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El arte del camuflaje ha llegado a los productos que nos venden. Todo está encogiendo.

No hace mucho tiempo tardaba meses en terminar mi dentífrico y aunque no suelo fijarme en este tipo de cuestiones, esta mañana he estado investigando concienzudamente el tubo y he podido observar que estaba lleno de aire pero que la pasta era harto escasa.

En la calle ocurre otro tanto, todo es más pequeño. Las enormes tapas que antes substituían con facilidad a una comida, también han visto reducido su tamaño.  

Si antes te presentaban unos albondigones del tamaño de una pelota de tenis, ahora te sirven unas miserables pelotillas, o lo que antes era un cuarto de tortilla, ha pasado a ser un tercio. Sin embargo, los precios no se reducen, más bien al contrario.

Hasta los gramos de los productos que vienen en los envases o envoltorios son menores, aunque resulta algo más complicado enterarse, ya que suelen centrifugar las letras hasta que hacerlas totalmente ilegibles.

Somos más pobres y menos libres. Vivimos bajo el mandato del decreto, de la restricción, casi todo está prohibido y casi todo, lo está, fuera de la ley.

Nos dictan cuando debemos hacer las cosas, cómo debemos hacerlas, nos sugieren mil formas de ahorrar y permanecemos sentados, quietos callados y acatando. Por eso estoy tan ocupada, hay tanto a lo que desobedecer.

Vivimos encogidos y encogiendo, nos encogen la cartera y nos encogen la mente, cautivos entre el mandato del miedo y el insultante decreto.

Estamos más enfadados, no más fuertes, pero sí más cansados.

Todo se hace más pequeño, menos nuestro cabreo, que es el único que no encoge.

Las dimensiones de los abusos a los que nos han sometido y siguen sometiendo es considerablemente grande, de un tamaño que, desde luego, importa.

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