Por estas tierras, de todos es conocido que, en esas calles donde silba el viento, en los caminos que azota la lluvia, en fragas umbrosas o en las encrucijadas de las carreteras, nos podemos encontrar con esos seres misteriosos a los que llamamos “meigas”.
Los que somos gallegos, sabemos que “haberlas haylas”, la cuestión es dónde buscar a las verdaderas brujas.
Sin embargo, debo advertiros de que, a veces, se cuelan en tu propia casa y se destapan tan solo con que pronuncies una inocente queja. Es entonces, cuando sientes ese súbito escalofrio que te recorre todo el cuerpo, esa certeza.
Me encontraba sentada escribiendo tranquilamente frente a mi ordenador cuando llamaron a la puerta.
El dueño del ultramarinos situado debajo de mi casa, se apresuró a subirme un pedido en el ascensor, cargado de bolsas con todas las cosas que le había encargado.
El hombre que regenta este pequeño negocio es muy afable, algo bruto, sí, como buen gallego, dispuesto a que tu pedido siempre alcance los cincuenta euros. Si le pides dos kilos de algo, te trae tres, o sea que si tienes treinta en casa, no lo llames o dile que aparezca con “el chisme”. Es así como él llama al aparato para cobrarte con tarjeta.
Mientras le indicaba dónde dejar las botellas de agua y el resto del pedido, mantuvimos una conversación de pura cortesía sobre cómo me iba y frases comunes de esa índole.
Yo, distraída, más bien pensando dónde colocar todo aquello, le contesté, por decir algo, que tenía que hacer un conjuro contra un fulano, que era el mal en persona para todo el que se topaba con él.
Proseguí diciendo que, como buena meiga gallega, esta noche de San Juan, me iba a emplear a fondo en deshacerme de la racha de mala suerte que, a mi entender, había traído el susodicho especimen a mi vida.
Continuaba yo con mi perorata, sin prestar mucha atención al del ultramarinos, mientras recapacitaba sobre que las latas de atún que me estaba colocando encima de la mesa de la cocina, me servirían para confeccionar una buena ensalada.
Sin embargo, él ya se había quedado con mis palabras sobre el “meigallo” grabadas en su mente.
Sin dudar un segundo, y con una cara muy seria, abandonó su tarea, se giró hacia mí y me respondió: “Pero mujer, para eso te paso yo un número de teléfono y con un par de puñaladas te lo arreglan enseguida”.
Me quedé estupefacta, de piedra, inmóvil, ya que, muy al contrario que yo, él iba totalmente en serio con aquello de deshacerse del tipo.
¡Tenía en mi propia casa al Padrino! o, por lo menos, a uno que trabajaba para las meigas, pero de las malas.
¿Cómo iba a sospechar yo que el paisano del ultramarinos de mi barrio, que se pasaba el día cortando chorizo, pertenecía a alguna organización que iba por ahí cargándose al personal?
No sabiendo qué contestar a tamaño ofrecimiento, corrí a buscar la cartera, aunque tenía la certeza de que aquello no se arreglaba con una simple propina.
Y es que “haberlas haylas”.
Feliz Noche de San Juan,
Una meiga.