Cada vez que ella entraba en el despacho del doctor Calma sentía de todo, menos eso.
Por regla general, él se encontraba sentado de perfil mirando febrilmente hacia la pantalla de su ordenador y tecleando con una sospechosa ansiedad.
En apariencia, podría decirse que se trataba de un hombre distraído, ocupado, metido en sus informes médicos y que apenas oía lo que ocurría a su alrededor. Un hombre de cincuenta y tantos, forzando una meditada apariencia juvenil.
Ella se sentó en un sillón marrón frente a él y saludó cortesmente, como solía hacer. Tras sus repetidas visitas, había algo que la hacía sospechar que, de ninguna manera, debía excitar a este doctor y mucho menos lo haría en un día tan anunciado como era aquel.
Él no respondió al saludo de la joven con el fin de parecer más ocupado.
Resignada, se dedicó a observar en silencio las pulseras de colores que llevaba, sus gafas de pasta, siempre a juego con su indumentaria y sus dos anillos en un dedo de la mano derecha.
Esperaba resultados y aunque sus nervios poco más podían aguantar, no encontraba otra solución.
Pasado un rato, que a ella le pareció como si le hubiesen hecho leer el Quijote dos veces, él dejó de escribir. Agitó un par de veces sus, ya escasos rizos teñidos de un castaño oscuro, para mirarla a los ojos y espetarle:
– Dime.
Ella atónita no pudo pronunciar palabra hasta pasados varios segundos, tras los cuales se atrevió a pronunciar:
– La cita con usted era hoy ¿no?
Él médico, que había insistido infinitamente sobre la importancia de acudir a dicha cita, le respondió con aparente enfado:
– Estás muy bien, estás muy bien, ¿Qué quieres que te diga?
Su tono estaba teñido de un aire de reproche muy extraño para dar la buena noticia. Sobre todo, porque le había asegurado, basándose en su larga experiencia y sin mirar análisis alguno, que ella estaba muy mal, pero que muy mal y que todo el proceso de su enfermedad pintaba mal. Elucubraciones que tuvieron a la pobre muchacha en un sinvivir durante casi quince días. Y ahora, él le reprochaba, primero estar buena, y segundo, que no estuviese enterada de los resultados de sus análisis, motivo de la ansiada consulta, antes que él y que el propio hospital.
– No sé qué quieres. La enfermedad remite – añadió bastante contrariado
– ¿Querrá matarme? – Se atrevió a pensar ella.
La joven no entendía por qué le gritaba con tanta saña y se debatía entre su estado de alivio y su estado de estupor. No estaba muy segura de si debía indagar más acerca sobre su mejoría, ya que a los largo de las consultas con este mismo especialista, se había percatado de estas extravagantes reacciones, que le llevaron a concluir que era él, el que tenía alguna patología, pero no física. Por tanto, prefirió dejarlo así y sonreír.
Al terminar la consulta, se levantó y, para sorpresa de ella, él hizo otro tanto, para acercarse a ella y con ese estudiado aire deportivo y juvenil le dio dos besos en las mejillas.
– Y no vuelvas a interrumpir más el tratamiento – le dijo con voz de reproche al oído.
Ahí, ella sí estuvo tentada de contestar a semejante provocación. Sintió unas ganas casi irreprimibles de replicarle que jamás había interrumpido el dichoso tratamiento.
– ¿Me habrá confundido con otra? ¿Estará mezclando las medicinas? No deberían dejarlo suelto. Es peligroso – No pudo evitar pensar.
Sensatamente, volvió a morderse la lengua, pues sabía que no debía llevar la contraria a nadie en ese estado de paranoia.
Cuando ya estaba a punto de salir por la puerta, escuchó la última frase de aquel eminente médico vestido de quinceañero.
– Y te voy a trasladar de hospital. No quiero que te quede tan lejos de casa.
Los ojos de la joven se abrieron como platos. Ahora no entendía por qué esas ansias por deshacerse de ella sin aparente motivo, a no ser que se hubiese dado cuenta de que la estaba matando y no quisiese asumir su responsabilidad.
Él regresó a su mesa para volver a refugiarse tras la pantalla de su ordenador mientras decía:
– Me mata esta burocracia, pero yo soy un luchador, un verdadero luchador, he ganado muchas batallas con la administración. Si yo te contara, podría contarte muchas cosas… – dijo volviéndose hacia ella con los ojos muy abiertos.
La joven abrió la puerta conteniendo su ansiedad por salir de allí. Y tras otra de sus silenciosas sonrisas cerró la puerta con suavidad.
Una vez fuera, cerró los ojos con un alivio inusitado. Después, suspiró mirando hacia el pasillo que le permitiría librarse de aquello, cuando, sin quererlo, oyó comentar a dos enfermeras:
El doctor va a entrar ahora en quirógrafo y ayer le volvió a ocurrir lo mismo con otra chica a la que le iba a sacar una muestra para el laboratorio. Le pasó como las otras veces, no dejó de murmurar mientras probaba diferentes agujas con la pobre paciente, que estaba tumbada en la camilla sin atreverse ni a respirar. No me extraña, con comentarios como:
– No puedo sacarte nada. Es inútil. Voy a probar en otro sitio. Nada. Esto es muy complicado, muy complicado. Está muy difícil, dame otra aguja, la del siete, la del ocho…
– Pobrecilla, ¿Y al final qué pasó?
– Pues que le tuvimos que darle la aguja para biopsias y, por si fuera poco, le sacó de más, tanto es así que ella, aunque la agarrábamos entre cuatro, tuvo un movimiento involuntario con una pierna y casi le saca un ojo.
Después de haber escuchado dicha conversación, si en su cabeza quedaba alguna duda sobre su veredicto, ésta se esfumó de un plumazo.
Con la firme decisión de salir de allí, se acercó a las enfermeras y les preguntó por el ascensor más cercano. Sin embargo, cuando ellas le indicaban hacia dónde ir, ella, ya se encontraba bajando de cuatro en cuatro las escaleras. Lo paradójico era que pensaba: calma, calma…