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El tunel de los horrores

(Dedicado a mi amiga Catalina. Felicidades por haberlo logrado)

Procurando no mirar mucho hacia los lados y concentrándose en el frío suelo de aquel inhóspito lugar, se metió rauda en el ascensor. Sólo tenía que ponerse una inyección y salir. No podía ser tan difícil.

Decidida a terminar con el trámite cuanto antes, llegó al segundo piso. Nada más salir, apareció ante ella un largo pasillo por el que comenzó su recorrido.

Mientras avanzaba no pudo evitar leer los carteles de las puertas cerradas que se cruzaban en su camino. El primero, a la derecha: “Sala de Tumores”.

-Qué práctico, pensó. Lo dejas ahí y a la salida te haces la loca y lo olvidas. Muy bien pensado. Comprendo que este sitio tenga fama. Aquí, el que no se cura es porque no quiere.

Continuó avanzando por el frío pasillo desierto, mientras se concentraba en el jardín soleado que la esperaba a la salida, cuando, a la izquierda, la sorprendió otro cartel en una puerta también cerrada y de aspecto aún más cutre y deprimente que la anterior: “Peluquería”.

Ahora ya estaba algo perdida. No entendía la finalidad de una peluquería en un hospital de esta índole. Le entró cierta depresión. Sin embargo, recapacitó un poco y al acordarse de lo que había leído en la puerta anterior, se le hizo la luz. Era lógico que al desprenderse uno del tumor que lo acosaba y teniendo en cuenta que probablemente la Sala de Tumores en el que se depositaba, estuviese repleta de otros muchos tumores de gente que había tenido la misma idea de dejarlo allí abandonados a su suerte, a todos se les pusiesen los pelos de punta. De ahí, la genial idea de instalar una peluquería en este sitio.

La idea, en realidad, estaba bien pensada, pues ¿a qué ser medio normalito, no se le ponen los pelos de punta si entra en una sala a dejar su tumor, se encuentra con los tumores ajenos y, encima, teniendo que hacerle sitio al suyo? Aún así, no entró en la peluquería, más que nada, porque sabía que solían dejarte peor de lo que entrabas y la desvencijada puerta no parecía garantizar que arreglasen los desaguisados con demasiado estilo.

Consiguió apartar la mirada del espantoso cartel y mirar de frente hacia el resto del interminable corredor que se mostraba ante sus ojos. Mientras lo hacía, otro cartel despistó su concentración: “Capilla” -¡Bueno, ya estaba bien, ni respirar la dejaban en aquel lugar ¡Salías de una y te metías en otra!

No es que ella no encontrase lógico todo aquello. En realidad, a pesar de que el hospital había sido edificado en los años sesenta, estaba todo muy bien pensado.

“Sala de tumores”, se le ponen a uno los pelos de punta, “Peluquería”, para que te los arreglen y tengas un pasar, después, “Capilla”. Y es que el que no se pusiese a rezar tras los dos carteles precedentes no era de este mundo, y más sabiendo lo que le esperaba al final del pasillo.

Vamos, que todo esto lo discurren como túnel de los horrores para un parque de atracciones y se forran. Tendrían al personal gritando y corriendo de un lado para otro sin parar.

Decidió pasar también de la capilla. Si rezaba, lo haría en casa y para pedir que no la metiesen nunca más en un sitio tan tétrico como espeluznante.

Se atrevió a mirar de reojo hacia un lado. Gran error. Esta vez la puerta no era tan pequeña como las otras, es más, eran dos y el cartel rezaba: “Quirófano”. “No, no… Ahí, sí que no entraba, ella ya había dejado su tumor a la entrada y allí se quedaba”.

¡Por fin! “Hospital de día”. Buena señal, quiere decir que ahí, no te dejan pasar la noche.

Una enfermera de rostro muy dulce, aunque levemente momificado, cuyo pelo permanecía sospechosamente estático, le indicó que pasase a la sala de espera. La pobre, probablemente habría cometido el error de entrar en la peluquería, ya que la tenía cerca.

Entró en un enorme salón vacío con un montón de sofás de cuero negro desgastado. Se sentía algo reticente a sentarse, más que nada, porque la planta de plástico que se hallaba en el centro del espacio, había acumulado polvo, probablemente desde la inauguración del hospital.

El helado y nada acogedor mármol del suelo, salpicado de unas motas grisáceas se extendía sin piedad por todo aquel gigantesco salón, en el que después de unos quince minutos de espera, sus piernas apenas soportaban el peso de su cuerpo.

Decidió sentarse, aunque sospechara que los grandes sillones de cuero no se limpiaban desde los años sesenta.

Se acercó a uno de ellos y colocó tímidamente su trasero al borde del mismo para no tocar más de lo imprescindible.

Como si todo estuviese preparado para asustar a las visitas, el sillón se balanceó de tal manera que hizo que saliese despedida como una bala hacia el espantoso florero plastificado. Consiguió frenarse apoyándose en la mesa de cristal. Las flores que la decoraban sacudieron algo de su polvo en su nariz y estornudó.

Empezaba a dudar si, en aquel lugar, pretendían que se lesionase para ingresarla. Es cierto que estaba algo torpe, pero también es verdad que, para visitar aquel lugar, debería haber entrenamiento físico y psíquico porque sino, no salías viva o salías con un trauma.

No se había recuperado aún del susto cuando entró una enfermera y le indicó que pasara a otra sala.

El espectáculo allí era tan deprimente, que las motas del suelo le antojaron alegres florecillas comparadas con lo que allí se veía.

En su empeño por salir de aquel agujero lo más inmediatamente posible, no se sentó en silla alguna, no quiso que la pinchase en el brazo. En pie, como una estaca, se subió la camiseta y le dijo a la enfermera que le pusiese la inyección en la barriga.

Cuando se dio la vuelta para decirle que ya había terminado, ella ya se encontraba en el jardín haciendo respiraciones diafragmáticas y llamando a un taxi.

Aunque, francamente aliviada, ya que se había “olvidado” de recoger el tumor y no pensaba volver a por él.

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