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Pocos segundos después de llamar al timbre, nos recibió una señora de mirada apagada y rostro seco, aunque agradable. Parecía haber estado llorando.
Su manera de caminar al enseñarnos el piso era lenta, intentando disimular sus ya escasas fuerzas. Avanzaba con dificultosa lentitud apoyándose en los pomos de las puertas, cada vez que abría una de las magníficas estancias de su bien conservada vivienda. Subimos por una gran escalera que conducía a una segunda planta, bien aireada y extensa. Subió despacio. Su respiración en cada uno de los peldaños mostraba fatiga.
Mientras avanzaba por las diversas habitaciones llenas de luz de aquel enorme piso en pleno centro de la ciudad, no podía evitar observar a la pobre anciana de rostro seco y ojos humedecidos.
Me sentía angustiada por aquella situación y por el esfuerzo al que se veía sometida para mostrarnos su piso. Por el contario, mi marido, me daba codazos y sonreía con satisfacción, regocijado al verla y pensar en el precio de ganga que nos había dado aquel hombre de la inmobiliaria. Parecía calcular el tiempo que le quedaría para que nosotros pudiésemos entrar a vivir en aquel fabuloso piso que jamás hubiéramos imaginado poder comprar. No podía evitar mirar a mi marido con odio por su falta sensibilidad ante aquella terrible situación, mientras él intentaba convencerme argumentando sobre lo que mejoraría la calidad de vida de aquella fatigada mujer gracias a la venta de su piso.
_Piénsalo_ me decía susurrando. Tendrá unos noventa y tantos y yo acabo de cumplir sesenta, ja, ja… El año que viene, como máximo, estaremos viviendo aquí. No pongas esa cara.
Cuando por fin salimos del piso, respiré profundamente y eché a andar con lágrimas en los ojos, sintiéndome la persona más infame de la tierra y odiando cada palabra de ánimo que salía de los labios de Luis, que sólo hablaba de números y de tiempo.
Cuando la anciana se quedó a solas, se sentó en el sofá de cuero que tenía junto al balcón, observó el cielo azul durante un instante y levantó el teléfono.
_ ¿Mary? Acaban de marcharse los del piso. Todo muy bien, sí, sí… Lo de la cebolla y el lápiz negro por el borde de los ojos ha funcionado, me salían unos lagrimones más gordos que en el funeral de Paco, parecía que no veía nada por las cataratas. Me he apoyado en las puertas, aunque me parecía demasiado, también ha colado. La mujer estaba a punto de darme el doble por el piso y, de paso, de divorciarse del borde del marido, que no sabe que le llevo tres años y ha estado echando cuentas. Aquí sí que casi lo estropeo todo porque me daba la risa. Gracias por todos tus consejos. Ha sido todo un éxito. En cuanto me saque todo esto de la cara, paso a buscarte en el coche y nos vamos al restaurante de Miguel para celebrar la venta del piso y mi sesenta y tres cumpleaños ¡Esta vez invito yo!
Ja ja, muy bueno, Livia.
Gracias, Ilde. Me alegro de que te haya hecho reír 🙂
Un saludo,
Livia