
En cuanto los vi en el aeropuerto me di cuenta del error que habíamos cometido al invitarlos.
Él llegó borracho y ella enfadada.
Mike había preparado un viaje sorpresa a su mujer porque su matrimonio hacia aguas y mares desde hacía mucho tiempo. Y, realmente, el viaje resultó toda una sorpresa, sobre todo para él por el tremendo enfado de ella, que hubiese preferido gastar doscientos euros en un “todo incluido” hacia alguna playa llena de sol, donde se puede beber sin necesidad de sacar la cartera.
El índice alcohólico de él, se debía a dos motivos: el primero, que era una costumbre nacional; la segunda, le ayudaba a soportar el cabreo de su mujer.
Aún después de un mes, nunca he sabido en qué idioma se dirigió él a mí durante todo el trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel que les habíamos reservado para la celebración de su aniversario. Domino varios idiomas y he hablado con mucha gente que había contado mal las copas que había ingerido, pero aquella jerga no alcanzaba el nivel de nomenclatura alguna que yo acertase a descifrar.
Un hotel de cinco estrellas para dos turistas ignorantes y mal educados, que alguien, en su ingenuidad, una vez llamó amigos, era igual que meter a dos cerdos en una bañera de mármol y oro con vistas al Atlántico. Y eso era lo que habíamos hecho.
La espera en el bar del hotel para que se repusieran del viaje en avión resultó un sacrificio del todo inútil. Mientras tanto, no podía sacarme de la cabeza los tres días de desafío que me esperaban. Puedo lidiar con gente perversa, cuyo cerebro asimile respuestas, pero lidiar con ignorantes que mezclan Godello con Sprite, me resulta tarea harto complicada. Sin embargo, desde que vislumbré a estos dos personajes, supe el sacrificio que, como anfitriona, se me exigía. En aquellos momentos, hubiese preferido repetir la carrera.
El hotel reservado, así como la mesa en la que les esperaban los más exclusivos y apetitosos majares de la tierra, no hicieron reaccionar a nuestros huéspedes en ningún sentido.
Ella se sentó en un sofá con nariz de ofendida al tiempo que, su marido monologaba en una ímproba lucha por mantener los ojos abiertos. Aquello resultaba toda un pérdida de tiempo. En cualquier caso, él se mostraba más propenso a probar los manjares que habíamos encargado, borracho o no. Por el contrario ella, se dedicaba exclusivamente a echarle Sprite al Champagne, ya que el alcohol no le iba mucho. Perdón, el alcohol que no contuviese algún sabor dulce. De ahí que, con los mojitos, las Caipiriñas, o cualquier bebida con alcohol de unos cuarenta grados con sabor azucarado, no tenía problemas. Según parece, ciertas personas piensan que el alcohol se encuentra sólo en el vino, la cerveza y el Champagne.
También noté que, al ser instructora de fitness, cuidaba en extremo su figura y la de su marido con el método “esto es lo que no se debe comer”. Su alimentación se basaba en una serie de grasas industriales y preparados con azúcar añadido que mantenían en perfecto estado la bien conservada grasa de su barriga y la de él, de paso.
De hecho, su forma de caminar con aquellos shorts apretados, me inducían a pensar que no se percataba de que su figura no motivaba a que sus programas para gente obesa tuvieran mucho éxito. Y, aunque no hablaba demasiado, por aquello del enfado, al que todos teníamos que estar muy atentos, cuando lo hacía, solía criticar a la gente que no cuidaba su alimentación. En cuanto abría la boca se dedicaba a censurar a esa gente que no probaba el pescado, marisco o ensaladas frescas. Resultaba extraño escuchar estas palabras de alguien que no fue capaz de llevarse nada de esto a la boca durante el tiempo que tuve el placer de conocerla. Todo lo cual, me inducía a pensar que sufría de algún fallo cerebral, que su retina fallaba a su favor, o que su casa carecía de espejos. Jamás he visto a nadie contonearse de forma tan provocativa, colocándose siempre delante del grupo para que observásemos con detalle el resultado de sus sesiones de entrenamiento.
Claro que era peor que el marido se quedase atrás porque se dedicaba a recoger colillas del suelo y llevárselas a la boca, puesto que ella le prohibía fumar. Si tenías más suerte, también podía lanzar ruidosos escupitajos a las aceras diciendo, al tiempo, que la gente lo miraba porque sentían envidia de que fuese una persona tan libre. Deberían incluir esto en algún programa electoral, nunca se me había ocurrido relacionar tales actos con la libertad.
Como era de esperar, los días siguientes a esta visita se tiñeron con los andares chulescos de ambos, sus actitudes desafiantes, sus malos gestos y su falta de cortesía. Con aquel panorama, si hubiese dependido sólo de mí, después de llevarlos al hotel, me hubiese “puesto mala” durante los tres días siguientes. Esto, habría servido de alivio a nuestros forzados huéspedes que, durante su estancia, lucharon con uñas y dientes, sobre todo ella, por pasarse los tres días entre la playa, que es gratis, y el McDonals, que es barato.
En aquellas circunstancias, no me quedaba otro remedio que aferrarme a la medicina familiar, el humor. De otro modo, no hubiese podido sobrellevar ciertos momentos ni con un botellazo en la cabeza. En general, cuando deseo explicarle a alguien lo estúpido de su comportamiento, sonrío con dulzura e imagino mi contestación. En estas circunstancias aquello me ayudaba y al tiempo, desencadenaba unas tímidas lagrimillas en las pupilas, que contenían mis silenciosas carcajadas.
Durante los tres días en los que les mostramos vistas paradisíacas; Cenamos en restaurantes de los que no me echaron porque me conocen; Escuchamos críticas hacia mi idioma de dos seres que no saben ni escribir su nombre en el suyo, pero que dominan un inglés de la calle, ya que en su país llevan años viendo al Pato Donald en versión original; Observamos malas caras el par de veces que tuvieron que abrir la cartera casi a punta de pistola; Aguantamos desplantes en sitios públicos; Callamos pacientemente mientras la pareja mantenía conversaciones a través de mensajes del Whatsapp o miraban fotos de Facebook; Tragamos disculpas mal pensadas, pues pensar no era lo suyo. Después de todo aquello, confirmé que aquellos dos personajes situaban a su país a la altura de una cloaca y, lo peor, sin saberlo.
Lo más gracioso es que, como mencioné, el propósito de su visita tenía como objetivo salvar su matrimonio. Todavía no me ha quedado claro si lo intentaban mezclando el vino con el Sprite, o si les resultaba más efectivo mirar para el móvil, o quizá la terrible cara de enfado de ella, cada vez que los dejábamos solos, ayudaba a mantener la llama del amor encendida. Más bien, me inclino a pensar que ahora, que están otra vez con la suegra, los niños, y no hay más peligro que ir al super a comprar golosinas que, al fin y al cabo, son más baratas que la centolla y el bogavante, el matrimonio seguro que se salvará.
Y a mí, sólo me queda el bogavante. Asco de vida.
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