Etiquetas
Estoy sentada en la mesa de madera frente a mi ventana. Veo cómo el océano se torna de un gris oscuro que anuncia tormenta. Me duele todo el cuerpo. No ha sido un día fácil y regresar a casa tampoco lo es.
Me voy a la nevera, la luz blanca me da en los ojos como un faro en mitad de la niebla, saco una lata de cerveza fría. La miro y me pregunto por qué tengo las cervezas en la nevera con el frío que hace en la calle. Enciendo la calefacción. Mi mente deja de pensar en la temperatura de la lata que tengo en las manos para regresar al dolor del pasado, invisible para el mundo, pero supurando lentamente en imágenes de lo ocurrido que se incrustan en mi mente cuando menos las espero.
La ayuda ha desaparecido sin previo aviso y un manto negro de silencio me rodea. A veces, el dolor remite, pero vuelve con fuerza en los momentos más insospechados. La tormenta ha pasado y me han dejado sola. La calma es peor que cuando luchaba contra olas de siete metros.
Me siento frente al ordenador y abro Facebook, una de las aplicaciones más absurdas y aburridas que conozco, ideal para días en los que no quieres pensar en nada serio o para personas que no quieren involucrarse en nada, sino sólo dar una imagen de sí mismas que les permita conciliar el sueño.
Observo como muchos de mis contactos pinchan enloquecidos que ayudemos a los refugiados y a los que sufren enfermedades. Vuelvo la mirada hacia mi móvil, justo encima de mi mesa. Hace días que no suena, la tormenta ha pasado, o por lo menos, eso creen ellos, o no.
Toda mi vida he sabido que los cobardes huyen en cuanto pueden. Sin embargo, sé que saben que cuando las olas te han destrozado el barco, cuando tienes el cuerpo lleno de arañazos de las maderas que has arrancado con tus propias manos para no ahogarte, o cuando los troncos inertes a los que te has agarrado, cuando tus heridas aún son muy dolorosas, de un dolor casi insoportable, no es el momento de desaparecer.
Soy consciente de que es más fácil hacer click en tu teclado desde la comodidad de tu casa a favor de los refugiados, que ayudar a las personas que tienes cerca. Hay poca gente dispuesta a oír que, después de las tormentas, sobreviene una calma tan solitaria, que es prácticamente insoportable. También huyen conscientes de que, cualquier día, el mar entrará oscuro y negro en su salón, por mucho que se empeñen en cerrarle las puertas.
Mis pensamientos sobre el ser humano amenazan con desestabilizar mi fe en las personas cercanas, ésas con las que cuentas, en tu ingenuidad, y que, al final, se refugian en su torre, rodeados de costumbres inútiles que los aferran a una periodicidad segura, de horarios apretados, hundidos en una soledad virtual pintada de colores por amigos inexistentes, seguros de que ésos no van a llamar a su puerta.
Bebo un sorbo de cerveza, aún demasiado fría, mientras contemplo cómo se irritan en Facebook por gente a la que no conocen, leo sus comentarios enfurecidos, escandalizados, pidiendo ayuda al que lo necesita. Piden ayuda al que lo necesita siempre que sea alguien anónimo, que esté lejos, que no les importe nada.
No puedo evitar sonreír pensando que, si un refugiado llamase a su puerta, todos los que hacen click en su defensa, no la abrirían. Lo sé, porque, sino, no habría tanta gente hundida en la angustiosa calma que dejan tras de sí las tormentas.