El arte del camuflaje ha llegado a los productos que nos venden. Todo está encogiendo.
No hace mucho tiempo tardaba meses en terminar mi dentífrico y aunque no suelo fijarme en este tipo de cuestiones, esta mañana he estado investigando concienzudamente el tubo y he podido observar que estaba lleno de aire pero que la pasta era harto escasa.
En la calle ocurre otro tanto, todo es más pequeño. Las enormes tapas que antes substituían con facilidad a una comida, también han visto reducido su tamaño.
Si antes te presentaban unos albondigones del tamaño de una pelota de tenis, ahora te sirven unas miserables pelotillas, o lo que antes era un cuarto de tortilla, ha pasado a ser un tercio. Sin embargo, los precios no se reducen, más bien al contrario.
Hasta los gramos de los productos que vienen en los envases o envoltorios son menores, aunque resulta algo más complicado enterarse, ya que suelen centrifugar las letras hasta que hacerlas totalmente ilegibles.
Somos más pobres y menos libres. Vivimos bajo el mandato del decreto, de la restricción, casi todo está prohibido y casi todo, lo está, fuera de la ley.
Nos dictan cuando debemos hacer las cosas, cómo debemos hacerlas, nos sugieren mil formas de ahorrar y permanecemos sentados, quietos callados y acatando. Por eso estoy tan ocupada, hay tanto a lo que desobedecer.
Vivimos encogidos y encogiendo, nos encogen la cartera y nos encogen la mente, cautivos entre el mandato del miedo y el insultante decreto.
Estamos más enfadados, no más fuertes, pero sí más cansados.
Todo se hace más pequeño, menos nuestro cabreo, que es el único que no encoge.
Las dimensiones de los abusos a los que nos han sometido y siguen sometiendo es considerablemente grande, de un tamaño que, desde luego, importa.
Son las once de la mañana. La terraza está vacía aunque, no creo que por mucho tiempo, porque he visto un trasatlántico atracado en el muelle y los turistas no tardarán en desperdigarse por la ciudad.
Me siento en una terraza al sol con intención de desayunar y marcharme en cuanto empiece a llenarse. La dueña se apresura a acercarse a mi mesa. Sabe que, además de habituales como yo, hoy tendrá mucho trabajo, tanto por los turistas, como por el cálido día.
Disfruto de mi desayuno mientras observo como la primera pareja de cruceristas se sienta en una mesa. El resto, se encuentran vacías.
Él pide una Coca-Cola. Ella pronuncia tímidamente: «Apfel Saft», a ver si hay suerte y la dueña la entiende en alemán. No hay suerte. Entonces dice que no importa y opta por pedir lo mismo que su marido.
Como estoy cerca, no he podido evitar oír la conversación y en un intento de ayudar a la frustrada dueña, le digo que le está pidiendo un zumo de manzana. Su rostro se ilumina, aunque no me da ni las gracias y regresa apresurada sobre sus pasos. Entonces, observo cómo comienza a gesticular con las manos, en un intento de imitar a alguien que exprime una naranja. Creo que ha asociado la palabra «Apfel» a la palabra inglesa «Apple» «Manzana».
«Ya entiendo», «¿Quiere Affe?» Mientras mueve las manos haciendo un zumo imaginario ante la pareja que la mira entre horror y asombro. Y así permanece un rato, repitiendo el término «Affe» con insistencia.
La pareja, ya entrada en años, la observa sin decir nada. En realidad, la palabra «Affe», significa «Simio» en alemán. Parece que eso de que les traigan un simio exprimido no les hace demasiada gracia. Ya se sabe, con las leyendas que circulan fuera de nuestras fronteras sobre los españoles, la mayoría falsas, a estas alturas, los no muy leídos, aún creen que somos capaces de llevar un simio, exprimirlo allí mismo y después cobrarles.
– «Nein, nein, nein, Cola, Cola!», repite la mujer alemana con insistencia para dejarlo meridianamente claro.
La mujer se retira con la bandeja hacia dentro del local, bastante frustrada, sin entender lo que ha ocurrido a pesar de sus esfuerzos e insistentes gesticulaciones.
Decido dar por finalizado mi desayuno en cuanto las mesas adyacentes comienzan a llenarse. Son casi las doce y ya ha empezado el despliegue de sangrías y cervezas.
Le pido que me cobre con tarjeta, pero a estas alturas su mente sólo registra mesas, bebidas, mientras calcula mentalmente los ingresos que los turistas van a generar ese día.
A pesar de ser cliente habitual, mi presencia había pasado a un segundo plano. Los extranjeros y su poder de atracción con sus shorts. Lo de siempre.
Cuando por fin paso mi tarjeta por el aparato pita dos veces. La mujer, inclinada encima de mí, teclea de nuevo el importe, con cara visiblemente contrariada.
– «¡Injerte, injerte!», me grita ansiosa refiriéndose a mi tarjeta.
Como filóloga, aquello duele, de hecho me deja sin habla unos segundos. No sé si le ha ido la cabeza a Extremadura y está pensado en el Valle del Jerte o lo que quería era injertarme un cuchillo en alguna parte del cuerpo, a ver si se libraba de mi presencia de una vez. Mi tarjeta funciona, algo está mal con su datáfono o con el Wifi y así se lo digo.
En todo caso, la mujer está tan concentrada en las mesas adyacentes, que cada vez inclina más su cuerpo y bandeja hacia mí, con lo que las bebidas empiezan a deslizarse peligrosamente hacia mi blusa.
Inserto la tarjeta, en vez de pasarla por el lector, aunque algo me dice que aquello no va a resolver el problema. Quizá ese presentimiento, que he desarrollado a lo largo de los años tras intensas peleas con diversos aparatos instalarlos, reiniciarlos, leerme de diez a doce webs de tecnología, para llegar a la conclusión de que si nada funciona, es que el aparato está poseído por algún ente que ni los programadores entienden y, en un acto de fe, hay que desconectarlo para «que olvide», suele funcionar.
Es un deporte que practico unas cuantas veces al año, si resulta un caso muy grave o muy urgente por trabajo, recurro a un amigo holandés, que es programador, y nos ponemos al lío con «Timeviewer». Esta solución es la más humana, ya que charlamos sobre cómo están su mujer, su hija y podemos terminar hablando sobre miles de asuntos. Siempre es mejor el trato humano que insultar en soledad a un aparato.
Paso la tarjeta de nuevo. Nada, dos pitidos.
«¡Es tu tarjeta! ¡No funciona! «¡Yo no puedo perder el tiempo contigo!», me grita desesperada, perdiendo completamente los estribos, obsesionada por atender las otras mesas, mientras los extranjeros, que prácticamente acaban de sentarse, ríen y toman el sol disfrutando del día.
Reconozco que aquello me enfada, en especial esa última frase me llega al alma: «¡No puedo perder más el tiempo contigo!» Soy consciente de que muchos españoles siguen quedándose extasiados ante una panda de guiris, pero esta señora, extasiada ante tanta sandalia, pretende que me vaya a casa a buscar el dinero. No. Ni soñarlo.
Me levanto y me voy hacia el interior del local. Allí me atiende su marido y enseguida aparece ella para explicarle «que no puedo pagar».
Él me ofrece otro datáfono en el que no tengo que «injertar» nada y la tarjeta pasa sin problema, mientras el hombre me explica, calmado: «es que en la terraza, no funciona el Wifi».
Mi mirada se clava en ella: «Haber empezado por ahí», pensé. Espero una disculpa, pero nada. No era el aparato, ni tampoco mi tarjeta y un cliente espera una disculpa después de haber gritado ante toda la terraza que no podía pagar la cuenta. Nada. Impertérrita. Muda.
Meto la tarjeta en un bolsillo y me dirijo a ella: «Por cierto, ¿Sabe la señora alemana de la Coca-Cola con la que he intentado ayudarla? Pues la consumición que le ha ofrecido ha sido «Un Simio exprimido». «Espero que no se corra la voz de que en este sitio, se maltrata a los animales». Me mira tan estupefacta como espantada mientras doy media vuelta y salgo del local.
Camino por una acera ancha bajo un día azul con luz y sol, ya que, como siempre, han anunciado lluvias.
Tres personas se acercan de frente, las tres vienen hacia mí, mientras me miran fijamente. No sé por qué me miran, lo que me pregunto es si realmente me ven, porque cuando nos crucemos, no habrá sitio para que pasemos todos. Echo un vistazo hacia el mar e intento respirar profundamente porque me huelo lo que va a ocurrir y no quiero enfadarme.
Nos cruzamos, ninguno de los tres se aparta, no cabemos y yo tengo que bajar de la acera a la carretera. Procuro no irritarme pero no puedo evitar pensar si su cerebro ha registrado que yo existo y dejar algo de espacio.
No importa. Es cotidiano. Sigo mi camino hacia la farmacia. Cuando llego veo que están atendiendo a tres personas en tres mostradores distintos, por tanto, opto por esperar en la calle, ya que, aunque espere dentro, no me van a atender antes.
Noto una presencia detrás de mí y la pregunta de rigor: «¿Estás esperando para entrar en la farmacia?» Le contesto que sí amablemente. Noto que se acerca algo más a mi cuello y otea hacia dentro de la tienda. Empiezo a sentir el acoso, ese acercamiento continuo por detrás, ese desasosiego del que cree que si estamos todos apelotonados dentro de la tienda las cosas van a ocurrir con más celeridad.
Hay que esperar y no me muevo de la puerta de la farmacia, soportando con estoicismo la presión de la susodicha, a la que parece que le resulta imposible esperar fuera, a pesar del espléndido día. Su estrés le debe de estar soplando al oído que está lloviendo.
Por fin, dejan de atender a una señora que está a punto de salir. Entonces mi acosadora me sopla al oído: «Creo que ya puedes entrar». Le contesto: «No, no puedo, tengo que dejar salir a esta señora por la puerta para poder entrar», le digo con una voz contenida.
Hay mucha gente que piensa que si te abalanzas justo en el momento en el que alguien sale por la puerta de una tienda puedes volverte un cuerpo tan etéreo, que traspasa a todos los seres con los que te cruzas sin tropezar.
Por fin, entro con paso rápido. Cuando me están atendiendo, la farmacéutica le habla a alguien que no soy yo. «Por favor, le dice: Apártese y espere en la puerta, tenemos aforo limitado». Mi acosadora parece estar convencida de que si se pega a mí, ganará la carrera de Fórmula Uno de a quién le despachan antes el Paracetamol. Idiota.
Ya en la calle, me dirijo hacia mi último recado. Esta zona está bastante llena por las numerosas tiendas que llenan la calle, pero como no son ni las once de la mañana, no tengo que pelearme por pasar y puedo terminar lo que tengo que hacer sin perder demasiado tiempo.
Unos metros más adelante veo a varias señoras delante de mí que no me dejan avanzar, intento ir por un lado pero, justo cuando procuro adelantarlas, se paran en seco, las cuatro, todas al tiempo, como si estuvieran guiadas por el chip de la sincronización. Se quedan paralizadas porque están acabando una frase y ya se sabe que eso de caminar y hablar, es tarea difícil.
Cuando creo que se van a poner en marcha, algo les llama la atención, un cartel, miran hacia arriba y comienzan a leer en alto. No lo puedo creer. Yo sólo quiero pasar pero no existe ni un resquicio de espacio para mí. Intento ponerme de lado, muy arrimada a una pared. Entonces me convierto en su foco de atención, miran como estrujo mi cuerpo para poder adelantarlas. Incluso les pido que se aparten un poquito. Mi maniobra las entretiene más que el cartel, pero no por eso se mueven ni un ápice. Eso sí, me miran mucho. No entiendo nada, parecen zombis. Cuando ya he conseguido arrimarme todo lo posible a un escaparate para librarme del grupo, entonces deciden reanudar su marcha. Como sus movimientos no son precisamente hábiles, me obligan a retroceder y a situarme justo detrás de ellas, he regresado al puesto de salida.
Suspiro. No quiero estresarme. Es una mañana bonita y soleada, repito en mi cabeza, no hay para tanto. Por fin, han visto una cafetería y se apartan de mi camino.
Reanudo el paso, la calle está despejada y puedo caminar a mi ritmo. Respiro aliviada. Entonces veo que un hombre avanza de frente, con su perro, hacia mí. Sitio suficiente, no habrá problema esta vez. Sin embargo, noto que el dueño del perro deja la correa cada vez más suelta, hasta que al cruzarnos, mi única opción es ponerme a saltar o pararme de nuevo. Lo miro. Quiero que se dé cuenta de que no puedo pasar. Me mira, me mira mucho, no me ve, no se da cuenta de que está interrumpiendo mi paso. Me paro de nuevo, suspiro y miro al cielo. Por suerte el perro huele algo y se aparta.
No entiendo que la gente no sepa caminar por la calle, que no dejen pasar, voy pensando en rulo. No puedo dar un discurso a cada una de las personas con las que me cruzo pero mis pensamientos se apelotonan, hablo conmigo misma, parece que todos llevan orejeras, que no oyen ni ven, que no consideran que deban interrumpir su camino ante un obstáculo. Ellos van de frente, avanzan, por lo menos sus cuerpos, porque sus mentes no avanzan en absoluto, éstas se encuentran totalmente paralizadas.
Por fin alcanzo mi destino, realizo mi recado y salgo disparada hacia mi casa. Un hombre joven me adelanta por la derecha. Vale, tendrá prisa. Nada más pasarme, se cruza en mi camino para meterse por la izquierda en un portal y tengo que frenar en seco. Ha ganado un segundo y casi me ha hecho tropezar.
De pronto lo veo claro, no puede ser que la gente no sepa caminar, que no vea o que su egoísmo no les permita pensar más que en ellos mismos. No, la gente no es así. No se me había ocurrido ¡No son gente! ¡Son zombis! Por eso todo el mundo camina sin agilidad, sin sortear obstáculos, sin reaccionar ¡Están muertos!
Me voy a casa y cierro la puerta con llave, no vaya a ser que yo también me infecte y empiece a golpearme contra todos los muebles del piso.
«Puede que te estrelle contra un muro, pero lo que no va hacer es soltar el volante.»
Esto ya lo decía su padre siendo ella aún muy pequeña.
Siempre he admirado esta cualidad en ella.
Existe un Monasterio en Galicia en lo alto de una montaña, uno de los Paradores con las vistas más impresionantes que he contemplado jamás.
Hay dos maneras de acceder a él por dos caminos distintos que antes desconocía: el primero, una ancha carretera perfectamente asfaltada; y la segunda, un angosto camino de tierra escoltado, a un lado por la pared de una montaña y al otro, por uno de esos precipicios no aptos para personas con vértigo.
A la entrada del camino que nos esperaba, ví a un monje inclinado en una fuente llenando un cántaro, le pregunté si se podía subir con el coche por allí al Monasterio. Asintió con la cabeza y un atisbo de sonrisa me hizo sospechar que el asunto escondía algo más.
Decidimos seguir su recomendación y comenzamos el ascenso en coche por el camino de tierra, preguntándonos si realmente no existía otra manera, pues de sobra son conocidos la gran cantidad de eventos y visitas a aquel majestuoso Hotel-Monasterio de impresionante belleza.
Mientras íbamos subiendo la enorme montaña, inmersas en profundas disquisiciones sobre el intrigante rostro del monje, nos encontramos con un coche que venía de frente. Ambos vehículos nos desplazábamos a muy poca velocidad, tanto por lo desconocido del trazado, como por las incontables curvas con las que contaba.
El coche que se acercaba a nosotras en sentido contrario bajó la escasa velocidad a la que avanzaba hasta pararse. Nosotras hicimos lo mismo.
Era evidente, para ambas conductoras, que los dos coches no podían pasar.
Eran ellas o nosotras.
Parecía un western en el que alguien tenía que caer. Nunca mejor dicho, por desgracia. Sin embargo, era nuestro coche el que se encontraba del lado de un abismal desfiladero, mientras que el de las otras dos mujeres se encontraba pegado a la montaña rocosa.
El coche que iba en sentido contrario intentó pegarse más hacia su lado, pero se encontró con que, además del enorme muro de piedra, existía una profunda cuneta, en la que si metían la rueda el hueco las atraparía.
El movimiento siguiente, nos tocaba a nosotras.
Yo iba sentada en el asiento del copiloto y tenía la mejor vista. Una vista mortal.
Abrí la ventana situada a mi lado y eché un vistazo. Asomé la cabeza y observé que nuestra rueda se encontraba justo al borde del precipicio y así lo comuniqué a la conductora que no apartaba la vista del coche que tenía enfrente.
«No puedes moverte ni un centímetro porque la rueda está justo al borde», le dije.
Ambos coches frente a frente, sin poder avanzar.
Mi estado de ansiedad, se incrementó al observar que la persona que conducía pronunciaba frases muy cortas y secas. La conocía bien. Estaba pensando, y, desde luego, no estaba pensando en pasar la noche mirando a los ojos del conductor que tenía delante.
Empecé a intentar convencerla de que la mejor opción era que el otro vehículo metiese la rueda en la cuneta, a que nosotras nos matásemos desfiladero abajo.
No respondía. No soltaba el volante, ni miraba hacia los lados. Mala señal. Yo sabía que estaba pensando cómo sacarnos de allí. Yo sabía que ella sufre de vértigo, otra de las razones por las que sólo miraba al frente.
Movió el coche unos centímetros hacia delante y yo, asomada a la ventana, perdí la calma y grité:
– «¡Ahora tenemos media rueda fuera!»
– «Ya, pero hay que hacer algo. No podemos quedarnos así», dijo en un tono seco y bajo que me hizo entrar en pánico.
Estaba muy rara, tanto ella como yo cuando estamos nerviosas hablamos, en eso, y en otras cosas, compartimos los mismos genes. Sin embargo, hay una preocupante excepción que he presenciado varias veces en ella, y es que cuando la situación es de vida o muerte, ella no despega los labios.
«Hay que hacer algo», repitió.
Mi pánico iba en aumento, mi voz era baja, ya no era mi voz e intentaba por todos los medios convencerla. Mi incesante parloteo no cesaba.
Apretó lentamente el pedal del acelerador, miraba al frente, la mirada recta hacia ese camino de tierra que nos engullía, estirando el cuello, concentrada, sujetando el volante, calculando hasta el último milímetro de la máquina que estaba manejando.
«De aquí a la eternidad», pensé.
Y pasamos.
Pasamos casi rascando la puerta del otro coche. Pasamos y yo me quedé muda.
Y cuando nos cruzamos con el otro coche, tras darnos las gracias, éste pudo proseguir su descenso.
Entonces ella paró el coche. Nos miramos.
Mis pulsaciones fueron descendiendo poco a poco hasta que dijo:
– «Voy a dar la vuelta. Yo por aquí no sigo».
– «¿La vuelta? ¿Qué vuelta?» ¡En un camino con espacio para un coche no se puede dar ninguna vuelta!
La miré horrorizada.
Era evidente que ninguna de las dos queríamos seguir subiendo por ese camino medieval, pero no había espacio alguno para la rectificación. Era como el camino del no retorno, como esas decisiones que tomas con las que tienes que vivir. Una especie de castigo o purgatorio. No se me iba de la cabeza aquel monje y su consejo.
Avanzó un poco con el coche para ver si encontraba un sitio algo más ancho, mientras yo sólo pensaba que, en la próxima curva, iba a aparecer otro coche, sólo que esta vez iba a ser un todoterreno.
Como si de un milagro se tratase, de pronto la oí decir: «No se puede».
«Gracias», pensé, por lo menos no subirá más, pero va a hacer algo. Eso seguro. Ella sabía que tenía que sacarnos de allí cuanto antes. Ya sé, pensé, dejamos el coche y nos vamos andando. A pesar de mi pánico, ni me atreví a proponérselo.
«Voy a ir hacia atrás».
Creo que en ese momento dejé de sentir miedo. Algo bloqueó mi sistema nervioso central o mi cerebro. Recuerdo vagamente que empezó a retroceder manejando el volante con sumo cuidado, acariciando cada curva muy lentamente, con calma, procurando no acercarse más de lo imprescindible al borde de aquel escarpado cañón.
Llegamos al principio del camino donde todo se hizo deliciosamente ancho.
Una vez a salvo, detuvo el coche, me miró y ya en un tono colérico, me espetó:
– «¿No decías que conocías el camino? ¡Pues la próxima vez conduces tú!».
Como en todas las crisis existe un período de exaltación.
Cuando empezó la pandemia la gente se quedaba en casa emocionada ante la novedad de ser encarcelados. Asomaban las cabezas por ventanas y balcones aplaudiendo a la hora estipulada.
Bailaban, se saludaban por las ventanas, salían en pijama a la calle, se prestaban los perros, no iban a trabajar. Party total.
Miraban lo inmediato como el que mira unas vacaciones que paga con tarjeta de crédito y no quiere recordar que llegará el momento de regresar.
Todo era juerga. No vivían una pandemia, eran vacaciones pagadas, estaban encantados de obedecer, de poder entrar por turnos para comprar papel higiénico y galletas.
Sin embargo, tras la imposición de normas nuevas sin fin y del cambio de las mismas, de forma casi semanal por un sistema arbitrario, observo, que los tiene algo hastiados.
Esas miradas de alegría porque un virus estaba matando a tanta gente, se han transformado en miradas vacías, interrogantes, de tristeza a veces.
Me resulta extraño que no dejen de hablar de normas que van a cumplir o no, pero que no haya oído hasta ahora otro tipo de preguntas ante un fenómeno sin precedentes que afecta a todo el planeta.
Se habla de vacunación, de dosis nuevas, pero no se observa lo que en realidad está ocurriendo de forma global. No es que esto vaya a afectar sólo a sus vacaciones, lo extraño es que nadie se pregunte por qué un virus que afecta a la totalidad de la población mundial, mantenga un silencio también mundial.
Un silencio que me resulta atrozmente atronador.
Se mencionan soluciones, picos, repuntes, bajadas, normas, lo desgranan yendo por países, nos dicen que va mejor, que la semana que viene tengamos más cuidado porque se prevé que el pico remonte.
¿Y el origen? Todos callan.
Todos los países permanecen callados sin atreverse a preguntar a la fuente, cómo se creó, con qué intención. Imagino que lo saben o que prefieren mantener un perfil bajo.
El negocio creado con mascarillas y fármacos es de magnitudes cósmicas y ante tal fortuna no hay quien se levante y hable, esa es otra poderosa razón.
Al resto de la población, la masa sin clasificar, se la mantiene entretenida con disquisiciones tales como si les ponen un poquito más de vacuna, si la mezclan con otra o no. Al final, si nos sienta mal o nos salen dos cabezas, dirán que fue porque teníamos mala genética o le echarán la culpa a que nos pilló una neumonía por no hacer suficiente deporte.
El deporte, otra de las consignas y una de las razones es ver a hordas de gente corriendo como posesos o paseando a sus mascotas, sintiéndose culpables si no dan todos los pasos que les han dicho que tienen que dar al día.
Es como cuando les dijeron que era muy bueno beber agua, la gente cruzaba de su portal a comprar el pan agarrados a un botellín de agua, por si se deshidrataban durante esos cinco minutos en los que cruzaban la acera.
Mientras pagaban, chupaban del botellín, salían de la tienda y le daban otro sorbo, como si éste encerrase el secreto de la eterna juventud. Y si no llevabas botellín porque ya habías bebido en casa, te miraban con esa superioridad del que cree que sabe algo, que tú ignoras.
Eso sí, las empresas de agua se forraron. Hacían agua mineral, sin mineral, con mineral vitaminado o simplemente del grifo pero la botella era muy mona. La gente paseaba feliz con el bolso, el móvil y la botella en la mano bebiendo esos sorbitos de salud.
Sin embargo ahora, les han cambiado el discurso, y corre el rumor de que sólo se debe beber agua cuando se tiene sed. Vamos, lo que decía mi abuela.
Lo del agua ha pasado, pero lo de la facturación y el marketing no, ya que han pasado a venderles ropa para mascotas, que hasta ahora tenían pelos contra el frío y ahora tienen gabardina.
También los tienen muy entretenidos vendiéndoles ropa para el «running», o mascarillas de colorines, además, los vacunan cada semana un poquito por si les baja algún nivel.
La verdad, cada día que pasa es a mí a la que le bajan los niveles.
Imposible cenar contigo si no fotografiabas el plato que ibas a comer.
Un recuerdo de nuestra cena, pensaba yo entonces… hasta que lo ponías en Facebook.
Tristes eran los postres cuando observabas desolado que tenías un solitario “me gusta”. No se puede vivir para los “me gustas” de Facebook. Suele convertirse en algo trágico.
Sin embargo, los bogavantes te salían de unos colores fantásticos, he de reconocerlo. Claro que no podía ser de otra manera, porque si no te habías comprado el último iPhone que estaba a la venta no te atrevías a sacarlo del bolsillo. A ver si el camarero iba a pensar que no te lo podías permitir.
Cuando me decías que habías adelgazado unos treinta kilos porque habías pagado uno de los mejores hoteles expertos en adelgazamiento, de esos que preparan tu cuerpo con comidas regulares, paseos a ciertas horas y tiempo para la meditación, la verdad es que no mentías del todo. Me han dicho que la cárcel donde estuviste, tenía estas prestaciones.
Desde luego, a ti te había dado un aspecto bastante mejor. El que te hubiesen prohibido el alcohol y no te dejaran tomar hamburguesas a altas horas de la noche mientras veías, embelesado, películas de matones y mafiosos, a los que emulabas por las mañanas inventando alguna estafa por Internet… ¿Cómo llamabas tú a eso…? !Ah, sí, ya recuerdo! Ser empresario. En cierta manera tenías razón, creo que Vito Corleone tenía negocios parecidos y Tony Soprano también, sólo que él era mucho más simpático.
Siento haberte cortado el grifo de “emprendedor”, es todo un desperdicio, lo sé. Pero me enfadaba que dejases a tantas familias en la calle con tus estafas y cuando me enteré… En fin, siempre he sido mala para los “negocios”, hasta tú me lo decías.
Ahora con los treinta kilos otra vez a cuestas, y la poli pisándote los talones, se ha vuelto más difícil lo de los viajes, el champán y los spas.
Tu error fue pensar que las rubias éramos todas tontas.
Ahora el bogavante me lo voy a tomar yo, pero no voy a sacarle fotos, no vaya a ser que no me pongan un “me gusta” en Facebook y pase mala tarde.
Ayer presencié como un periodista, que se había desplazado desde la capital para cubrir un mitin político celebrado en Galicia, era fustigado por el tortuoso carácter gallego.
El pobre desdichado, gran periodista y muy valiente, se acercaba al público allí reunido, durante los momentos previos al mitin, preguntando a los presentes en el recinto, gratamente camuflados por sus mascarillas, sobre su intención de voto ¡Pero hombre de Dios! ¡Eso en Galicia es un suicidio! ¡No sabes a qué te expones! Eso es información clasificada, no la tiene ni Tezanos.
¿Cómo se te ocurre preguntar a un gallego qué va a votar? En esta tierra no te dicen ni la hora porque creen que tiene consecuencias.
El periodista, en su ingenuidad, se empeñaba en conseguir una respuesta que jamás iba a llegar. Venía con la mente de Madrid, abierta, dónde la gente te responde. Allí, te vas a cubrir un mitin y preguntas directamente. Aquí, era como ver a alguien dar vueltas al mismo árbol, al principio lo coges con fuerza pero, después de una hora, empiezas a pensar por qué has tenido que ir al bosque. Y es que cuanto más se esforzaba en darle ritmo a su entrevista y más le insistía al cámara que lo siguiese entre las filas de asientos de los probables votantes, que allí se encontraban, porque simpatizaban con su color político, más dificultades encontraba en hallar respuestas.
Aunque les hubiese preguntado por el número de zapato que calzaban pistola en mano, no lo hubiese logrado.
En Galicia, si te pierdes y preguntas si giras a la derecha o la izquierda, te vas a encontrar con otra pregunta del tipo: “¿Y usted por qué lo quiere saber?” Es inútil. Lo más práctico es que te lances hacia un lado o hacia el otro y reces para no terminar al borde de un acantilado o dando vueltas a la misma roseta.
Ir a un mitin y preguntar la intención de voto en Galicia es un suicidio, pero el periodista no terminaba de pillarlo, aunque los signos del público eran claros, sólo que hay que saber traducir las señales que emiten los gallegos, como las de tráfico: “Gire aquí y ya veremos donde acaba”. Hasta la señal es todo un misterio.
Ya no digamos tener la osadía de acercarte a alguien antes de un acto de este tipo, sentado en su butaca, pertrechado con una mascarilla e incluso con gafas en un recinto cerrado, a la espera de que salga su líder político. Cuando te diriges al sujeto en cuestión, que inclina su cuerpo hacia una pared vacía para dejar de mirar al escenario, es que no te va a contestar. No es que no te vaya a contestar a: “¿Tú a qué partido votas?” Es que no te va a soltar ni lo que comió ese día, no vaya ser que saques conclusiones.
Ya lo he mencionado muchas veces, en Galicia, todo depende y también he dicho que por mucho que tortures a un gallego, aunque vengan los mismísmos nazis, como le pasó a Manolo, no vas a obtener respuesta.
¿Qué va a votar usted, señor?
Ay, pues no sé, a ver, ya se verá…
Pero usted ha venido a este mitin del partido X, por algo será ¿está interesado…?
Venir vine… ¿y usted quién es?
Soy X periodista de X medio y quería saber su opinión sobre cómo están las cosas en Galicia. Algo opinará…
Ay, sí, sí opiniones tengo muchas… ¿Y usted quien viene siendo?
Bueno, ¿sabe usted si aquí cerca hay alguna cafetería para tomar algo?
Haber habrá…supongo. Yo no le sé decir…
Los gallegos están muy entrenados, entrenados de tal modo que, aunque los tortures, no les sacas nada. Interpreta y vete. Si están en un acto político para escuchar a alguien, es que, probablemente lo van a votar. Lo mejor es que escribas… “Ayer, en Galicia hubo gran afluencia de público en el mitin de X” y el resto, te lo inventas. Si hoy en día eso de contrastar la información es algo “osoleto”, que diría un paisano mío. Tú dices, hoy han muerto X personas de Covid 19 y si resulta que aparecen más, sonríes y dices que hubo un accidente de tráfico que se llevó por delante a 15.000, aunque no haya coches en las carreteras. Pero si no pasa nada, hombre, tú escribe algo y ya está, pero no vengas por aquí poniendo a la gente en aprietos sobre lo que van a votar.
Por cierto, dicen por ahí, que nuestro frustrado periodista y el cámara que lo acompañaba, siguen dando vueltas a una roseta de la provincia de Pontevedra. Se van a quedar unos días, hasta que se recuperen. Ambos opinan que aún no saben cómo escribir el artículo sobre el mitin, pero que hace más fresquito que en Madrid. Y es que, quieras o no, Galicia engancha.
No dejo de oír mensajes que parecen sacados de un prospecto propagandístico de mala calidad: “Ya pueden salir”. Eso sí, las capas de la cebolla, se las van sacando según les digamos.
La nueva realidad es muy incómoda y se aleja mucho de la realidad, parece una película mal dirigida, en la que el director en vez de pagar a sus actores, los domina a base de adrenalina. “Ahora toca que tengáis miedo y que os quedéis quietos” “Ahora ya podéis tener menos miedo, pero cuidado porque en cualquier momento os digo que tengáis miedo y os vuelvo a encerrar”. Una mierda, con perdón.
El Covid está previsto que regrese el día 6 de octubre a las cuatro y cuarto. ¿Pero de qué van? Nos tratan como si todos fuésemos tontos. Lo que ocultan es que ya hay sitio en las UCIS, para que pase la siguiente ronda.
Nos hallamos en la nueva normalidad. No sé quién acuña los términos pero, lo que sí sé, es que es un analfabeto.
Yo no sé ustedes pero, a mí, toda esta situación me parece todo, menos normal.
Si hace unos cuantos meses, les dicen que tienen que salir a la calle con un “bozal” en la cara, un bozal no sólo físico, sino también un bozal mental que les suprime el derecho a poder expresarse libremente ¿Qué hubieran pensado? ¿Qué es normal?
En esta nueva realidad virtual debemos guardar una distancia de dos metros entre personas, pero se puede volver a los bares. Parece ser, pues, que si te agarras con fuerza al vaso de cerveza, el virus se da la vuelta y se larga. Es todo muy lógico y sensato. Está muy bien pensado.
Te vas de vacaciones. Te miran la temperatura y, si en ese momento, te sobra la chaqueta y tienes más calor del habitual, te confinan en el hotel. En todo caso, varías y no tienes que ver la pared de tu casa. Personalmente, cuando quiero que me miren la temperatura, no me subo a un avión, me voy al médico, o mejor, me la miro en casa ¿Es que es divertido que te obliguen a lavarte las manos con geles pringosos cada vez que sales de una piscina? ¿Es divertido que el mero hecho de llevarte una patata frita a la boca sea un acto de alto riesgo? Ahora resulta que el parapente resulta más seguro.
Pero la gente ya está tranquila porque el Estado les ha dicho que se puede, sí se puede, y ya se sabe que si hay permiso… Además, si se muere alguien, sale Simón con estudiado despeinado a tranquilizar al personal diciendo, “es que tenía patologías previas”, con lo cual, no tranquiliza a casi nadie.
Después, está lo del permiso de circulación. La gente que conducía ya lo hacía mal, con falta de ética y educación, pero el problema es que tampoco saben circular por la calle, caminar sin tropezar. Siguen creyendo que si te adelantan por el lado que no toca y te empujan, llegan antes. Son todo, menos hábiles.
Existe también ese porcentaje tan alto de población que tiene mascota. Esos no llevan mascarillas. Imagino que el virus teme a todo lo que tenga pelo, porque sus dueños no la llevan, están exentos. Se han quedado en la primera fase. “Los que tengan mascota, la pueden pasear”. Y la pasean, no llevan mascarilla, la mascota lleva todo tipo de virus en las patas, huele todo lo que le viene en gana, que es lo que haría yo si fuera mascota porque no habría tenido que aguantar el discurso en rulo de Simón. Y el “high peak” o punto álgido del paseo es cuando recogen los excrementos del animalito. Esto sí ha mejorado porque cuando estábamos confinados, todo el mundo pasó de la bolsita. Si nadie te vigila, ya se sabe.
Está todo muy bien pensado y es muy cómodo además, te lavas las manos, limpias las superficies, lavas la compra, tiras la ropa a la lavadora cada vez que sales, gastas cinco euros en cada mascarilla, la gente se va quedando con menos opciones laborales, pero reina el silencio… un silencio que a mí me resulta atronador: el del rebaño resignado. Todos los borregos esperan a la siguiente orden… “A ver qué nos dejan hacer”, “Creo que si vas a comprar ropa tienes que hacer una cola de dos horas…”Anda, no lo sabía, voy a ir a ver cómo es la cola”. Claro que sí, es lo más apetecible, esperar tras otra persona con el bozal puesto, que te miren la temperatura y vigilar que nadie tosa a tu alrededor.
Claro que siempre quedan otras opciones para vivir de forma más relajada, como la gente que se cree inmune. Se pasean con una media sonrisa y sin mascarilla: Yosoyrebelde.com Y, además, me han dicho que hasta octubre el virus ha pillado una depresión y no va a levantar cabeza. Y te pasan rozando o escupiéndole al móvil. Se ahorran comprar mascarillas y están más cómodos. El problema lo tienes tú, que eres tonto y te la pones, ellos no desde luego.
Personalmente, no quiero sucedáneos de lo normal, no me gustan, quiero lo normal, lo de antes, lo de siempre.
No quiero fases, ni desescaladas, ni que me digan que hoy se puede pasear media hora pero, sólo si vas corriendo, si paseas, castigado en casa. No me gusta vivir en una realidad virtual, quiero la realidad de siempre, que ya tenía suficientes fases y suficientes dificultades. Quiero que la gente piense por su cuenta, reflexione, no se aturda porque la “dejen” salir, en cuanto ponen un pie en la calle dejan de pensar, gente entretenida por un trabajo que ahora resultará el doble de difícil de desempeñar.
Ya he visto “Encuentros en la Tercera Fase” y estuvo bien, pero cuando terminaba la película, podía salir del cine.
Puede que esté perdiendo la cabeza por el cúmulo de sandeces que llevo escuchando día tras día, pero creo haber entendido que van a marcar las playas con cuadrículas para mayor seguridad de los arrojados que vayan cuando volvamos a “la nueva normalidad”. Aquí me pierdo, si es nueva ¿cómo puede se puede volver? Lo dejo ahí.
Van a “encerrar” a la gente que vaya a la playa dentro de una marca cuadrada de arena para después obligarlos a caminar en fila por un pasillo dibujado en la arena que los conducirá hasta el mar.
Qué bonito, de verdad, qué bonito. El calor, las filas, los cuadraditos que nadie va a desdibujar.
¿Y al llegar al mar? ¿Cómo se supone que deben comportarse los presos de esos barrotes invisibles? Quizá en el agua marquen su territorio rodeándose de pececillos, o con algas, qué idea tan magnífica aunque, personalmente, optaría por defenderme de la jauría de bañistas hambrientos de sol, sal y mar con un cangrejo o mejor, centolla en mano, que impresiona más.
Y a la salida sin que nadie haya osado tocarte o salpicarte o escupirte, lo cual es muy común mientras intentas nadar, te pones en fila en el pasillo de arena asignado para tales fines y regresas a tu cuadrado de arena.
Qué gozada debe de ser eso, qué relax para el cuerpo y para el espíritu. Los barrotes serán imaginarios, ningún niño se atreverá a saltarse la marca de arena, no habrá disputas por obtener uno de los cuadraditos en las que, seguro, te escupirá alguien, porque cuando te acaloras, ya se sabe, ¿o quizá será mejor tomar el sol con mascarilla? Qué marca tan bonita en la cara, sobre todo qué original y qué relajados van a estar: Cuadrados en la arena, pasillos hasta el mar y, una vez en el agua, vuelta a la lucha para defender tu territorio.
En fin, lo que sí aconsejo es que no suelten la centolla, por si acaso.
Pocos segundos después de llamar al timbre, nos recibió una señora de mirada apagada y rostro seco, aunque agradable. Parecía haber estado llorando.
Su manera de caminar al enseñarnos el piso era lenta, intentando disimular sus ya escasas fuerzas. Avanzaba con dificultosa lentitud apoyándose en los pomos de las puertas, cada vez que abría una de las magníficas estancias de su bien conservada vivienda. Subimos por una gran escalera que conducía a una segunda planta, bien aireada y extensa. Subió despacio. Su respiración en cada uno de los peldaños mostraba fatiga.
Mientras avanzaba por las diversas habitaciones llenas de luz de aquel enorme piso en pleno centro de la ciudad, no podía evitar observar a la pobre anciana de rostro seco y ojos humedecidos.
Me sentía angustiada por aquella situación y por el esfuerzo al que se veía sometida para mostrarnos su piso. Por el contario, mi marido, me daba codazos y sonreía con satisfacción, regocijado al verla y pensar en el precio de ganga que nos había dado aquel hombre de la inmobiliaria. Parecía calcular el tiempo que le quedaría para que nosotros pudiésemos entrar a vivir en aquel fabuloso piso que jamás hubiéramos imaginado poder comprar. No podía evitar mirar a mi marido con odio por su falta sensibilidad ante aquella terrible situación, mientras él intentaba convencerme argumentando sobre lo que mejoraría la calidad de vida de aquella fatigada mujer gracias a la venta de su piso.
_Piénsalo_ me decía susurrando. Tendrá unos noventa y tantos y yo acabo de cumplir sesenta, ja, ja… El año que viene, como máximo, estaremos viviendo aquí. No pongas esa cara.
Cuando por fin salimos del piso, respiré profundamente y eché a andar con lágrimas en los ojos, sintiéndome la persona más infame de la tierra y odiando cada palabra de ánimo que salía de los labios de Luis, que sólo hablaba de números y de tiempo.
Cuando la anciana se quedó a solas, se sentó en el sofá de cuero que tenía junto al balcón, observó el cielo azul durante un instante y levantó el teléfono.
_ ¿Mary? Acaban de marcharse los del piso. Todo muy bien, sí, sí… Lo de la cebolla y el lápiz negro por el borde de los ojos ha funcionado, me salían unos lagrimones más gordos que en el funeral de Paco, parecía que no veía nada por las cataratas. Me he apoyado en las puertas, aunque me parecía demasiado, también ha colado. La mujer estaba a punto de darme el doble por el piso y, de paso, de divorciarse del borde del marido, que no sabe que le llevo tres años y ha estado echando cuentas. Aquí sí que casi lo estropeo todo porque me daba la risa. Gracias por todos tus consejos. Ha sido todo un éxito. En cuanto me saque todo esto de la cara, paso a buscarte en el coche y nos vamos al restaurante de Miguel para celebrar la venta del piso y mi sesenta y tres cumpleaños ¡Esta vez invito yo!
Hace un par de años mi amigo Paco empezó a ganar bastante peso. Nadie se atrevía a mencionar este asunto en su presencia. Sin embargo, él entraba cada mañana en la oficina anunciando de forma eufórica y con potente voz que, según su pesa, había bajado dos kilos. Acto seguido, Paco se sentaba en su mesa y no dejaba de refunfuñar por lo mucho que le apretaba el cinturón del pantalón. Al día siguiente, la misma escena ¡Dos kilos! Iba de dos en dos kilos cada día. No se paraba ni a pensar que, con semejante pérdida de peso diaria, habría sido urgente una visita al médico. Ninguno de los allí presentes se explicaba la razón por la que se ponía en evidencia de esa manera cuando la acumulación de grasa de su barriga se hacía cada vez más evidente ¡Dos kilos más! ¡Es fantástico! Nos decía mientras avanzaba con dificultad hacia su ordenador.
De igual manera se alejaba de la realidad aquella peluquera tan sospechosamente acelerada, habladora hasta decir basta, que aseguraba a todos sus clientes que su delgada figura se debía a comer y cenar exclusivamente marisco. Afirmaba que aquel era su vicio y debilidad. Recuerdo que, por aquella época, intenté convencer a mis padres para que me dejasen estudiar peluquería. Me parecía una profesión como pocas, podías conseguir que los pantalones de la talla 34 te quedasen flojos y el sueldo te alcanzaba para pasarte la vida atiborrada a percebes y centollas.
Si las personas que mienten se parasen a pensar sus mentiras, se cansarían mucho, porque pensar cansa un montón, sin embargo los demás no nos divertiríamos tanto.
Manolo era un claro ejemplo de lo mismo. A sus casi noventa años, para marcharse del bar cuando era su turno de pagar otra ronda, se disculpaba diciendo que no quería que su madre estuviese tanto tiempo en casa sola. El resto de los tertulianos lo miraban con horror viéndolo como a una especie de Norman Bates en Psicosis e imaginando su llegada a casa para besar en la mejilla a lo que fuera que tuviese en una mecedora.
Poca imaginación también la de mi vecino Juan que, cada vez que llegaba borracho a su casa, agarrándose a las paredes, aseguraba a su mujer que le había sentado mal la tapa de mejillones.
Y es que hay personas que ni para mentir se molestan en pensar.
Después de un trayecto en metro de unos veinte minutos encontré la casa. Caminé un par de minutos por la nieve y, ansiosa porque me abriesen, llamé al timbre.
Mis amigos alemanes me recibieron amistosos. Les entregué una botella de vino, saludé a todos, me deshice de la ropa de abrigo y entré en la cocina dispuesta a echar una mano.
La primera labor que me encomendaron fue que cortase algo de cebolla. Me dispuse a hacerlo con mi habitual entusiasmo en este tipo de reuniones, mientras charlaba animadamente. Olvidando que a los teutones no les gusta demasiado que se realicen dos tareas al mismo tiempo, charlar y cortar, por si te desconcentras. Pequeño fallo, el cual decidieron pasarme por esta vez.
Me situé al lado de mi amigo Jürgen que cortaba unos “Stein Pilze”, es decir, “Boletus”. Por su gesto austero, deduje que se encontraba en pleno auge de concentración en su labor.
Empuñé el cuchillo.
– Córtalos de cinco milímetros, por favor- dijo con una prudente voz.
Me volví para comprobar si bromeaba. No. No lo parecía. Su cara reflejaba una solemnidad que no admitía dudas.
– ¿Hablaba en serio? ¿No tendría que medirlos?
Miré de reojo hacia lo que los demás se afanaban en hacer y debo decir que ellos estaban picando todo con un mismo tamaño, ¿cómo lo harían? ¿tendrían ya ese gen de fábrica? A mí desde luego ese me faltaba… En realidad, La Teoría de la Relatividad, no tuvo nada que ver con Einstein, nació en mi tierra. En esas frondosas fragas y agitados mares, allí, todo es relativo, depende de muchos factores inherentes a muchos otros, con lo cual nunca se está seguro de nada. Todo es relativo. En el lugar que me vio nacer la cebolla se corta “en trozos relativamente finos”.
Inspiré hondo y empecé a cortar encima de la tabla. No pasaron ni diez segundos… cuando oí a mis espaldas…
– ¡Nein! ¡Nein!
Vale, vale, mis trocitos de cebolla no eran todos iguales, pero su sabor iba a ser el mismo, ¿por qué se ponían así? Miré en busca de algo de apoyo en el grupo, pero mejor hubiera sido no mirar ¡Qué jauría! Me miraban como si hubiese cometido un delito. En vez de una cena entre amigos parecía que había entrado en un correccional.
Fui relegada de mi labor y me alejaron de inmediato de las cebollas.
Cabizbaja, me apoyé en una esquina de la cocina. Uno de mis amigos más cercanos, se apiadó de mí y acudió en mi rescate. Acto seguido, me susurró al oído.
– Anda, acércate y ayudame a condimentar la salsa en la sartén mientras yo me ocupo de abrir el vino. Siempre había podido contar con él. Sonreí y lo acompañé.
Bien, esa labor no podía ser tan difícil, por lo menos mi amigo me sonreía. Comencé a desconfiar de él cuando lo observé abrir la botella con un sacacorchos enorme y complicado, que parecía diseñado por un ingeniero aeronáutico. Mientras él desplegaba toda su destreza manual y hasta creo que intelectual, observé con horror la misma cara. Concentración. Severidad. Sus ojos no se apartaban del corcho, las comisuras de sus labios se apretaban, pero sus manos obraban con mesura. Inspiraba miedo. Desvié la mirada.
– Señor, ¿es que esa manera de cocinar entre amigos era divertida para ellos? ¡Si cocinan en mi país se pegarían un tiro! Somos todo descoordinación para ellos.
Cuando abrió la botella, todos estallaron en una aplauso generalizado, acompañado de algunas onomatopeyas. Sin embargo, sus caras aún reflejaban cierta preocupación por toda aquella responsabilidad en lo de cortar y abrir botellas. Quizá aún estuviesen inquietos por el resultado final de lo que se cocinaba en los fogones.
Aquello, comenzaba a ponerme de mal humor. Era una situación absurda.
Una vez descorchada la botella, mi amigo me ofreció una copa. Después de haber atravesado medio Berlín con el fin de disfrutar de un agradable rato entre amigos, realmente no lo estaba consiguiendo.
– ¡Por fin! – pensé – no me vendrá mal un trago. Alargué mi mano para coger el vaso que me ofrecía.
– ¡Nein! Dijeron todos asustados.
¿Y ahora qué? ¿Es que también ahora había que medir algo?
– ¡Coge la copa por la base para que no quedan marcas de grasa de los dedos y para que suene al brindar!
¡Qué grave! ¡Qué preocupación!, pensé.
– ¡Eso ya lo sé! -grité- ¿Es que no podéis relajaros? ¡Es una cena en una casa y estáis todos descalzos menos yo! ¿Es que os he dicho yo que eso en mi país es mala educación o que a los demás mortales no nos gusta beber Rioja mientras olemos los calcetines de los demás?
Al parecer mis gritos los aplacaron un poco o quizá es que el genio español les iba. No sé, ni me importaba en aquel momento.
Aún más agobiada que antes, opté por acercarme a la olla para ayudar a condimentar, siguiendo las indicaciones que me había marcado mi amigo.
Se cercó a mí y me dijo.
– Échale un gramo de sal, por favor.
Ya estábamos otra vez con aquello de las medidas ¡Ahora necesitaba una pesa!
¡Una pizca! ¡Una pizca se dice en España! No me extraña que, con tantas restricciones, cuando os ponéis a beber en este país acabéis todos desmayados en el suelo! ¡Eso sí que lo teníais que medir!
Cogí el abrigo y mi gorro, salí a la calle que se encontraba cubierta de un hermoso y denso manto nevado. Pensé en huir en avión a Betanzos, pero en vez de eso, me subí al metro y entré en el primer bar español que encontré. Allí, me abrí paso entre un delicioso bullicio. Me sirvieron un Rioja, creo que el camarero sostuvo la copa por la parte equivocada, saludé a unos amigos, y me tomé el trozo de tortilla más irregular que encontré.
¡A veces hace falta poner trocitos de imperfección de tu vida!
El verano se acerca y empieza mi obsesión porque ningún ser vivo, excepto yo y mis visitas, entren en mi piso.
Ayer por la tarde, después de una larga jornada, me tumbé en el sofá dispuesta a leer tranquilamente arrullada por el sonido de la nada, esto es, en un silencio absoluto.
No había ni leído media página del libro que tenía entre mis manos, cuando algo me obligó a alzar la mirada. Empezaba la temporada de verano: un mosca.
Intenté pasar del asunto convenciéndome de que igual que había entrado por la ventana entreabierta, sabría encontrar la salida.
Procuré retomar mi lectura, pero no pude. Como ya sabréis por otra de mis entradas, en cierta ocasión quise reservar habitación en el hotel cinco estrellas que tengo enfrente de mi casa, porque una abeja se empeñó en pasar la tarde en mi salón.
La mosca de ayer era muy rara, no dejaba de dar vueltas siempre por encima de mi cabeza, yo creo que ya nos conocíamos porque no entiendo que no escogiese otra parte de la habitación para su periplo en cuadrícula.
Por norma general, sentirme perseguida, me pone nerviosa, Por este motivo, tomé la decisión de interrumpir mi lectura y encararme con el intruso.
En muchas ocasiones de mi vida he lamentado no ser una asesina, por ejemplo, aquella vez en Toledo cuando me encontré con una cucaracha más grande que un pendrive, o con aquella avispa un verano en Alemania, por la que me ví obligada a levantar mi vestido y enseñarle las bragas a un sonriente camionero que hizo sonar el claxon de su vehículo por aquel inesperado y gratuito espectáculo de destape con grito incluido; O, la vez en la que le pegué a un chico en Budapest en plena calle, sin conocerlo, porque pensé que lo atacaba una libélula gigante; O aquel otro, en el que recorrí medio Lago de Ginebra con un ojo cerrado a causa de un minúsculo mosquito que se me metió en el ojo y que hacía que viese una mancha negra si lo abría. Lo único que conseguí con este gesto es que me guiñaran el ojo casi todos los hombres que se cruzaban conmigo aquel caluroso domingo de verano creyendo que buscaba plan para de fin de semana.
Y así podría relatar una infinita lista de momentos ridículos a los que me ha obligado mi fobia a los insectos, bichos, bichitos y demás seres diminutos, por la simple razón de que no los ves venir. La de manotazos que me he pegado a mí misma, la de limpiezas de cutis debajo de las sábanas, sudando, para protegerme del ataque de algún mosquito agresivo que no atendía a razones. La de saltos que he dado, tanto en público, como en privado, para librarme de estos seres.
Y, como decía antes, siento no ser una asesina. No lo soy. No puedo matarlos, pero les hablo, les hablo mucho, en prolongadas conversaciones para intentar que se avengan a razones y en diversos idiomas, por si acaso es ese el problema. Idiota ¿verdad? Porque no me oyen. Ya lo sé. En eso sí que me parezco a esas personas que razonan con sus mascotas por la calle y les recriminan: “¿Pero que te he dicho antes? ¡Que primero tenía que ir al cajero y después a comprar el pan! ¡Si es que no atiendes cuando te hablo!” Y, claro, como las mascotas los miran, porque reconozco que los miran mucho, por eso sus dueños piensan que les entienden, tanto el pretérito perfecto, como el mensaje.
Pues yo ayer me dedicaba a lo mismo, pero con la mosca, aunque no por la misma razón, es simplemente porque no podía, ni quería, matarla. Nunca lo hago, con ninguna. Es entonces cuando les indico el camino, muevo el aire que las rodea con cojines, les digo que por ahí van bien, por allí no y todo tipo de estupideces mientras salto de un sofá a otro, de alfombra al suelo, mientras agito brazos y manos sin cesar.
Es muy cansado, muy buen ejercicio también, pero la mosca de ayer… ésa me conocía, seguro, y eso que dicen que viven un día, pues yo casi podría asegurar que con esta me había cruzado antes, porque lo que en moscas más entrañables me lleva menos de un cuarto de hora, con ésta se prolongó más de dos. Yo creo que hasta se reía. Cuando empezó la segunda hora, ya no sólo lo intentaba con palabras dulces, llegué a ponerme agresiva y hasta a gritarle ¿Quién en su sano juicio se enfada con un animalito con el cerebro de una mosca?
Sin embargo, la mosca en cuestión tenía que ser de Pontevedra, una zona de mi tierra de espectacular belleza, aunque debo decir que con moscas muy pesadas, porque siempre vuelven. No lo digo yo. Está científicamente probado: Las moscas de Pontevedra vuelven. Siempre. Y ésta no es que volviese, es que se empecinaba en no ir hacia la ventana. No quería salir y volar libremente con la brisa marina agitando sus alas. No, no, quería quedarse en mi salón y en la misma parte del mismo. Si no se hubiese tratado de una mosca, hubiese pensado que sufría una psicosis paranoica por la de vueltas que daba en torno al mismo sitio. Claro que, también podía ser que supiese que se aproximaba la hora de la cena. Hasta probé a freír unas croquetas con las que la tentaba intentando dirigirla hacia la ventana que la esperaba abierta de par en par. Pero nada.
Confieso que, en cierto momento de rabia incontenible, se me pasó por la cabeza asesinarla. Sí, lo reconozco. Sin embargo, enseguida recobré la cordura y me detuvo el pensamiento de convertirme en una asesina, aunque lo que más me frenó, fue el mero pensamiento de cómo me desharía del cuerpo, un cuerpo aplastado, la sangre que soltaría. No, no era opción.
No la asesiné pero tampoco puedo aseguraros cómo desapareció. Sólo sé que me desperté al día siguiente encima del sofá abrazada a un cojín. Lo curioso del caso es que las croquetas de la ventana no estaban y la mosca tampoco.
El aparcamiento estaba vacío. Era amplio, luminoso y nuevo.
El hombre condujo hasta la salida, abrió la ventanilla para meter el ticket en la máquina y esperó hasta que se levantase la barrera.
La salida era ancha y por su amplitud, parecía diseñada para conductores inexpertos. Sin embargo, no era el caso ya que el hombre llevaba más de veinte años conduciendo.
Por fin, la barrera se abrió y él puso el pie en el acelerador. Se oyó un ruido sordo.
Siempre he pensado que la manera en que conduces da muchas pistas sobre cómo eres. Unos, son agresivos, como él, es decir, inseguros. Otros, son educados, con o sin coche. Otros dicen que no les gusta conducir porque son ecologistas y van en metro, esos son a los que les da miedo conducir. Otros, son calmados y pausados. Otros son nerviosos y dan volantazos…
Tras el ruido hubo una pausa. El ala derecha del coche tenía un arañazo considerable, tan grave que, una de las columnas, se había quedado sin parte de la pintura.
– ¿Es que en España no saben construir aparcamientos? ¿Por qué ponen columnas? – dijo él, en un ataque de cólera.
– Para que el techo no se te caiga encima- contestó ella.
Como los extranjeros son tan raros, quizá sujeten los techos con salchichas, que son más blanditas. Aquí, como somos más brutos, ponemos hormigón.
Era ya la cuarta vez en un mes que los españoles habían puesto algo en su camino para que él chocase. El recién estrenado coche se encontraba en tan mal estado que parecía ya de tercera mano.
Es lo que tiene vivir en España, no dejas de chocar, sobre todo si no sabes conducir.
Recuerdo que, cuando éramos adolescentes, la acompañé al dermatólogo porque Joanna tenía psoriasis en los codos. Y menos mal que estaba yo presente, pues lo primero que le pidió el octogenario doctor fue que se sacase el sujetador. En cuanto la vi empezar a desabrocharse, me la llevé de allí gritándole si no sabía en qué parte del cuerpo tenía los codos. Aquel enfado nos duró varios meses.
Sin embargo, debo confesar que, últimamente, me preocupa, pues sus pequeños despistes se han hecho más graves. Ayer, sin ir más lejos, su marido me contó que hace dos años Joanna leyó que los supositorios se habían estado administrando de forma errónea desde hacía años, pues su forma cilíndrica y con punta había llevado a confusión a buena parte de la población. No era la parte afilada la que debía entrar primero, sino al revés. Ella, sin atreverse a confesar, ni siquiera a su propio marido, que llevaba toda su vida haciéndolo “mal”, se pasó dos años enteros poniéndose los supositorios al revés. Vamos que, los introducía por la parte cortada y con aristas, por doloroso que le resultase con el fin de enmendarse. Hasta que, cierto día, leyó en Internet que dicho consejo había resultado ser una broma que había circulado por la red y que sólo unos cuantos incautos se habían tragado. Aquello fue un duro golpe para ella. Se había pasado dos años sufriendo en silencio para terminar como siempre, avergonzada y con la autoestima por los suelos.
En fin, que mi amiga Joanna sufre de ingenuidad incurable. Además de tener una autoestima baja, lo cual únicamente le conduce a una continua desconfianza que se acentúa con sus más allegados. De manera que, cualquier cosa que le dices, la retuerce y comprueba de forma casi enfermiza. Sin embargo, no suele seguir esta pauta con los desconocidos.
Me permito escribir esto sobre ella, porque, en este momento, se encuentra en la barra del bar, pagando las consumiciones de la mesa de al lado, a un grupo que dice ser de Sevilla y que asegura que les han robado la cartera. Y eso que, su acento andaluz tiene visos de ser más bien de Chamberí.
Las estrellas Michelin son el reconocimiento más deseado por los cocineros del mundo.
Es un excelente cocinero, trabaja mucho, todo lo que pasa por sus manos se convierte en mágico, además de ser todo un líder para su equipo.
Hoy me encuentro en uno de esos atardeceres de verano que se recuerdan en las frías noches de invierno.
Entramos en su casa. Su cocina es espectacular. No sólo a él le apetece cocinar ahí, a mí también. Se da cuenta por mi mirada de lo que siento al estar allí.
Me invita a coger dos copas situadas en un estante de madera, mientras las vistas de la cocina abierta a la terraza nos traen un intenso olor a mar.
El atardecer añade, si cabe, más belleza al momento. La última pizca de calor se nos escapa de las manos.
Descorchamos una botella de vino. Miro cómo sirve algo en ambas copas mientras sonríe.
Me da igual que cocine algo poco habitual. Comeré cualquier creación suya sin rechistar, por muy extravagante que me parezca. Sólo quiero disfrutar del atardecer entre ollas de lujo.
Me mira y me guiña un ojo, mientras pregunta:
¿Hacemos huevos fritos con patatas para variar un poco?
(Dedicado a mi amiga Catalina. Felicidades por haberlo logrado)
Procurando no mirar mucho hacia los lados y concentrándose en el frío suelo de aquel inhóspito lugar, se metió rauda en el ascensor. Sólo tenía que ponerse una inyección en la barriga y salir. No podía ser tan difícil.
Decidida a terminar con el trámite cuanto antes, entró en el ascensor que la dejó en el segundo piso. Nada más salir, apareció ante ella un largo pasillo por el que comenzó su recorrido.
Mientras avanzaba no pudo evitar leer los carteles de las puertas cerradas que se cruzaban en su camino. El primero, a la derecha: “Sala de Tumores”.
-Qué práctico, pensó. Lo dejas ahí y a la salida te haces la loca y lo olvidas. Muy bien pensado. Comprendo que este sitio tenga fama. Aquí, el que no se cura es porque no quiere.
Continuó avanzando por el frío pasillo desierto, mientras se concentraba en el jardín soleado que la esperaba a la salida, cuando, a la izquierda, la sorprendió otro cartel en una puerta también cerrada y de aspecto aún más cutre y deprimente que la anterior: “Peluquería”.
Ahora ya estaba algo perdida. No entendía la finalidad de una peluquería en un hospital de esta índole. Le entró cierta depresión. Sin embargo, recapacitó un poco y al acordarse de lo que había leído en la puerta anterior, se le hizo la luz. Era lógico que al desprenderse uno del tumor que lo acosaba y teniendo en cuenta que probablemente la Sala de Tumores en el que se depositaba, estuviese repleta de otros muchos tumores de gente que había tenido la misma idea de dejarlo allí abandonados a su suerte, a todos se les pusiesen los pelos de punta. De ahí, la genial idea de instalar una peluquería en este sitio.
La idea, en realidad, estaba bien pensada, pues ¿a qué ser medio normalito, no se le ponen los pelos de punta si entra en una sala a dejar su tumor, se encuentra con los tumores ajenos y, encima, teniendo que hacerle sitio al suyo? Aún así, no entró en la peluquería, más que nada, porque sabía que solían dejarte peor de lo que entrabas y la desvencijada puerta no parecía garantizar que arreglasen los desaguisados con demasiado estilo.
Consiguió apartar la mirada del espantoso cartel y mirar de frente hacia el resto del interminable corredor que se mostraba ante sus ojos. Mientras lo hacía, otro cartel despistó su concentración: “Capilla” -¡Bueno, ya estaba bien, ni respirar la dejaban en aquel lugar. Salías de una y te metías en otra!
No es que ella no encontrase lógico todo aquello. En realidad, a pesar de que el hospital había sido edificado en los años sesenta, estaba todo muy bien pensado.
“Sala de tumores”, se le ponen a uno los pelos de punta, “Peluquería”, para que te los arreglen y tengas un pasar, después, “Capilla”. Y es que el que no se pusiese a rezar tras los dos carteles precedentes no era de este mundo, y más sabiendo lo que le esperaba al final del pasillo.
Vamos, que todo esto lo discurren como túnel de los horrores para un parque de atracciones y se forran. Tendrían al personal gritando y corriendo de un lado para otro sin parar.
Decidió pasar también de la capilla. Si rezaba, lo haría en casa y para pedir que no la metiesen nunca más en un sitio tan tétrico como espeluznante.
Se atrevió a mirar de reojo hacia un lado. Gran error. Esta vez la puerta no era tan pequeña como las otras, es más, eran dos y el cartel rezaba: “Quirófano”. “No, no… Ahí, sí que no entraba, ella ya había dejado su tumor a la entrada y allí se quedaba”.
¡Por fin! “Hospital de día”. Buena señal, quiere decir que ahí, no te dejan pasar la noche.
Una enfermera de rostro muy dulce, aunque levemente momificado, cuyo pelo permanecía sospechosamente estático, le indicó que pasase a la sala de espera. La pobre, probablemente habría cometido el error de entrar en la peluquería, ya que la tenía cerca.
Entró en un enorme salón vacío con un montón de sofás de cuero negro desgastado. Se sentía algo reticente a sentarse, más que nada, porque la planta de plástico que se hallaba en el centro del espacio, había acumulado polvo, probablemente desde la inauguración del famoso hospital.
El helado y nada acogedor mármol del suelo, salpicado de unas motas grisáceas se extendía sin piedad por todo aquel gigantesco salón, en el que después de unos quince minutos de espera, sus piernas apenas soportaban el peso de su cuerpo.
Decidió sentarse, aunque sospechara que los grandes sillones de cuero no se limpiaban desde los años sesenta.
Se acercó a uno de ellos y colocó tímidamente su trasero al borde del mismo para no tocar más de lo imprescindible.
Como si todo estuviese preparado para asustar a las visitas, el sillón se balanceó de tal manera que hizo que saliese despedida como una bala hacia el espantoso florero plastificado. Consiguió frenarse apoyándose en la mesa de cristal. Las flores que la decoraban sacudieron algo de su polvo en su nariz y estornudó.
Empezaba a dudar si, en aquel lugar, pretendían que se lesionase para ingresarla. Es cierto que estaba algo torpe, pero también es verdad que, para visitar aquel lugar, debería haber entrenamiento físico y psíquico porque sino, no salías viva o salías con un trauma.
No se había recuperado aún del susto cuando entró una enfermera y le indicó que pasara a otra sala.
El espectáculo allí era tan deprimente, que las motas del suelo le antojaron alegres florecillas comparadas con lo que allí se veía.
En su empeño por salir de aquel agujero lo más inmediatamente posible, no se sentó en silla alguna, no quiso que la pinchase en el brazo. En pie, como una estaca, se subió la camiseta y le dijo a la enfermera que le pusiese la inyección en la barriga.
Cuando se dio la vuelta para decirle que ya había terminado, ella ya se encontraba en el jardín haciendo respiraciones diafragmáticas y llamando a un taxi.
Aunque, francamente aliviada, ya que se había “olvidado” recoger el tumor y no pensaba volver a por él.