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Hoy me ha despertado la vecina del cuarto que le ha dado por poner la música a tope y empezar a dar gritos, imaginando que su voz cuadraba con alguno de los acordes que sonaban en su piso.

Ayer, también me tropecé con ella cuando yo bajaba la basura y, al abrir el ascensor, salía con su perro, un antes cachorrillo en perfecto estado, que pasadas dos semanas de vivir con ella y su pareja, se ha quedado con las dos patas delanteras rotas y se ha pasado un año en el apartamento, gimiendo de dolor, con las patas metidas en no sé qué aparato. Por lo menos, desde que ha empezado el confinamiento no está solo y sale a la calle, ya que antes no lo hacía.

Mi vecina está ofendida porque un día, después de haberle prestado mi secador y varios utensilios de cocina cuando se trasladó con su novio a vivir abajo, se me ocurrió preguntarle por qué motivo su perro lloraba tanto. Eso bastó para que dejara de saludarme. Ahora cuando se cruza conmigo sonríe mucho, como los que defienden causas de las que saben que son culpables y le habla sólo al perro. Quizá piense que le va a contestar.

Que no me salude, sólo demuestra su falta total de educación, aunque, a estas alturas, esto ya no es ninguna sorpresa. No se da cuenta de que si vas a la casa de una desconocida cada cinco minutos y le pides lo que te place, tienes que saludarla cuando te cruces con ella. Además, no alcanzo a comprender por qué las personas que tienen mascotas, a las que generalmente sólo utilizan para entablar conversación con otro ser humano, suelen estar siempre ofendidas por algo.

Me molesta su hipocresía. En primer lugar, sus palabras, nada más adoptar al pobre perro fueron: “Si te molesta, por favor, dímelo”. Uno de mis problemas es que yo me creo lo que dice la gente, en un primer momento.

Sé, además, que maltrata a su perro, porque lo he visto. Sin embargo, cuando se cruza conmigo u otro vecino, en otras palabras, cuando hay testigos, su tono cambia considerablemente y pasa a tal fase de amor infinito a su mascota, que la mira entre desconcertado e histérico.

Cuando mi vecina se trasladó aquí, me pareció una chica maja y normal, pero ahora hasta el acento le ha cambiado. Intenta emitir sonidos estilo Tamará Falcó, lo intenta. La mezcla entre maltratadora y el acentillo nos tiene al perro y a mí desconcertados. Él le tiene pánico, salta, grita y se tira encima de cualquier persona que crea que lo puede ayudar. Yo a ella le tengo manía.

Por otra parte, ella y su pareja, se pasean sin guantes, sin mascarillas, como si el estado de atrincheramiento, no fuera con ellos. Toman vermuts con la ventana abierta, ponen música y salen unas diez veces al día con el pretexto de pasear al perro. Están satisfechos y contentos. Es como para estarlo, cuando la gente se muere, porque siguen muriéndose y mañana, cuando los suelten a las calles a jugar a la ruleta rusa, van a morir más.

Sin embargo, mis vecinos están felices porque creen que con ellos no va el asunto, ni la pandemia, ni la economía, ni nada. Ellos bailan, comen y pasean al perro “sin bolsita”. Ya se sabe que, para algunas personas la falta de gente en la calle significa que las normas habituales de limpieza desaparecen también.

Y hoy a las ocho mis vecinos saldrán a aplaudir, pero no porque sientan ningún tipo de empatía por los sanitarios, no la sienten ni por su perro. Es para que los vean. Mi única esperanza es que a ella no se le ocurra soltar un: “¡Jo, qué fuerte!”.

Mientras, seguiré aguantando su música, sus berridos, oiré llorar al perro para, después, verla a ella con esa sonrisa que se le ha quedado clavada en la cara desde que está de «vacaciones».