
«Puede que te estrelle contra un muro, pero lo que no va hacer es soltar el volante.»
Esto ya lo decía su padre siendo ella aún muy pequeña.
Siempre he admirado esta cualidad en ella.
Existe un Monasterio en Galicia en lo alto de una montaña, uno de los Paradores con las vistas más impresionantes que he contemplado jamás.
Hay dos maneras de acceder a él por dos caminos distintos que antes desconocía: el primero, una ancha carretera perfectamente asfaltada; y la segunda, un angosto camino de tierra escoltado, a un lado por la pared de una montaña y al otro, por uno de esos precipicios no aptos para personas con vértigo.
A la entrada del camino que nos esperaba, ví a un monje inclinado en una fuente llenando un cántaro, le pregunté si se podía subir con el coche por allí al Monasterio. Asintió con la cabeza y un atisbo de sonrisa me hizo sospechar que el asunto escondía algo más.
Decidimos seguir su recomendación y comenzamos el ascenso en coche por el camino de tierra, preguntándonos si realmente no existía otra manera, pues de sobra son conocidos la gran cantidad de eventos y visitas a aquel majestuoso Hotel-Monasterio de impresionante belleza.
Mientras íbamos subiendo la enorme montaña, inmersas en profundas disquisiciones sobre el intrigante rostro del monje, nos encontramos con un coche que venía de frente. Ambos vehículos nos desplazábamos a muy poca velocidad, tanto por lo desconocido del trazado, como por las incontables curvas con las que contaba.
El coche que se acercaba a nosotras en sentido contrario bajó la escasa velocidad a la que avanzaba hasta pararse. Nosotras hicimos lo mismo.
Era evidente, para ambas conductoras, que los dos coches no podían pasar.
Eran ellas o nosotras.
Parecía un western en el que alguien tenía que caer. Nunca mejor dicho, por desgracia. Sin embargo, era nuestro coche el que se encontraba del lado de un abismal desfiladero, mientras que el de las otras dos mujeres se encontraba pegado a la montaña rocosa.
El coche que iba en sentido contrario intentó pegarse más hacia su lado, pero se encontró con que, además del enorme muro de piedra, existía una profunda cuneta, en la que si metían la rueda el hueco las atraparía.
El movimiento siguiente, nos tocaba a nosotras.
Yo iba sentada en el asiento del copiloto y tenía la mejor vista. Una vista mortal.
Abrí la ventana situada a mi lado y eché un vistazo. Asomé la cabeza y observé que nuestra rueda se encontraba justo al borde del precipicio y así lo comuniqué a la conductora que no apartaba la vista del coche que tenía enfrente.
«No puedes moverte ni un centímetro porque la rueda está justo al borde», le dije.
Ambos coches frente a frente, sin poder avanzar.
Mi estado de ansiedad, se incrementó al observar que la persona que conducía pronunciaba frases muy cortas y secas. La conocía bien. Estaba pensando, y, desde luego, no estaba pensando en pasar la noche mirando a los ojos del conductor que tenía delante.
Empecé a intentar convencerla de que la mejor opción era que el otro vehículo metiese la rueda en la cuneta, a que nosotras nos matásemos desfiladero abajo.
No respondía. No soltaba el volante, ni miraba hacia los lados. Mala señal. Yo sabía que estaba pensando cómo sacarnos de allí. Yo sabía que ella sufre de vértigo, otra de las razones por las que sólo miraba al frente.
Movió el coche unos centímetros hacia delante y yo, asomada a la ventana, perdí la calma y grité:
– «¡Ahora tenemos media rueda fuera!»
– «Ya, pero hay que hacer algo. No podemos quedarnos así», dijo en un tono seco y bajo que me hizo entrar en pánico.
Estaba muy rara, tanto ella como yo cuando estamos nerviosas hablamos, en eso, y en otras cosas, compartimos los mismos genes. Sin embargo, hay una preocupante excepción que he presenciado varias veces en ella, y es que cuando la situación es de vida o muerte, ella no despega los labios.
«Hay que hacer algo», repitió.
Mi pánico iba en aumento, mi voz era baja, ya no era mi voz e intentaba por todos los medios convencerla. Mi incesante parloteo no cesaba.
Apretó lentamente el pedal del acelerador, miraba al frente, la mirada recta hacia ese camino de tierra que nos engullía, estirando el cuello, concentrada, sujetando el volante, calculando hasta el último milímetro de la máquina que estaba manejando.
«De aquí a la eternidad», pensé.
Y pasamos.
Pasamos casi rascando la puerta del otro coche. Pasamos y yo me quedé muda.
Y cuando nos cruzamos con el otro coche, tras darnos las gracias, éste pudo proseguir su descenso.
Entonces ella paró el coche. Nos miramos.
Mis pulsaciones fueron descendiendo poco a poco hasta que dijo:
– «Voy a dar la vuelta. Yo por aquí no sigo».
– «¿La vuelta? ¿Qué vuelta?» ¡En un camino con espacio para un coche no se puede dar ninguna vuelta!
La miré horrorizada.
Era evidente que ninguna de las dos queríamos seguir subiendo por ese camino medieval, pero no había espacio alguno para la rectificación. Era como el camino del no retorno, como esas decisiones que tomas con las que tienes que vivir. Una especie de castigo o purgatorio. No se me iba de la cabeza aquel monje y su consejo.
Avanzó un poco con el coche para ver si encontraba un sitio algo más ancho, mientras yo sólo pensaba que, en la próxima curva, iba a aparecer otro coche, sólo que esta vez iba a ser un todoterreno.
Como si de un milagro se tratase, de pronto la oí decir: «No se puede».
«Gracias», pensé, por lo menos no subirá más, pero va a hacer algo. Eso seguro. Ella sabía que tenía que sacarnos de allí cuanto antes. Ya sé, pensé, dejamos el coche y nos vamos andando. A pesar de mi pánico, ni me atreví a proponérselo.
«Voy a ir hacia atrás».
Creo que en ese momento dejé de sentir miedo. Algo bloqueó mi sistema nervioso central o mi cerebro. Recuerdo vagamente que empezó a retroceder manejando el volante con sumo cuidado, acariciando cada curva muy lentamente, con calma, procurando no acercarse más de lo imprescindible al borde de aquel escarpado cañón.
Llegamos al principio del camino donde todo se hizo deliciosamente ancho.
Una vez a salvo, detuvo el coche, me miró y ya en un tono colérico, me espetó:
– «¿No decías que conocías el camino? ¡Pues la próxima vez conduces tú!».
Tal vez sea una anécdota real o tal vez un relato de ficción, no lo sé, pero en todo caso está contado de forma excepcional. Saludos.
Esta vez, totalmente real, por desgracia. Creo que ya tengo mi primera cana 🙂 Muchas gracias por tu comentario, Santiago. Un saludo.
Vaya situación crítica, pero bien resuelta. Tienes razón hay decisiones en la vida de un solo camino, pero pese a ello, siempre dejan abierta una pequeña posibilidad al cambio. Me ha gustado el estilo y en cuanto a esa cana que te ha salido, jajaja, no te preocupes. Buen fin de semana.
Muchas gracias por tu comentario. De todo se aprende. Buen fin de semana para ti también.