cómo huir de los sitios, las llevo muy mal. Yo si huyo, huyo y nadie me dice si cojo el ascensor o si corro escaleras abajo, que es más rápido.
Aquellas normas parecían escritas para idiotas y, lo peor, es que yo ya estaba enganchada a la siguiente frase del cartelito dichoso. Bueno, sólo quedaba una más.
Me acerqué con curiosidad. Si decían otra obviedad, me marchaba porque ni me parecía un sitio serio, ni quería imaginar cómo sería el médico que me iba a extraer la muestra. Quizá me preguntara cómo preparaba las croquetas. Aquel era un sitio muy raro y el cartel parecía que te preparaba para una masacre.
Mi curiosidad ya era imparable. Leí la última frase con la avidez del que sabe que después de aquello no cabe más que tomar una decisión y sin dilación, no fuera a ser que apareciese alguien y empezasen con lo de que guardara la calma, que huyese por las escaleras etc..
- Normas a seguir en caso de incendio, rezaba el último renglón.
Pisando las baldosas con paso firme apareció el cirujano: “Vamos”- dijo.
Me encanta cómo has trasladado de forma sencilla y clara la falta de hospitalidad que tienen esos centros que se llaman, irónicamente, centros hospitalarios.
Gracias por tu comentario, Carmen.
Me he reído. Mucho. El paisaje no resulta por familiar menos desolador, y eso que no tuvo a bien aparecer, entre cartel y cartel orientador, un córvido oportunista de los que revolotea en torno a su víctima en cuanto detecta el menor estremecimiento para picotearla hasta llevársela al huerto. Son como abejorros que hay que ahuyentar a manotazos, no sé si tú los habrás visto alguna vez.
Me alegro.
Un beso.