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Livia de Andrés

Publicaciones de la categoría: Ensayos

Crimen y castigo

02 Jueves Jul 2020

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Humor, relatos, Vida

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crítica, historias, humor, relatos, vida

Imposible cenar contigo si no fotografiabas el plato que ibas a comer.

Un recuerdo de nuestra cena, pensaba yo entonces… hasta que lo ponías en Facebook.

Tristes eran los postres cuando observabas desolado que tenías un solitario “me gusta”. No se puede vivir para los “me gustas” de Facebook. Suele convertirse en algo trágico.

Sin embargo, los bogavantes te salían de unos colores fantásticos, he de reconocerlo. Claro que no podía ser de otra manera, porque si no te habías comprado el último iPhone que estaba a la venta no te atrevías a sacarlo del bolsillo. A ver si el camarero iba a pensar que no te lo podías permitir.

Cuando me decías que habías adelgazado unos treinta kilos porque habías pagado uno de los mejores hoteles expertos en adelgazamiento, de esos que preparan tu cuerpo con comidas regulares, paseos a ciertas horas y tiempo para la meditación, la verdad es que no mentías del todo. Me han dicho que la cárcel donde estuviste, tenía estas prestaciones.

Desde luego, a ti te había dado un aspecto bastante mejor. El que te hubiesen prohibido el alcohol y no te dejaran tomar hamburguesas a altas horas de la noche mientras veías, embelesado, películas de matones y mafiosos, a los que emulabas por las mañanas inventando alguna estafa por Internet… ¿Cómo llamabas tú a eso…? !Ah, sí, ya recuerdo! Ser empresario. En cierta manera tenías razón, creo que Vito Corleone tenía negocios parecidos y Tony Soprano también, sólo que él era mucho más simpático.

Siento haberte cortado el grifo de “emprendedor”, es todo un desperdicio, lo sé. Pero me enfadaba que dejases a tantas familias en la calle con tus estafas y cuando me enteré… En fin, siempre he sido mala para los “negocios”, hasta tú me lo decías.

Ahora con los treinta kilos otra vez a cuestas, y la poli pisándote los talones, se ha vuelto más difícil lo de los viajes, el champán y los spas.

Tu error fue pensar que las rubias éramos todas tontas.

Ahora el bogavante me lo voy a tomar yo, pero no voy a sacarle fotos, no vaya a ser que no me pongan un “me gusta” en Facebook y pase mala tarde.

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Premonición

28 Martes Abr 2020

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones, Vida

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pensamientos, Reflexiones, vida

Cuando te pasa una ola por encima poco puedes hacer más que esperar a que pase. Si tienes suerte sólo te quedan unos arañazos en la piel por haberte arrastrado y restregado por la arena del fondo. Después, te escupe hacia la superficie, como digo, si tienes suerte. La ola nos está pasando por encima y no es que vaya a tardar en pasar, sino que unas veces golpeará con más fuerza y otras con menos, se hará más grande o más pequeña, pero no volveremos a pisar tierra.

La gente espera impaciente al pistoletazo de salida para “recuperar su rutina” pero, el que sostiene la pistola dispara sin sentido y sin apuntar. Por eso no acierta.

Hoy he estado reflexionando sobre la estulticia del ser humano, incluida la mía. Es como el que no echa de menos jugar al tenis hasta que se lo prohíbe el médico, aunque no haya tocado una raqueta en su vida. Yo no echo de menos el tenis, pero hoy sí me he acordado del verano pasado, cuando me quejaba, antes de ir a la playa porque, a la vuelta, tenía que lavar la toalla y el bikini en la lavadora, me parecía muy molesto llegar llena de arena y sal. Lo mismo me ocurre cuando pienso en la pereza que me daba ir a hacer ejercicio al paseo marítimo que tengo frente a mi casa. Recuerdo que cuando cedía y me dejaba llevar por un libro o una serie, mientras disfrutaba de la comodidad de mi sofá, sufría unos remordimientos terribles. Sin embargo, también recuerdo que, a la vez, experimentaba una especie de premonición. Una vocecilla en mi mente que me susurraba: “Llegarán tiempos en los que te arrepentirás de no salir hoy a la calle”. Confieso que, a veces, hasta sentía miedo de pensarlo, por si alguien me oía. Pues me han oído.

Y ahora miro anhelante el mar desde mi ventana. Mi vida se ha convertido en una rutina mezcla de desinfección y desconfianza interminable.

Cierto es que, antes de que todo esto del virus se instalara entre nosotros, ya era consciente de que había idiotas. A ver, idiotas siempre los ha habido, pero nunca como los de ahora. No, esos son especiales porque llevan años entrenándose y han llegado a un grado muy alto, qué digo grado, a un doctorado en estupidez. Antes de que el bicho se nos echara encima, terrazas, bares y paseos estaban desbordados por gente gritona, maleducada y, según ellos, con derecho a todo. Gente que sólo iba a su casa a dormir, pero que casi no reconocía el color de su propio sofá y ahora, están desesperados porque el sofá se está vengando.

Solía ver parejas con sus bebés dormidos a su lado mientras ellos bebían hasta altas horas. Es humano errar, pero las hordas que no abandonaban las calles con el menor pretexto, las fiestas día sí, día no, los aviones como latas de sardinas, eso no era humano. Y yo presentía que iba a ocurrir algo y así ha sido.

Lo que siento es que, además de las muchas vidas de gente que aún tenía mucho por vivir, más que nada porque sabían vivir, se nos han echado encima otros virus paralelos de difícil solución.

Ahora ya no tengo premoniciones, más bien certezas: “1984 Orwell”.

Pues eso.

 

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¿Truco o trato?

27 Sábado Oct 2018

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humor, Reflexiones, relatos

 

Pocos segundos después de llamar al timbre, nos recibió una señora de mirada apagada y rostro seco, aunque agradable. Parecía haber estado llorando.

Su manera de caminar al enseñarnos el piso era lenta, intentando disimular sus ya escasas fuerzas. Avanzaba con dificultosa lentitud apoyándose en los pomos de las puertas, cada vez que abría una de las magníficas estancias de su bien conservada vivienda. Subimos por una gran escalera que conducía a una segunda planta, bien aireada y extensa. Subió despacio. Su respiración en cada uno de los peldaños mostraba fatiga.

Mientras avanzaba por las diversas habitaciones llenas de luz de aquel enorme piso en pleno centro de la ciudad, no podía evitar observar a la pobre anciana de rostro seco y ojos humedecidos.

Me sentía angustiada por aquella situación y por el esfuerzo al que se veía sometida para mostrarnos su piso. Por el contario, mi marido, me daba codazos y sonreía con satisfacción, regocijado al verla y pensar en el precio de ganga que nos había dado aquel hombre de la inmobiliaria. Parecía calcular el tiempo que le quedaría para que nosotros pudiésemos entrar a vivir en aquel fabuloso piso que jamás hubiéramos imaginado poder comprar. No podía evitar mirar a mi marido con odio por su falta sensibilidad ante aquella terrible situación, mientras él intentaba convencerme argumentando sobre lo que mejoraría la calidad de vida de aquella fatigada mujer gracias a la venta de su piso.

_Piénsalo_ me decía susurrando. Tendrá unos noventa y tantos y yo acabo de cumplir sesenta, ja, ja… El año que viene, como máximo, estaremos viviendo aquí. No pongas esa cara.

Cuando por fin salimos del piso, respiré profundamente y eché a andar con lágrimas en los ojos, sintiéndome la persona más infame de la tierra y odiando cada palabra de ánimo que salía de los labios de Luis, que sólo hablaba de números y de tiempo.

Cuando la anciana se quedó a solas, se sentó en el sofá de cuero que tenía junto al balcón, observó el cielo azul durante un instante y levantó el teléfono.

_ ¿Mary? Acaban de marcharse los del piso. Todo muy bien, sí, sí… Lo de la cebolla y el lápiz negro por el borde de los ojos ha funcionado, me salían unos lagrimones más gordos que en el funeral de Paco, parecía que no veía nada por las cataratas. Me he apoyado en las puertas, aunque me parecía demasiado, también ha colado. La mujer estaba a punto de darme el doble por el piso y, de paso, de divorciarse del borde del marido, que no sabe que le llevo tres años y ha estado echando cuentas. Aquí sí que casi lo estropeo todo porque me daba la risa. Gracias por todos tus consejos. Ha sido todo un éxito. En cuanto me saque todo esto de la cara, paso a buscarte en el coche y nos vamos al restaurante de Miguel para celebrar la venta del piso y mi sesenta y tres cumpleaños ¡Esta vez invito yo!

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Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos, Humor, relatos

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La Teoría de la Relatividad

12 Martes Jun 2018

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Alemania, Europa, extranjero, historias, humor, relatos, vida

Después de un trayecto en metro de unos veinte minutos encontré la casa. Caminé un par de minutos por la nieve y, ansiosa porque me abriesen, llamé al timbre.

Mis amigos alemanes me recibieron amistosos. Les entregué una botella de vino, saludé a todos, me deshice de la ropa de abrigo y entré en la cocina dispuesta a echar una mano.

La primera labor que me encomendaron fue que cortase algo de cebolla. Me dispuse a hacerlo con mi habitual entusiasmo en este tipo de reuniones, mientras charlaba animadamente. Olvidando que a los teutones no les gusta demasiado que se realicen dos tareas al mismo tiempo, charlar y cortar, por si te desconcentras. Pequeño fallo, el cual decidieron pasarme por esta vez.

Me situé al lado de mi amigo Jürgen que cortaba unos “Stein Pilze”, es decir, “Boletus”. Por su gesto austero, deduje que se encontraba en pleno auge de concentración en su labor.

Empuñé el cuchillo.

– Córtalos de cinco milímetros, por favor- dijo con una prudente voz.

Me volví para comprobar si bromeaba. No. No lo parecía. Su cara reflejaba una solemnidad que no admitía dudas.

– ¿Hablaba en serio? ¿No tendría que medirlos?

Miré de reojo hacia lo que los demás se afanaban en hacer y debo decir que ellos estaban picando todo con un mismo tamaño, ¿cómo lo harían? ¿tendrían ya ese gen de fábrica? A mí desde luego ese me faltaba… En realidad, La Teoría de la Relatividad, no tuvo nada que ver con Einstein, nació en mi tierra. En esas frondosas fragas y agitados mares, allí, todo es relativo, depende de muchos factores inherentes a muchos otros, con lo cual nunca se está seguro de nada. Todo es relativo. En el lugar que me vio nacer la cebolla se corta “en trozos relativamente finos”.

Inspiré hondo y empecé a cortar encima de la tabla. No pasaron ni diez segundos… cuando oí a mis espaldas…

– ¡Nein! ¡Nein!

Vale, vale, mis trocitos de cebolla no eran todos iguales, pero su sabor iba a ser el mismo, ¿por qué se ponían así? Miré en busca de algo de apoyo en el grupo, pero mejor hubiera sido no mirar ¡Qué jauría! Me miraban como si hubiese cometido un delito. En vez de una cena entre amigos parecía que había entrado en un correccional.

Fui relegada de mi labor y me alejaron de inmediato de las cebollas.

Cabizbaja, me apoyé en una esquina de la cocina. Uno de mis amigos más cercanos, se apiadó de mí y acudió en mi rescate. Acto seguido, me susurró al oído.

– Anda, acércate y ayudame a condimentar la salsa en la sartén mientras yo me ocupo de abrir el vino. Siempre había podido contar con él. Sonreí y lo acompañé.

Bien, esa labor no podía ser tan difícil, por lo menos mi amigo me sonreía. Comencé a desconfiar de él cuando lo observé abrir la botella con un sacacorchos enorme y complicado, que parecía diseñado por un ingeniero aeronáutico. Mientras él desplegaba toda su destreza manual y hasta creo que intelectual, observé con horror la misma cara. Concentración. Severidad. Sus ojos no se apartaban del corcho, las comisuras de sus labios se apretaban, pero sus manos obraban con mesura. Inspiraba miedo. Desvié la mirada.

– Señor, ¿es que esa manera de cocinar entre amigos era divertida para ellos? ¡Si cocinan en mi país se pegarían un tiro! Somos todo descoordinación para ellos.

Cuando abrió la botella, todos estallaron en una aplauso generalizado, acompañado de algunas onomatopeyas. Sin embargo, sus caras aún reflejaban cierta preocupación por toda aquella responsabilidad en lo de cortar y abrir botellas. Quizá aún estuviesen inquietos por el resultado final de lo que se cocinaba en los fogones.

Aquello, comenzaba a ponerme de mal humor. Era una situación absurda.

Una vez descorchada la botella, mi amigo me ofreció una copa. Después de haber atravesado medio Berlín con el fin de disfrutar de un agradable rato entre amigos, realmente no lo estaba consiguiendo.

– ¡Por fin! – pensé – no me vendrá mal un trago. Alargué mi mano para coger el vaso que me ofrecía.

– ¡Nein! Dijeron todos asustados.

¿Y ahora qué? ¿Es que también ahora había que medir algo?

– ¡Coge la copa por la base para que no quedan marcas de grasa de los dedos y para que suene al brindar!

¡Qué grave! ¡Qué preocupación!, pensé.

– ¡Eso ya lo sé! -grité- ¿Es que no podéis relajaros? ¡Es una cena en una casa y estáis todos descalzos menos yo! ¿Es que os he dicho yo que eso en mi país es mala educación o que a los demás mortales no nos gusta beber Rioja mientras olemos los calcetines de los demás?

Al parecer mis gritos los aplacaron un poco o quizá es que el genio español les iba. No sé, ni me importaba en aquel momento.

Aún más agobiada que antes, opté por acercarme a la olla para ayudar a condimentar, siguiendo las indicaciones que me había marcado mi amigo.

Se cercó a mí y me dijo.

– Échale un gramo de sal, por favor.

Ya estábamos otra vez con aquello de las medidas ¡Ahora necesitaba una pesa!

¡Una pizca! ¡Una pizca se dice en España! No me extraña que, con tantas restricciones, cuando os ponéis a beber en este país acabéis todos desmayados en el suelo! ¡Eso sí que lo teníais que medir!

Cogí el abrigo y mi gorro, salí a la calle que se encontraba cubierta de un hermoso y denso manto nevado. Pensé en huir en avión a Betanzos, pero en vez de eso, me subí al metro y entré en el primer bar español que encontré. Allí, me abrí paso entre un delicioso bullicio. Me sirvieron un Rioja, creo que el camarero sostuvo la copa por la parte equivocada, saludé a unos amigos, y me tomé el trozo de tortilla más irregular que encontré.

¡A veces hace falta poner trocitos de imperfección de tu vida!

Aunque todo es relativo 🙂

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Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos, Humor, relatos, Vida

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Aún no

12 Martes Jun 2018

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historias, pensamientos, Reflexiones

En esos momentos en los que esa amalgama gris lo cubre todo, no escribe, ni atiende, ni piensa. Entonces escucha música.

Busca canciones que la conduzcan allí donde antes estaba. Sólo algunas veces encuentra lo que está buscando. Entonces lo escucha una y otra vez. Sube el volumen para que todo se inunde con aquellas notas que comienzan a producir su efecto hasta que no sólo vibran en sus oídos, sino allí dentro, muy dentro, en el lugar olvidado.

Se deja llevar. Baila. Cierra los ojos y ese resquicio sellado se resquebraja y comienza a sentir la cálida luz del sol en su cara, en entonces cuando el estado gris parece desvanecerse. Duda sobre si alguna vez ha existido. Y sonríe levemente. Un momento de felicidad. “Retenlo”, piensa.

Entonces es cuando ocurre, aquella cálida luz que invadía sus entrañas ha reabierto aquello. Duele. Debe apresurarse a detener la música. Y se precipita a hacerlo con el cuchillo hundiéndose cada vez más en su alma y lágrimas en los ojos. Aún no, no puede, no es el momento.

Cuando las notas cesan, paulatinamente todos los tonos del gris regresan.

Se queda allí en mitad del salón. La calma reaparece y apacigua el dolor. Prefiere el gris.

Allí permanece, con el corazón palpitando, el sudor secándose en su frente, en medio de un silencioso vacío, por fin vuelve a no sentir nada.

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Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos

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La intrusa

09 Sábado Jun 2018

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hipocondría, historias, humor, relatos, vida

El verano se acerca y empieza mi obsesión porque ningún ser vivo, excepto yo y mis visitas, entren en mi piso.

Ayer por la tarde, después de una larga jornada, me tumbé en el sofá dispuesta a leer tranquilamente arrullada por el sonido de la nada, esto es, en un silencio absoluto.

No había ni leído media página del libro que tenía entre mis manos, cuando algo me obligó a alzar la mirada. Empezaba la temporada de verano: un mosca.

Intenté pasar del asunto convenciéndome de que igual que había entrado por la ventana entreabierta, sabría encontrar la salida.

Procuré retomar mi lectura, pero no pude. Como ya sabréis por otra de mis entradas, en cierta ocasión quise reservar habitación en el hotel cinco estrellas que tengo enfrente de mi casa, porque una abeja se empeñó en pasar la tarde en mi salón.

La mosca de ayer era muy rara, no dejaba de dar vueltas siempre por encima de mi cabeza, yo creo que ya nos conocíamos porque no entiendo que no escogiese otra parte de la habitación para su periplo en cuadrícula.

Por norma general, sentirme perseguida, me pone nerviosa, Por este motivo, tomé la decisión de interrumpir mi lectura y encararme con el intruso.

En muchas ocasiones de mi vida he lamentado no ser una asesina, por ejemplo, aquella vez en Toledo cuando me encontré con una cucaracha más grande que un pendrive, o con aquella avispa un verano en Alemania, por la que me ví obligada a levantar mi vestido y enseñarle las bragas a un sonriente camionero que hizo sonar el claxon de su vehículo por aquel inesperado y gratuito espectáculo de destape con grito incluido; O, la vez en la que le pegué a un chico en Budapest en plena calle, sin conocerlo, porque pensé que lo atacaba una libélula gigante; O aquel otro, en el que recorrí medio Lago de Ginebra con un ojo cerrado a causa de un minúsculo mosquito que se me metió en el ojo y que hacía que viese una mancha negra si lo abría. Lo único que conseguí con este gesto es que me guiñaran el ojo casi todos los hombres que se cruzaban conmigo aquel caluroso domingo de verano creyendo que buscaba plan para de fin de semana.

Y así podría relatar una infinita lista de momentos ridículos a los que me ha obligado mi fobia a los insectos, bichos, bichitos y demás seres diminutos, por la simple razón de que no los ves venir. La de manotazos que me he pegado a mí misma, la de limpiezas de cutis debajo de las sábanas, sudando, para protegerme del ataque de algún mosquito agresivo que no atendía a razones. La de saltos que he dado, tanto en público, como en privado, para librarme de estos seres.

Y, como decía antes, siento no ser una asesina. No lo soy. No puedo matarlos, pero les hablo, les hablo mucho, en prolongadas conversaciones para intentar que se avengan a razones y en diversos idiomas, por si acaso es ese el problema. Idiota ¿verdad? Porque no me oyen. Ya lo sé. En eso sí que me parezco a esas personas que razonan con sus mascotas por la calle y les recriminan: “¿Pero que te he dicho antes? ¡Que primero tenía que ir al cajero y después a comprar el pan! ¡Si es que no atiendes cuando te hablo!” Y, claro, como las mascotas los miran, porque reconozco que los miran mucho, por eso sus dueños piensan que les entienden, tanto el pretérito perfecto, como el mensaje.

Pues yo ayer me dedicaba a lo mismo, pero con la mosca, aunque no por la misma razón, es simplemente porque no podía, ni quería, matarla. Nunca lo hago, con ninguna. Es entonces cuando les indico el camino, muevo el aire que las rodea con cojines, les digo que por ahí van bien, por allí no y todo tipo de estupideces mientras salto de un sofá a otro, de alfombra al suelo, mientras agito brazos y manos sin cesar.

Es muy cansado, muy buen ejercicio también, pero la mosca de ayer… ésa me conocía, seguro, y eso que dicen que viven un día, pues yo casi podría asegurar que con esta me había cruzado antes, porque lo que en moscas más entrañables me lleva menos de un cuarto de hora, con ésta se prolongó más de dos. Yo creo que hasta se reía. Cuando empezó la segunda hora, ya no sólo lo intentaba con palabras dulces, llegué a ponerme agresiva y hasta a gritarle ¿Quién en su sano juicio se enfada con un animalito con el cerebro de una mosca?

Sin embargo, la mosca en cuestión tenía que ser de Pontevedra, una zona de mi tierra de espectacular belleza, aunque debo decir que con moscas muy pesadas, porque siempre vuelven. No lo digo yo. Está científicamente probado: Las moscas de Pontevedra vuelven. Siempre. Y ésta no es que volviese, es que se empecinaba en no ir hacia la ventana. No quería salir y volar libremente con la brisa marina agitando sus alas. No, no, quería quedarse en mi salón y en la misma parte del mismo. Si no se hubiese tratado de una mosca, hubiese pensado que sufría una psicosis paranoica por la de vueltas que daba en torno al mismo sitio. Claro que, también podía ser que supiese que se aproximaba la hora de la cena. Hasta probé a freír unas croquetas con las que la tentaba intentando dirigirla hacia la ventana que la esperaba abierta de par en par. Pero nada.

Confieso que, en cierto momento de rabia incontenible, se me pasó por la cabeza asesinarla. Sí, lo reconozco. Sin embargo, enseguida recobré la cordura y me detuvo el pensamiento de convertirme en una asesina, aunque lo que más me frenó, fue el mero pensamiento de cómo me desharía del cuerpo, un cuerpo aplastado, la sangre que soltaría. No, no era opción.

No la asesiné pero tampoco puedo aseguraros cómo desapareció. Sólo sé que me desperté al día siguiente encima del sofá abrazada a un cojín. Lo curioso del caso es que las croquetas de la ventana no estaban y la mosca tampoco.

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Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos, Humor, relatos, Vida

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Mentiras

09 Viernes Feb 2018

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Literatura, relatos

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escritores, extranjero, historias, relatos, USA

NY people

En caso de que no hayas vivido nunca en Nueva York, te diré que hay bares en los que sólo encuentras fantasmas y no me refiero a esos de los que llevan sábanas, sino a los otros. Yo solía ir bastante por esos bares, me gustaba la decoración, pero al tiempo, debía lidiar con esas chicas sentadas al piano intentando cantar en francés con acento americano, mientras todos los pijos que las escuchaban con devoción, pagaban exacerbadas sumas de dinero, sólo para rodearse de tanta sofisticación. Bueno, ya conocéis la debilidad de los americanos por lo francés.

Reconozco que yo, en aquella época, recién licenciado, me dedicaba a observar y tomar notas por todas partes a las que iba y, parte del juego, eran las mentiras. Me salían así, sin pensar. Era horrible. Cuando ya la había soltado, me daba cuenta de la tremenda estupidez que había dicho y, para mi sorpresa, cuanto más grande era la mentira, más se la creían aquellos pijos. Si alguien me preguntaba hacia donde me dirigía, en vez de decirle que me iba a comprar el periódico, le soltaba que me iba a la ópera. Era terrible. Aquella gente deseaba ese tipo de respuestas y yo se las daba. Cuanto más mentía, más locos se volvían. Un día un tío se me acercó. Al parecer se trataba de un gran empresario de no se qué empresa de tecnología y me preguntó a qué me dedicaba. Le contesté que era escritor y que había publicado más de cinco libros. Por aquel entonces, yo tan solo contaba con veinticinco años. Como buen snob que era, le encantó mi respuesta. Hasta me pidió que le firmase la servilleta. Hice un garabato por miedo a que se le ocurriese buscar mi nombre en Google o algo así. Siempre me pregunté porqué en aquella etapa de mi estancia en Nueva York, había mentido tanto. Quizá fuese porque, inconscientemente, si no eras un pez gordo o una celebridad en aquellos ambientes, nadie te hubiera dirigido la palabra. No sé, el caso es que mentía con tal naturalidad, que fue ahí donde empecé a pensar que quizá lo mío fuese inventar historias. Y también pienso que, si no hubiese desarrollado tal capacidad, ahora no tendría veinte libros publicados, una casa en propiedad, otra de vacaciones, una mujer tan guapa, tres niños y un perro. Sin embargo, no sólo eso ha cambiado, ahora ya no miento, no tanto como antes, por lo menos. Sólo lo hago cuando escribo, al fin y al cabo, de eso se tratan las novelas, de inventarse historias, ¿no?

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Prejuicios

31 Domingo Dic 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones, relatos

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Reflexiones, relatos

bar 2

¡Camarero! Dijo el anciano sentado en la barra del bar.

-Pregunte a aquellos dos caballeros de la mesa de la esquina si puedo tomar dos dedos del vino que están bebiendo.

El camarero sin dar muestra alguna de la extraña petición, se acercó a los dos hombres de aspecto pulcro e hizo lo que le pedía.

Los dos hombres, volvieron su mirada hacia aquel individuo de aspecto bohemio y, minutos después, el camarero sirvió dos dedos del vino al hombre que, levantando la copa, les dedicó una sonrisa.

Cuando ambos terminaron la botella, el anciano encargó que les sirviesen otra de la misma añada.

Ambos se quedaron gratamente sorprendidos, pues jamás pensaron que aquel anciano extravagante, pudiera permitirse pagar cerca de mil euros por aquella botella.

Y es que, en la mayoría de las ocasiones, los prejuicios nos ciegan. Y, a veces, basta con respirar hasta el fondo, sonreír y dejarse sorprender.

¡Feliz 2018!

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Ingenuidad

30 Sábado Dic 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Humor

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historias, humor, relatos

Shy

Mi amiga Joanna siempre ha sido bastante ingenua.

Recuerdo que, cuando éramos adolescentes, la acompañé al dermatólogo porque Joanna tenía psoriasis en los codos. Y menos mal que estaba yo presente, pues lo primero que le pidió el octogenario doctor fue que se sacase el sujetador. En cuanto la vi empezar a desabrocharse, me la llevé de allí gritándole si no sabía en qué parte del cuerpo tenía los codos. Aquel enfado nos duró varios meses.

Sin embargo, debo confesar que, últimamente, me preocupa, pues sus pequeños despistes se han hecho más graves. Ayer, sin ir más lejos, su marido me contó que hace dos años Joanna leyó que los supositorios se habían estado administrando de forma errónea desde hacía años, pues su forma cilíndrica y con punta había llevado a confusión a buena parte de la población. No era la parte afilada la que debía entrar primero, sino al revés. Ella, sin atreverse a confesar, ni siquiera a su propio marido, que llevaba toda su vida haciéndolo “mal”, se pasó dos años enteros poniéndose los supositorios al revés. Vamos que, los introducía por la parte cortada y con aristas, por doloroso que le resultase con el fin de enmendarse. Hasta que, cierto día, leyó en Internet que dicho consejo había resultado ser una broma que había circulado por la red y que sólo unos cuantos incautos se habían tragado. Aquello fue un duro golpe para ella. Se había pasado dos años sufriendo en silencio para terminar como siempre, avergonzada y con la autoestima por los suelos.

En fin, que mi amiga Joanna sufre de ingenuidad incurable. Además de tener una autoestima baja, lo cual únicamente le conduce a una continua desconfianza que se acentúa con sus más allegados. De manera que, cualquier cosa que le dices, la retuerce y comprueba de forma casi enfermiza. Sin embargo, no suele seguir esta pauta con los desconocidos.

Me permito escribir esto sobre ella, porque, en este momento, se encuentra en la barra del bar, pagando las consumiciones de la mesa de al lado, a un grupo que dice ser de Sevilla y que asegura que les han robado la cartera. Y eso que, su acento andaluz tiene visos de ser más bien de Chamberí.

Ella es así.

¿Para qué le voy a estropear la Navidad?

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Un chef con estrella

25 Martes Jul 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Humor

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crítica, humor, vida

Michelin

Las estrellas Michelin son el reconocimiento más deseado por los cocineros del mundo.

Es un excelente cocinero, trabaja mucho, todo lo que pasa por sus manos se convierte en mágico, además de ser todo un líder para su equipo.

Hoy me encuentro en uno de esos atardeceres de verano que se recuerdan en las frías noches de invierno.

Entramos en su casa. Su cocina es espectacular. No sólo a él le apetece cocinar ahí, a mí también. Se da cuenta por mi mirada de lo que siento al estar allí.

Me invita a coger dos copas situadas en un estante de madera, mientras las vistas de la cocina abierta a la terraza nos traen un intenso olor a mar.

El atardecer añade, si cabe, más belleza al momento. La última pizca de calor se nos escapa de las manos.

Descorchamos una botella de vino. Miro cómo sirve algo en ambas copas mientras sonríe.

Me da igual que cocine algo poco habitual. Comeré cualquier creación suya sin rechistar, por muy extravagante que me parezca. Sólo quiero disfrutar del atardecer entre ollas de lujo.

Me mira y me guiña un ojo, mientras pregunta:

  • ¿Hacemos huevos fritos con patatas para variar un poco?

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Desde mi esquina

21 Miércoles Jun 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones

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escritores, Reflexiones, vida

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Un sol abrasador entra por las ventanas del salón y se refleja con fuerza en la robusta e impertérrita  mesa de madera que se mantiene a la espera de esas cenas con amigos que la dejan cansada y satisfecha.

El calor me impide pensar. Hoy es un día cualquiera. La brisa de la terraza situada debajo de mi apartamento se me antoja un paraíso alcanzable para librarme de aquello hasta que caiga la noche.

Sentada en mi mesa del rincón, soy consciente de estar experimentando unos de esos días extraños en los que mi cabeza no es capaz de dejar de vagar de un sitio a otro y de hacerse preguntas estúpidas que no conducen a ningún sitio bueno.

Uno de esos días en los que ni tú misma sabes cómo te sientes, en los que te molesta todo y todos, en los que discutes sin razón, en los que hasta el azul del mar te parece molesto.

No soporto mi desgana, podría escribir mil historias observando todo aquel bullicio de la cafetería, pero no me dejo arrullar por este ambiente contagioso. Todos parecen disfrutar y yo me niego, conscientemente, y eso me enfada aún más.

Sentada en una mesa de la esquina observo  todos esos veleros y yates que entran a puerto. Encuentro cierto consuelo, para, al minuto siguiente, acordarme de todos aquellos que protestan escondidos tras sus ordenadores; todos los que se callan por miedo; los mediocres que piden becas copiando textos de internet, mientras que los que están dotados de un cerebro, trabajan de camareros; vienen a mi mente los que retiran sus acciones sin decir nada a los que carecen de información privilegiada, dejándolos sin sus ahorros; me enfada pensar lo desprotegidos que estamos los que no vamos en coche oficial; pienso en todos aquellos que encadenan su vida a su barrio, al no ser capaces de abandonar sus costumbres; pienso en los expertos en el arte de tergiversar y en mi estúpida confianza en el ser humano.

Y, en ese momento, viene a mi mente mi padre, sentado, sonriendo, consciente de la situación, sin protestar, amable, sin derramar jamás una lágrima, uno de los hombre más valientes que conozco, uno de los hombres que no se deja conocer por nadie… excepto por mí. Recuerdo sus guiños cuando mamá da saltitos a escondidas en la cocina en un intento más por abandonar su muleta, sus silencios llenos de significado, recuerdo mis esfuerzos, mi cansancio, mis enfados, mis traiciones, mi lealtad. Y un remolino de pensamientos contradictorios me ahoga. Y vuelvo a pensar que este día, es uno de mis días extraños, de los que acaban haciéndome daño, de los que hay que pasar rápidamente y sin respirar.

Intento centrarme en la brisa marina. Jorge, el hijo del dueño, se acerca con una sonrisa y comenta algo sobre el tiempo. Continuo tecleando estas notas apresuradas, sintiéndome extraña entre todos esos desconocidos que ya conozco. La gente que me rodea parece también estudiarme con disimulo. No me gusta esta sensación, me gustaría pasar inadvertida, pero es algo que no suelo conseguir. Hay algo en mí que me delata. Quizá esta soledad que yo misma he elegido esta tarde.

En realidad, sería más sencillo ser como Carver y sacarle partido a la vida cotidiana sin más e imaginar historias con solo mirar a mi alrededor para poder escribir sobre camareras y camioneros. Sin embargo, hoy me parezco más al huidizo Salinger en busca de un escondite, a la espera de que un día como hoy pase pronto y no se repita con demasiada frecuencia.

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¿Lo dudas?

06 Martes Jun 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Humor, Vida

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humor, pensamientos, Reflexiones, vida

Whatsapp

Al otro lado del móvil, me dicen:

-Ya está ¡Los tengo!

En ese momento me viene a la cabeza las palabras que me dijiste en nuestra última conversación.

-No seas fría. Pareces nórdica.

Comienza a hablar y tras unas cuantas frases, me repite lo mismo.

Le respondo que los “whatsapps” carecen de tono y que no me parece serio poner emoticonos a este tipo de mensajes.

-¿Seguro que eres gallega? ¿No se te habrá pegado algo de vivir en el extranjero?

Le gusta picarme. Una reacción muy gallega para un gallego medio suizo.

Empiezo a caer en sus redes y a decirle que la lluvia no me amilana, que sé perfectamente que en junio a las once es aún de día, que sé cómo se hace una ajada, que estoy acostumbrada a beber vino en cunca, que conozco los misterios de los pimientos de Padrón, que soy fan de Estrella Galicia, que de Lugo a Vigo no se debe ir en tren a no ser que lo único que busques sea fotografiar el paisaje, que no me fío de los veranos de 30 grados y siempre llevo una chaqueta, que sé lo que son esas cosas de madera cuadradas en medio de las rías, que el agua del mar no está fría…

Oigo cómo se ríe de mis esfuerzos al otro lado del teléfono.

Reflexiono un momento. Creo que es más gallego que yo. Vale. No pienso entrar más en su juego. Yo también soy de la tierra. En un arranque de orgullo, me río a carcajadas de sus críticas.

Èl insiste en tono burlón. No me contesta y sigue con la pregunta.

-Son buenas noticias, ¿no? ¡Por fin!

Y yo, abandono la lista de tópicos para, también por fin, hablar sin mensajes, con entonación, poniendo todo mi acento y mis risas.

Quizá mañana, empiece a convecerse de que ambos hemos nacido en la misma tierra.

Aunque no puedo evitar tener mis dudas. Al fin y al cabo, soy gallega.

Un saludo R. 🙂

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La conversación

04 Domingo Jun 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos

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pensamientos, Reflexiones

Silencio

Se sintió algo asfixiada después de la conversación. Nunca hasta el momento se había tocado el tema pero ya no se podía obviar por más tiempo. Sentía latir su corazón en las sienes, se sentía inquieta, sudaba y su cabeza retorcía una y otra vez las mismas frases sin que lograra que cobrasen sentido.

Era una de esas conversaciones que existen desde hace años pero que no se recuerdan a propósito. Eso sí, había que pasar por ello, ya no había más plazo. Era necesario.

Al salir de la sala aún recordaba que el tono de la misma había escalado sin cesar, que los argumentos se sucedían ágiles y escurridizos, como fuera de control, pero ya no recordaba sobre lo que se había hablado.

En algún momento sintió la angustia en algún sitio ya dolorido, al que había decidido no volver.

Cuando se quedó sola respiró aliviada, mientras sentía como el peso iba desapareciendo. Después de un rato lo había olvidado todo, incluso los sentimientos que la conversación habían provocado en su cuerpo.

Sabía con certeza que se calmaría y hablaría de otros temas caminado en silencio o con una cerveza entre las manos. Ocurriría igual que con las noticias del periódico, al principio la obsesionaban, para caer en el olvido transcurridas unas horas, solapadas por los acontecimientos del día.

Simplemente, su mente decidió no amenazar más su futuro recordando frases que era mejor olvidar. Por eso, apagó el zumbido de sus pensamientos, para no envenenar sus venideros días de luz.

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Vidas paralelas

05 Domingo Mar 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones

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Europa, extranjero, Literatura, Reflexiones

Maleta

Observaba, tras aquel ventanal, cómo un manto de lluvia caía sobre transeúntes que corrían a guarecerse bajo los arcos.

Su café aún estaba caliente y, según su costumbre, lo estrechaba entre sus manos, no sólo para calentarse, sino como en un afán desmedido de que aquel momento no se escapase.

Fue ahí, mientras el humo y el olor de la taza acariciaba sus mejillas, cuando se le ocurrió pensar en la de veces que corremos sin saber hacia dónde, persiguiendo algo que no se sabe lo que es y que, tras mucho tiempo, te dabas cuenta de que, casi siempre, estaba delante de tus narices. Era una tontería pensar en lo que vendría después, era estúpido ir tachando cosas de tu lista imaginaria para llegar. No se llegaba, por lo menos, no así.

Sentada en su cafetería favorita, justo en aquel momento, era ridículo pensar en lo que iba a venir o lo que quería alcanzar. Estaba harta de conducir tan rápidamente, en realidad estaba harta de conducir, siempre atada a su móvil, a sus aplicaciones, respondiendo mensajes continuamente como si le fuese la vida en ello.

Se daba cuenta de que todo podía esperar. Excepto momentos como aquellos y, menos, en aquella ciudad donde un día había vivido una vida paralela a la suya. Una de las muchas ciudades donde había ensayado cómo hubiera sido ella en un sitio al que no pertenecía, imaginándose cómo se hubiera desarrollado todo si hubiese nacido allí.

Un sueño de dos años para, como siempre, hacer las maletas. Ese momento tan difícil, un momento más lleno de decisiones que ningún otro. Hacer y deshacer las maletas implicaba un sinfín de decisiones, miles de previsiones futuras. Odiaba hacer y deshacer maletas, tanto para marcharse, como para llegar y, sin embargo, había sido una constante en su vida.

Siempre persiguiendo aquel espejo paralelo, su otro yo en otra vida, en otro país, en otros brazos, en otra historia, sólo por saber, por curiosidad, por mirar qué había en su otra vida paralela, persiguiendo tachar vidas de su lista, para terminar haciendo las maletas, porque, en el fondo, sabía que su vida se encontraba en aquellos momentos felices tras un ventanal con una taza de café caliente entre sus manos. Y eso, lo tenía en cualquier cafetería, en cualquier barrio de cualquier lugar del mundo. También en el suyo propio. Aunque para entenderlo, hay que tener las maletas bien llenas de vidas paralelas.

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Después de la tempestad

06 Lunes Feb 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones

≈ 4 comentarios

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Literatura, pensamientos, Reflexiones, relatos

Soledad

Estoy sentada en la mesa de madera frente a mi ventana. Veo cómo el océano se torna de un gris oscuro que anuncia tormenta. Me duele todo el cuerpo. No ha sido un día fácil y regresar a casa tampoco lo es.

Me voy a la nevera, la luz blanca me da en los ojos como un faro en mitad de la niebla, saco una lata de cerveza fría. La miro y me pregunto por qué tengo las cervezas en la nevera con el frío que hace en la calle. Enciendo la calefacción. Mi mente deja de pensar en la temperatura de la lata que tengo en las manos para regresar al dolor del pasado, invisible para el mundo, pero supurando lentamente en imágenes de lo ocurrido que se incrustan en mi mente cuando menos las espero.

La ayuda ha desaparecido sin previo aviso y un manto negro de silencio me rodea. A veces, el dolor remite, pero vuelve con fuerza en los momentos más insospechados. La tormenta ha pasado y me han dejado sola. La calma es peor que cuando luchaba contra olas de siete metros.

Me siento frente al ordenador y abro Facebook, una de las aplicaciones más absurdas y aburridas que conozco, ideal para días en los que no quieres pensar en nada serio o para personas que no quieren involucrarse en nada, sino sólo dar una imagen de sí mismas que les permita conciliar el sueño.

Observo como muchos de mis contactos pinchan enloquecidos que ayudemos a los refugiados y a los que sufren enfermedades. Vuelvo la mirada hacia mi móvil, justo encima de mi mesa. Hace días que no suena, la tormenta ha pasado, o por lo menos, eso creen ellos, o no.

Toda mi vida he sabido que los cobardes huyen en cuanto pueden. Sin embargo, sé que saben que cuando las olas te han destrozado el barco, cuando tienes el cuerpo lleno de arañazos de las maderas que has arrancado con tus propias manos para no ahogarte, o cuando los troncos inertes a los que te has agarrado, cuando tus heridas aún son muy dolorosas, de un dolor casi insoportable, no es el momento de desaparecer.

Soy consciente de que es más fácil hacer click en tu teclado desde la comodidad de tu casa a favor de los refugiados, que ayudar a las personas que tienes cerca. Hay poca gente dispuesta a oír que, después de las tormentas, sobreviene una calma tan solitaria, que es prácticamente insoportable. También huyen conscientes de que, cualquier día, el mar entrará oscuro y negro en su salón, por mucho que se empeñen en cerrarle las puertas.

Mis pensamientos sobre el ser humano amenazan con desestabilizar mi fe en las personas cercanas, ésas con las que cuentas, en tu ingenuidad, y que, al final, se refugian en su torre, rodeados de costumbres inútiles que los aferran a una periodicidad segura, de horarios apretados, hundidos en una soledad virtual pintada de colores por amigos inexistentes, seguros de que ésos no van a llamar a su puerta.

Bebo un sorbo de cerveza, aún demasiado fría, mientras contemplo cómo se irritan en Facebook por gente a la que no conocen, leo sus comentarios enfurecidos, escandalizados, pidiendo ayuda al que lo necesita. Piden ayuda al que lo  necesita siempre que sea alguien anónimo, que esté lejos, que no les importe nada.

No puedo evitar sonreír pensando que, si un refugiado llamase a su puerta, todos los que hacen click en su defensa, no la abrirían. Lo sé, porque, sino, no habría tanta gente hundida en la angustiosa calma que dejan tras de sí las tormentas.

 

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Esperando un tren

19 Domingo Jun 2016

Posted by Livia de Andrés in Ensayos

≈ 2 comentarios

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pensamientos, Reflexiones

Estación vacía

Salto al vacío con los ojos cerrados.

Busco respuestas en el firmamento de la soledad.

Mi mirada perdida vaga entre las vías.

Me encuentro detenida esperando mi tren.

Busco motivos dentro de mi cabeza y, con la tristeza como compañera no deseada, espero una señal.

Mientras el tiempo se me escapa, la duda me retiene y la soledad me acosa.

En el andén vacío mi tren no llega, ni quiero, pero sé que debo subir a ese vagón sin remedio, con la esperanza de que me lleve a un destino mejor.

¿Esperas tú conmigo? ¿O acaso huyes como lo han hecho los demás por ver una estación demasiado fría?

Mis tardes bajo el sol del atardecer son gélidas del calor que preciso, llenas de tormentas mentales, espero el tren de mi destino.

Busco miradas y encuentro voces tenues de océanos grises que no me ayudan por débiles y cobardes.

Encuentro almas sin alma, ciegas de mando y sin compasión. Ciegas.

Anoche soñaba el atardecer sobre el mar. Todo parecía que iba a ser normal.

Espero con ansiedad mi tren, el que debe llegar y al que temo que llegue.

Ese tren que sacude mis segundos sin compasión ni pausa.

Ese tren que me tiene agotada antes de subir a él.

Aquel que quizá, con el tiempo, mi vida salvará, tal vez.

Mientras, decenas de personas se suben a él cada día, a mí, en mi desamparo, me parece ser la única, rodeada de almas sin alma.

Espero que llegue mi tren al que me subiré bajo la tenue luz de la incertidumbre y del que espero bajar en la estación de la vida.

Y mientras, sigo esperando mi tren.

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Sin hacer ruido

05 Domingo Jun 2016

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones

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pensamientos, Reflexiones

Sin hacer ruido

Sé que está mal visto hacer ruido.

Cualquier forma de protesta fuera de los canales habituales no debe manifestarse.

Los ataques de ansiedad deben ir dirigidos hacia dentro. Y tu estrés, te lo tragas, no lo compartas. Es mucho más civilizado interiorizar tus sentimientos y asentir con una sonrisa, pienses lo que pienses, sientas lo que sientas.

Hemos creado un mundo donde lo genuinamente humano no se ve con buenos ojos.

Hay que callarse. Impedir que los sentimientos afloren.

Hay que vivir en una calle cualquiera, en una ciudad cualquiera y disimular que, en realidad, te sientes igual que el vecino.

La palabra “compartir” no se lleva, ni se hace. Nos deshumanizamos cada vez más. La empatía con otro ser humano es interpretada como debilidad o estupidez.

Pues nos estamos equivocando y de qué manera.

Un mundo donde los sentimientos se expresasen en nuestras conversaciones, sería un mundo más digno de ser vivido.

Ya que, lo profundamente humano, que nos empeñamos en matar a diario, emergerá siempre, en algún momento y triunfará por encima de toda racionalidad de una forma infantil, irreflexiva y casi involuntaria.

No merece la pena vivir sin mostrar nuestro lado humano, aunque éste, a veces, signifique sufrir, que es mucho mejor que salir huyendo.

Aunque vivas en un país cualquiera, en una ciudad cualquiera, en una calle cualquiera y ayudes a cualquiera.

 

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