El verano se acerca y empieza mi obsesión porque ningún ser vivo, excepto yo y mis visitas, entren en mi piso.
Ayer por la tarde, después de una larga jornada, me tumbé en el sofá dispuesta a leer tranquilamente arrullada por el sonido de la nada, esto es, en un silencio absoluto.
No había ni leído media página del libro que tenía entre mis manos, cuando algo me obligó a alzar la mirada. Empezaba la temporada de verano: un mosca.
Intenté pasar del asunto convenciéndome de que igual que había entrado por la ventana entreabierta, sabría encontrar la salida.
Procuré retomar mi lectura, pero no pude. Como ya sabréis por otra de mis entradas, en cierta ocasión quise reservar habitación en el hotel cinco estrellas que tengo enfrente de mi casa, porque una abeja se empeñó en pasar la tarde en mi salón.
La mosca de ayer era muy rara…
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Los que vivimos en el campo nos topamos frecuentemente con mantis religiosas, ciervos volantes, polillas mastodónticas, arañas crustáceas y otros monstruos. (Sí, sí lo son: basta aumentar la foto lo suficiente y ya no duermes fácil.)
A cambio, nos rodea un silencio que casi duele y tenemos un antidepresivo gratis que se llama ‘color verde’. Si a esto le añades unas cuantas plantas de tu elección, ¿para qué más? Los urbanitas parecen tan extraños…
Gracias por tu comentario.
Conozco ese silencio y el antidepresivo que mencionas, algo similar a vivir al borde del mar como yo. Indescriptible también.
Creo, de todas formas, que no has entendido mi entrada, claro que para casi todos mis artículos, se necesita sentido del humor.
Un saludo,
Livia
Andaba yo empeñado en deglutir la ‘Microbiología de Tercero’, desafío no pequeño para la integridad de la sesera, con el tiempo ya apurado para el ejercicio que algunos llaman examen y consiste más bien en un vómito pasajero.
Pues allí se presentó un moscarrón que durante media hora ejerció su absurdo oficio, esto es volar en zigzag hacia ninguna parte, con el único propósito de tocar los cojones. Mayormente se limitó a runfar como un camión Pegaso inexplicablemente elevado de la carretera, mientras yo hacía por deglutir los determinantes de patogenicidad del estafiloco y las variantes antigénicas de la Escherichia coli.
Hasta que le dio por enredarse (dos veces, dos) en mi entonces abundante y rebelde pelambrera. Traspasó la frontera de la molestia y la repugnancia, y selló su destino.
Podría haberla encerrado en otra habitación, pero no. Cerré mi propia puerta y desvencijé una caja de cartón que por allí había, para construir algo así como una gudariko pala korta.
Y no hice ningún movimiento, lo juro, mientras estudiaba el incierto patrón de vuelo del engendro moscarrónico, hasta detectarle un meridiano que me permitiese ejecutar el swing amplio que el asunto requería.
Y me representé la jugada, él viniendo por su meridiano hacia mí, y yo acompasando el arco funesto a la velocidad justa para que se produjese el encuentro cósmico del moscarrón volando a su máxima velocidad con mi pala empujando el aire a su máxima aceleración. Y ejecuté el swing (y la sentencia) con los ojos cerrados, para sentir el placer estrictamente musical del moscarrón desguazándose contra el cartón, una mezcla de CROC sólido y CHOF viscoso que ni Mahler, oiga.
Gracias por tu larga y elaborada historia.
Yo no los agredo, simplemente les hablo y les indico por dónde tienen que salir 🙂
Un saludo,
Livia