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Livia de Andrés

Archivos mensuales: mayo 2022

El datáfono

22 domingo May 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Humor, Idiomas, relatos, Vida

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crítica, humor, recuerdos, relatos, vida


Son las once de la mañana. La terraza está vacía aunque, no creo que por mucho tiempo, porque he visto un trasatlántico atracado en el muelle y los turistas no tardarán en desperdigarse por la ciudad. 


Me siento en una terraza al sol con intención de desayunar y marcharme en cuanto empiece a llenarse. La dueña se apresura a acercarse a mi mesa. Sabe que, además de habituales como yo, hoy tendrá mucho trabajo, tanto por los turistas, como por el cálido día.


Disfruto de mi desayuno mientras observo como la primera pareja de cruceristas se sienta en una mesa. El resto, se encuentran vacías.


Él pide una Coca-Cola. Ella pronuncia tímidamente: «Apfel Saft», a ver si hay suerte y la dueña la entiende en alemán. No hay suerte. Entonces dice que no importa y opta por pedir lo mismo que su marido.


Como estoy cerca, no he podido evitar oír la conversación y en un intento de ayudar a la frustrada dueña, le digo que le está pidiendo un zumo de manzana. Su rostro se ilumina, aunque no me da ni las gracias y regresa apresurada sobre sus pasos. Entonces, observo cómo comienza a gesticular con las manos, en un intento de imitar a alguien que exprime una naranja. Creo que ha asociado la palabra «Apfel» a la palabra inglesa «Apple» «Manzana». 


«Ya entiendo», «¿Quiere Affe?» Mientras mueve las manos haciendo un zumo imaginario ante la pareja que la mira entre horror y asombro. Y así permanece un rato, repitiendo el término «Affe» con insistencia. 


La pareja, ya entrada en años, la observa sin decir nada. En realidad, la palabra «Affe», significa «Simio» en alemán. Parece que eso de que les traigan un simio exprimido no les hace demasiada gracia. Ya se sabe, con las leyendas que circulan fuera de nuestras fronteras sobre los españoles, la mayoría falsas, a estas alturas, los no muy leídos, aún creen que somos capaces de llevar un simio, exprimirlo allí mismo y después cobrarles.


– «Nein, nein, nein, Cola, Cola!», repite la mujer alemana con insistencia para dejarlo meridianamente claro.


La mujer se retira con la bandeja hacia dentro del local, bastante frustrada, sin entender lo que ha ocurrido a pesar de sus esfuerzos e insistentes gesticulaciones.


Decido dar por finalizado mi desayuno en cuanto las mesas adyacentes comienzan a llenarse. Son casi las doce y ya ha empezado el despliegue de sangrías y cervezas.



Le pido que me cobre con tarjeta, pero a estas alturas su mente sólo registra mesas, bebidas, mientras calcula mentalmente los ingresos que los turistas van a generar ese día. 


A pesar de ser cliente habitual, mi presencia había pasado a un segundo plano. Los extranjeros y su poder de atracción con sus shorts. Lo de siempre.


Cuando por fin paso mi tarjeta por el aparato pita dos veces. La mujer, inclinada encima de mí, teclea de nuevo el importe, con cara visiblemente contrariada.


– «¡Injerte, injerte!», me grita ansiosa refiriéndose a mi tarjeta.


Como filóloga, aquello duele, de hecho me deja sin habla unos segundos. No sé si le ha ido la cabeza a Extremadura y está pensado en el Valle del Jerte o lo que quería era injertarme un cuchillo en alguna parte del cuerpo, a ver si se libraba de mi presencia de una vez. Mi tarjeta funciona, algo está mal con su datáfono o con el Wifi y así se lo digo.


En todo caso, la mujer está tan concentrada en las mesas adyacentes, que cada vez inclina más su cuerpo y bandeja hacia mí, con lo que las bebidas empiezan a deslizarse peligrosamente hacia mi blusa.


Inserto la tarjeta, en vez de pasarla por el lector, aunque algo me dice que aquello no va a resolver el problema. Quizá ese presentimiento, que he desarrollado a lo largo de los años tras intensas peleas con diversos aparatos instalarlos, reiniciarlos, leerme de diez a doce webs de tecnología, para llegar a la conclusión de que si nada funciona, es que el aparato está poseído por algún ente que ni los programadores entienden y, en un acto de fe, hay que desconectarlo para «que olvide», suele funcionar.


Es un deporte que practico unas cuantas veces al año, si resulta un caso muy grave o muy urgente por trabajo, recurro a un amigo holandés, que es programador, y nos ponemos al lío con «Timeviewer». Esta solución es la más humana, ya que charlamos sobre cómo están su mujer, su hija y podemos terminar hablando sobre miles de asuntos. Siempre es mejor el trato humano que insultar en soledad a un aparato.
 
Paso la tarjeta de nuevo. Nada, dos pitidos.


«¡Es tu tarjeta! ¡No funciona! «¡Yo no puedo perder el tiempo contigo!», me grita desesperada, perdiendo completamente los estribos, obsesionada por atender las otras mesas, mientras los extranjeros, que prácticamente acaban de sentarse, ríen y toman el sol disfrutando del día. 


Reconozco que aquello me enfada, en especial esa última frase me llega al alma: «¡No puedo perder más el tiempo contigo!» Soy consciente de que muchos españoles siguen quedándose extasiados ante una panda de guiris, pero esta señora, extasiada ante tanta sandalia, pretende que me vaya a casa a buscar el dinero. No. Ni soñarlo.


Me levanto y me voy hacia el interior del local. Allí me atiende su marido y enseguida aparece ella para explicarle «que no puedo pagar». 


Él me ofrece otro datáfono en el que no tengo que «injertar» nada y la tarjeta pasa sin problema, mientras el hombre me explica, calmado: «es que en la terraza, no funciona el Wifi».


Mi mirada se clava en ella: «Haber empezado por ahí», pensé. Espero una disculpa, pero nada. No era el aparato, ni tampoco mi tarjeta y un cliente espera una disculpa después de haber gritado ante toda la terraza que no podía pagar la cuenta. Nada. Impertérrita. Muda.


Meto la tarjeta en un bolsillo y me dirijo a ella: «Por cierto, ¿Sabe la señora alemana de la Coca-Cola con la que he intentado ayudarla? Pues la consumición que le ha ofrecido ha sido «Un Simio exprimido». «Espero que no se corra la voz de que en este sitio, se maltrata a los animales». Me mira tan estupefacta como espantada mientras doy media vuelta y salgo del local. 





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Un tranquilo paseo

15 domingo May 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Humor, Reflexiones, Uncategorized, Vida

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crítica, humor, Reflexiones, vida

Camino por una acera ancha bajo un día azul con luz y sol, ya que, como siempre, han anunciado lluvias.

Tres personas se acercan de frente, las tres vienen hacia mí, mientras me miran fijamente. No sé por qué me miran, lo que me pregunto es si realmente me ven, porque cuando nos crucemos, no habrá sitio para que pasemos todos. Echo un vistazo hacia el mar e intento respirar profundamente porque me huelo lo que va a ocurrir y no quiero enfadarme.

Nos cruzamos, ninguno de los tres se aparta, no cabemos y yo tengo que bajar de la acera a la carretera. Procuro no irritarme pero no puedo evitar pensar si su cerebro ha registrado que yo existo y dejar algo de espacio.

No importa. Es cotidiano. Sigo mi camino hacia la farmacia. Cuando llego veo que están atendiendo a tres personas en tres mostradores distintos, por tanto, opto por esperar en la calle, ya que, aunque espere dentro, no me van a atender antes.

Noto una presencia detrás de mí y la pregunta de rigor: «¿Estás esperando para entrar en la farmacia?» Le contesto que sí amablemente. Noto que se acerca algo más a mi cuello y otea hacia dentro de la tienda. Empiezo a sentir el acoso, ese acercamiento continuo por detrás, ese desasosiego del que cree que si estamos todos apelotonados dentro de la tienda las cosas van a ocurrir con más celeridad.

Hay que esperar y no me muevo de la puerta de la farmacia, soportando con estoicismo la presión de la susodicha, a la que parece que le resulta imposible esperar fuera, a pesar del espléndido día. Su estrés le debe de estar soplando al oído que está lloviendo. 

Por fin, dejan de atender a una señora que está a punto de salir. Entonces mi acosadora me sopla al oído: «Creo que ya puedes entrar». Le contesto: «No, no puedo, tengo que dejar salir a esta señora por la puerta para poder entrar», le digo con una voz contenida.

Hay mucha gente que piensa que si te abalanzas justo en el momento en el que alguien sale por la puerta de una tienda puedes volverte un cuerpo tan etéreo, que traspasa a todos los seres con los que te cruzas sin tropezar. 

Por fin, entro con paso rápido. Cuando me están atendiendo, la farmacéutica le habla a alguien que no soy yo. «Por favor, le dice: Apártese y espere en la puerta, tenemos aforo limitado». Mi acosadora parece estar convencida de que si se pega a mí, ganará la carrera de Fórmula Uno de a quién le despachan antes el Paracetamol. Idiota.

Ya en la calle, me dirijo hacia mi último recado. Esta zona está bastante llena por las numerosas tiendas que llenan la calle, pero como no son ni las once de la mañana, no tengo que pelearme por pasar y puedo terminar lo que tengo que hacer sin perder demasiado tiempo.

Unos metros más adelante veo a varias señoras delante de mí que no me dejan avanzar, intento ir por un lado pero, justo cuando procuro adelantarlas, se paran en seco, las cuatro, todas al tiempo, como si estuvieran guiadas por el chip de la sincronización. Se quedan paralizadas porque están acabando una frase y ya se sabe que eso de caminar y hablar, es tarea difícil. 

Cuando creo que se van a poner en marcha, algo les llama la atención, un cartel, miran hacia arriba y comienzan a leer en alto. No lo puedo creer. Yo sólo quiero pasar pero no existe ni un resquicio de espacio para mí. Intento ponerme de lado, muy arrimada a una pared. Entonces me convierto en su foco de atención, miran como estrujo mi cuerpo para poder adelantarlas. Incluso les pido que se aparten un poquito. Mi maniobra las entretiene más que el cartel, pero no por eso se mueven ni un ápice. Eso sí, me miran mucho. No entiendo nada, parecen zombis. Cuando ya he conseguido arrimarme todo lo posible a un escaparate para librarme del grupo, entonces deciden reanudar su marcha. Como sus movimientos no son precisamente hábiles, me obligan a retroceder y a situarme justo detrás de ellas, he regresado al puesto de salida.

Suspiro. No quiero estresarme. Es una mañana bonita y soleada, repito en mi cabeza, no hay para tanto. Por fin, han visto una cafetería y se apartan de mi camino.

Reanudo el paso, la calle está despejada y puedo caminar a mi ritmo. Respiro aliviada. Entonces veo que un hombre avanza de frente, con su perro, hacia mí. Sitio suficiente, no habrá problema esta vez. Sin embargo, noto que el dueño del perro deja la correa cada vez más suelta, hasta que al cruzarnos, mi única opción es ponerme a saltar o pararme de nuevo. Lo miro. Quiero que se dé cuenta de que no puedo pasar. Me mira, me mira mucho, no me ve, no se da cuenta de que está interrumpiendo mi paso. Me paro de nuevo, suspiro y miro al cielo. Por suerte el perro huele algo y se aparta.

No entiendo que la gente no sepa caminar por la calle, que no dejen pasar, voy pensando en rulo. No puedo dar un discurso a cada una de las personas con las que me cruzo pero mis pensamientos se apelotonan, hablo conmigo misma, parece que todos llevan orejeras, que no oyen ni ven, que no consideran que deban interrumpir su camino ante un obstáculo. Ellos van de frente, avanzan, por lo menos sus cuerpos, porque sus mentes no avanzan en absoluto, éstas se encuentran totalmente paralizadas.

Por fin alcanzo mi destino, realizo mi recado y salgo disparada hacia mi casa. Un hombre joven me adelanta por la derecha. Vale, tendrá prisa. Nada más pasarme, se cruza en mi camino para meterse por la izquierda en un portal y tengo que frenar en seco. Ha ganado un segundo y casi me ha hecho tropezar.

De pronto lo veo claro, no puede ser que la gente no sepa caminar, que no vea o que su egoísmo no les permita pensar más que en ellos mismos. No, la gente no es así. No se me había ocurrido ¡No son gente! ¡Son zombis! Por eso todo el mundo camina sin agilidad, sin sortear obstáculos, sin reaccionar ¡Están muertos!

Me voy a casa y cierro la puerta con llave, no vaya a ser que yo también me infecte y empiece a golpearme contra todos los muebles del piso.

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