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Cuando te pasa una ola por encima poco puedes hacer más que esperar a que pase. Si tienes suerte sólo te quedan unos arañazos en la piel por haberte arrastrado y restregado por la arena del fondo. Después, te escupe hacia la superficie, como digo, si tienes suerte. La ola nos está pasando por encima y no es que vaya a tardar en pasar, sino que unas veces golpeará con más fuerza y otras con menos, se hará más grande o más pequeña, pero no volveremos a pisar tierra.

La gente espera impaciente al pistoletazo de salida para “recuperar su rutina” pero, el que sostiene la pistola dispara sin sentido y sin apuntar. Por eso no acierta.

Hoy he estado reflexionando sobre la estulticia del ser humano, incluida la mía. Es como el que no echa de menos jugar al tenis hasta que se lo prohíbe el médico, aunque no haya tocado una raqueta en su vida. Yo no echo de menos el tenis, pero hoy sí me he acordado del verano pasado, cuando me quejaba, antes de ir a la playa porque, a la vuelta, tenía que lavar la toalla y el bikini en la lavadora, me parecía muy molesto llegar llena de arena y sal. Lo mismo me ocurre cuando pienso en la pereza que me daba ir a hacer ejercicio al paseo marítimo que tengo frente a mi casa. Recuerdo que cuando cedía y me dejaba llevar por un libro o una serie, mientras disfrutaba de la comodidad de mi sofá, sufría unos remordimientos terribles. Sin embargo, también recuerdo que, a la vez, experimentaba una especie de premonición. Una vocecilla en mi mente que me susurraba: “Llegarán tiempos en los que te arrepentirás de no salir hoy a la calle”. Confieso que, a veces, hasta sentía miedo de pensarlo, por si alguien me oía. Pues me han oído.

Y ahora miro anhelante el mar desde mi ventana. Mi vida se ha convertido en una rutina mezcla de desinfección y desconfianza interminable.

Cierto es que, antes de que todo esto del virus se instalara entre nosotros, ya era consciente de que había idiotas. A ver, idiotas siempre los ha habido, pero nunca como los de ahora. No, esos son especiales porque llevan años entrenándose y han llegado a un grado muy alto, qué digo grado, a un doctorado en estupidez. Antes de que el bicho se nos echara encima, terrazas, bares y paseos estaban desbordados por gente gritona, maleducada y, según ellos, con derecho a todo. Gente que sólo iba a su casa a dormir, pero que casi no reconocía el color de su propio sofá y ahora, están desesperados porque el sofá se está vengando.

Solía ver parejas con sus bebés dormidos a su lado mientras ellos bebían hasta altas horas. Es humano errar, pero las hordas que no abandonaban las calles con el menor pretexto, las fiestas día sí, día no, los aviones como latas de sardinas, eso no era humano. Y yo presentía que iba a ocurrir algo y así ha sido.

Lo que siento es que, además de las muchas vidas de gente que aún tenía mucho por vivir, más que nada porque sabían vivir, se nos han echado encima otros virus paralelos de difícil solución.

Ahora ya no tengo premoniciones, más bien certezas: “1984 Orwell”.

Pues eso.