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El cuchillo resbaló y le produjo un corte en el dedo de su mano izquierda.

Dejó la zanahoria que estaba cortando y se apresuró a tapar la herida con un trapo limpio de la cocina. Pasados unos segundos, lo destapó y echó un vistazo al corte. No era profundo, pero sangraba.

Volvió a ejercer presión sobre su dedo herido mientras miraba distraída por la ventana de la cocina. Estaba nublado, gris y había una extraña calma en el cielo, una calma inquietante. Era como el presagio de algo.

Volvió a mirar hacia el corte, esta vez sin destapar la herida. Pensó en echarse a llorar. El corte era una buena excusa para soltar lo que había estado reprimiendo durante meses. Un torrente de sentimientos reprimidos se convirtieron, poco a poco, en un reguero de lágrimas.

Se sentía estúpida. No había soltado toda aquella tensión durante los meses anteriores y ahora, que todo había pasado, lloraba por un insignificante corte que ni le dolía. Lloraba con desesperación, sin poder reprimir ni un sollozo.

Ella sabía que el corte era tan solo una excusa para algo que llevaba tiempo necesitando, aguantando, tapando con falsas sonrisas, con agotadas fuerzas, un vaso que dejó que se llenase durante demasiado tiempo, conscientemente, sólo porque no era el momento.

Las circunstancias que acontecían en ese pasado tan cercano no dejaban tiempo para llanto alguno. Ahora sí lo había. Era el momento de llorar por un corte, por la caída de la hoja, por un cielo demasiado gris, por nada. Simplemente, era el momento de llorar.

No tenía ni idea de cómo había logrado no sentir nada durante ese aluvión de acontecimientos que sí se merecían llantos infinitos. Sin embargo, sentía que era la ocasión de soltar aquellas lágrimas para que resbalasen por su alma hasta poder sentir que le estaba permitido respirar de nuevo.

Ana apareció en la cocina y le preguntó asustada por qué motivo lloraba de forma tan desesperada.

–  Me he cortado con el cuchillo.

Su amiga se acercó para mirar la herida y le lanzó una mirada de reproche.

– Eso no es nada. No entiendo que llores por algo tan pequeño después de lo que ha pasado. Eres una niña mimada, siempre lo has sido.

María se volvió hacia ella y le contestó.

– ¿Tú crees? ¿Me has visto llorar una sola vez durante los meses pasados cuando no había lugar para la esperanza, cuando todo se hundía, cuando sólo había tiempo para detener esa angustia del que espera, la angustia del que es golpeado una y otra vez sin compasión hasta que el cuerpo no tiene fuerzas para recibir más golpes, sacudido hasta que dejas de sentir?

Ana se quedó muda, mirándola fijamente.

– Pues, ahora que ha pasado, he decidido llorar hasta que me apetezca, porque ya puedo, porque tengo derecho a llorar, incluso a gritar hasta destrozar mi garganta y los oídos de quien me escuche y también a protestar hasta que me sangre el alma. En cambio, tú sólo tienes derecho a callarte y podrías intentar entender por qué un simple corte ha desatado esta tormenta en mí.