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Livia de Andrés

Publicaciones de la categoría: Vida

Sobre prácticas antiestrés

12 domingo Mar 2023

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Humor, Reflexiones, Uncategorized, Vida

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crítica, humor, pensamientos, Reflexiones, vida

Esta tarde ojeado libros antiguos me he encontrado con uno que perteneció a mi abuelo Julio, editado en 1935, cuyo título rezaba de la siguiente manera: «Método Práctico para vencer el Agotamiento, Nerviosismo, Abatimiento y la Depresión de Ánimo».

En él se habla de todo lo que se escribe hoy en día sobre técnicas contra la ansiedad y el estrés. Esto hace que me ratifique en que no hay nada nuevo. Es decir, o te calmas tú sola o pagas para que te calmen o no te calmas ni tu sola, ni tampoco a los que les pagas.

He leído todo tipo de textos y libros sobre terapias antiestrés o contra la ansiedad, y no he podido evitar pensar si realmente funcionan o son una forma barata de ahorrase un psicólogo.

Todo el mundo sufre de estrés en mayor o menor grado. A lo largo de los años he aprendido a lidiar con situaciones que habitualmente provocan ansiedad y he desarrollado algunas técnicas que me funcionan. Sin embargo, hay otras, muy extendidas hoy en día, que no acabo de dominar. Confieso que lo he intentado, aunque sin mucho éxito hasta el momento.

Una de ellas es el famoso Arte de la Meditación y actuar de forma consciente. Y es que a mí, lo de conectar con la paz del cosmos, con los ojos cerrados me parece que es el campo de cultivo perfecto para hundirme en la miseria más absoluta. En cuanto mis párpados se cierran, me asaltan todos esos pensamientos que no debo tener, si lo que pretendo es encontrar mi paz interior.

Esta técnica de dejar pasar los pensamientos ante ti visualizando imágenes o rememorando sensaciones positivas que provoquen reacciones agradables, me conduce, casi siempre, al despertar de mis instintos asesinos y pienso en todo lo que no debería pensar. Si además, debo dejar pasar los pensamientos sin juzgar, el asunto ya se convierte en una tortura. 

Existen las conocidas técnicas sobre cómo actuar de forma consciente, ejemplo, «lávate los dientes con consciencia, respira, siente el cepillo en tu mano».

Lavarse los dientes es un gesto automático pues se realiza todos los días y varias veces, pero tampoco voy a prestar mucha atención a cómo resbala la pasta dentífrica sobre un molar o un colmillo. No creo que eso me desestrese. Algo muy distinto es que hay personas que se lavan los dientes con inquina, como si los dientes les hubiesen hecho algo malo e intentasen arrancárselos a base de frotar. Entiendo que hay gente que ha cometido errores de los que se arrepiente y algo de frustración tienen que sentir, pero no creo que con dejar las cerdas del cepillo pegadas a los incisivos lo arreglen.

O la tan extendida práctica de «caminar despacio», la vida slow para ser más feliz.

Depende. Esto a mí me puede poner muy nerviosa. No puedo desplazarme hacia la nevera a coger un poco de leche caminando despacio porque no me centro en cómo mis pies tocan el suelo, sino en la puerta de la nevera esperándome para ser abierta y de regreso a la mesa, otro tanto de lo mismo. Descartado. Acabaría con una taquicardia espantosa, tirada encima de la mesa y haciendo respiración diafragmática para bajar las pulsaciones. Demasiado trabajo. 

Esta desestresante técnica de realizar las cosas lentamente se extiendo a aquello de «comer con atención».

Reconozco que esto se me da bien. Primero, porque suelo comer despacio y segundo, porque siempre me fijo bastante por si me llevo una espina a la boca o por si algún mejillón intenta colármela escondiendo alguna barba. Aquí atiendo.

En cambio, hay otros que sí deberían practicarlo. Me refiero a esa gente que engulle, que no mastica, ni habla mientras come y que no te mira a la cara hasta que no ha terminado, que es cuando empiezan a mirar hacia tu plato, generalmente por dos razones: Una, que quieren comerse lo que tú tienes; Dos, que no pueden esperar a que termines para que paséis al postre. 

Y aquí me remito al punto anteriormente citado: «La técnica de visualización de imágenes sin juzgar» Si me asalta una imagen como ésta ¿Cómo voy a dejar de juzgar y encontrar mi paz interior cuando lo que quiero es fulminar al sujeto en cuestión?

Existen otros consejos en la misma línea tales como, «quitarse los zapatos sintiendo la liberación y guardarlos con respeto.».

Qué gran descubrimiento ¿Quién no ha sentido ese placer liberador de descalzarse después de un largo día fuera de casa? Ahora, lo del respecto a un zapato, es lo mismo que decía mi abuela: «No tires los zapatos de cualquier manera en el armario que después hay que colocarlos». Yo creo que en este punto el que quiere que le tenga respeto al zapato es la persona que lo guarda. En mi caso, que practique esta técnica o no, depende ya de la etapa de la vida en la que me encuentre, si hablamos de un piso de estudiantes, no había ningún respeto por el zapato porque lo tiraba por el aire y lo dejaba donde hubiese caído, ahora que los tengo que colocar, los respeto muchísimo.

Podría seguir hasta el infinito con todo tipo de consejos prácticos para disminuir nuestros niveles de ansiedad, sin embargo, una de las técnicas más efectivas, al menos en mi caso, es sumergirme en agua fría, que activa la rama parasimpática de mi sistema nervioso y hace que salga en un estado de relajación incomparable. En general, para esta práctica suelo utilizar las Rías Gallegas, más que nada por cercanía. 

Este contraste entre el agua del mar y calor del sol, apacigua cuerpo y espíritu, además de despertar mi apetito, para lo cual, propongo terminar el día tomando unos mejillones al vapor, un plato de pulpo o unos trozos de empanada, regados con algún Albariño.

Eso sí, para que funcione esto del mar y las tapas hay que practicarlo con frecuencia, además puede hacerse de forma consciente o totalmente irreflexiva y una vez que empiezas, es difícil dejarlo, sobre todo lo de las tapas.

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Olor a nieve

27 martes Dic 2022

Posted by Livia de Andrés in Reflexiones, relatos, Uncategorized, Vida

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pensamientos, recuerdos, Reflexiones, relatos, vida

Aún con el pelo mojado de la ducha me acerco a la ventana. Empieza a nevar.


Mientras todos duermen yo disfruto del silencio y la cálida estancia que me ofrece un espectáculo que echaba de menos, mientras pienso en el desayuno que nos espera abajo.


El café recién hecho, el pan, la mantequilla, mermeladas, fruta, huevos y otras cosas que sólo me permito comer en ocasiones especiales como estas o algún domingo, me esperan.


La noche después del viaje ha sido plácida, me siento descansada y lejos de ese bullicio de la cuidad, que aún no echo de menos.


Ayer al bajar la ventanilla del coche ya predije que iba a nevar durante la noche, aprendí a oler la nieve cuando vivía en Zúrich, la nieve me entusiasma.


Siempre he sentido este tipo de exaltación por los fenómenos atmosféricos. Recuerdo que, cuando era pequeña e iba en coche con mis padres, si se desataba una ventisca de nieve en la que se perdía toda visibilidad, yo estallaba en gritos de alegría.


Hoy en día, comprendo sus caras de preocupación pero mi recuerdo sigue presente aún hoy: la parada obligada, tomar algo caliente con unas castañas asadas, la generosidad del dueño de bar que nos acogía hasta la hora en que pudiésemos reanudar la marcha.Aquellas charlas cerca de una chimenea, el olor a castañas, la bondad de la gente, son mis recuerdos de las ventiscas.

En Zúrich que está hecha de nieve, de lagos y de picos cubiertos de un permanente manto blanco, en cuanto caían los primeros copos por la mañana, cogíamos la cámara, el coche y nos lanzábamos a hacer fotos durante largas horas. Todo solía terminar delante de una fondue de queso, que acompañábamos con copas de vino blanco. 


También recuerdo esos copos a las siete de la mañana mientras me dirigía a la universidad atravesando la Plaza Mayor de Salamanca. Solía ir temprano por tres razones: una, que me gustaba desayunar en uno de esos antiguos cafés cerca de la facultad en los que la calefacción te permitía librarte de la ropa de abrigo nada más entrar; Dos, una beca que debía que mantener estudiando mucho, además de que, tres de mis profesores ya me habían ofrecido llevarme el doctorado, incluido el primer año pagado en Estados Unidos; Y la tercera razón, que era la persona más feliz del mundo en aquella pequeña cuidad peatonal llena de piedras y costumbres milenarias que no podía dejar de recorrer y descubrir, consciente de haber dejado atrás ese odio sin razón, ese silencio injusto que en mi último día de clase en mi cuidad natal, se tornó en un bombardeo de preguntas, incomprensibles para mí, sobre la razón de mi marcha. Un silencio sólo roto con el anuncio de mi inminente traslado.

En Salamanca también nevaba, hacía frío, una frío seco que no me molestaba, no como la humedad gallega, muchas veces estábamos a temperaturas bajo cero, pero en la Universidad jamás se pasaba frío, en ningún sitio en realidad. La luz brillante del sol y las enormes estrellas del cielo de Castilla de noche o los acordes de «Losing my Religion» de algún músico en los arcos de la Plaza siempre estaban presentes para acompañarme.


Nunca he sentido frío con la nieve, de hecho cuando nieva no hace frío. Sí, recuerdo un día horrible, como horrible era la compañía, en Berlín en el que pasé mucho frío, tanto en el cuerpo como en el alma. Ese tipo de frío no se olvida y sólo se puede intentar tapar con la calidez de otros recuerdos. 
Fue en un viaje corto que yo me empeñé en hacer para conocer la cuidad. Era de día, aún no nevaba, esa es la peor parte. El cielo se teñía de unos colores muy extraños, gris oscuro, rosa, gris claro, negro, parecía que iba a caer la bomba atómica. 


No había nadie por las calles, por las calles donde yo estaba, por los menos. Claro que me había metido en un Berlín Este aún no reconstruido. El paisaje, que aún no había dado tiempo a reedificar, era de la post guerra. Tanto es así que en muchos de los muros de los edificios que nos rodeaban, aún se podían observar los agujeros de las balas.


Todo era gris y había un silencio tan ruidoso que me hacía temblar y no de frío. Como sin darme cuenta se hizo de noche, una noche profunda que parecía que nos iba a tragar, caminábamos por calles desangeladas, vacías, sin gente, no había nadie, ni nada. 


Eran tan sólo las dos de la tarde, cuando sentí que algo liberaba un poco aquella tensión pre apocalíptica y miré hacia el cielo, entonces pude sentir los primeros copos deslizándose por mis mejillas, aquello me hizo sonreír. 


Lo último que recuerdo es mirar hacia un lado, ver unas velas doradas en la ventana de una café, entrar y pedir un brunch entre enormes pandillas de alemanes ruidosos y es que, si otra cosa trae siempre la nieve consigo es hambre, mucha hambre.


Y aunque aquí la nieve cae fuera de la casa y la sensación de apetito no es la misma que si has estado en medio de la nieve, debo confesaros que mientras escribo sólo puedo pensar en ese café que me espera abajo, por tanto, si me disculpáis…

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El datáfono

22 domingo May 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Humor, Idiomas, relatos, Vida

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crítica, humor, recuerdos, relatos, vida


Son las once de la mañana. La terraza está vacía aunque, no creo que por mucho tiempo, porque he visto un trasatlántico atracado en el muelle y los turistas no tardarán en desperdigarse por la ciudad. 


Me siento en una terraza al sol con intención de desayunar y marcharme en cuanto empiece a llenarse. La dueña se apresura a acercarse a mi mesa. Sabe que, además de habituales como yo, hoy tendrá mucho trabajo, tanto por los turistas, como por el cálido día.


Disfruto de mi desayuno mientras observo como la primera pareja de cruceristas se sienta en una mesa. El resto, se encuentran vacías.


Él pide una Coca-Cola. Ella pronuncia tímidamente: «Apfel Saft», a ver si hay suerte y la dueña la entiende en alemán. No hay suerte. Entonces dice que no importa y opta por pedir lo mismo que su marido.


Como estoy cerca, no he podido evitar oír la conversación y en un intento de ayudar a la frustrada dueña, le digo que le está pidiendo un zumo de manzana. Su rostro se ilumina, aunque no me da ni las gracias y regresa apresurada sobre sus pasos. Entonces, observo cómo comienza a gesticular con las manos, en un intento de imitar a alguien que exprime una naranja. Creo que ha asociado la palabra «Apfel» a la palabra inglesa «Apple» «Manzana». 


«Ya entiendo», «¿Quiere Affe?» Mientras mueve las manos haciendo un zumo imaginario ante la pareja que la mira entre horror y asombro. Y así permanece un rato, repitiendo el término «Affe» con insistencia. 


La pareja, ya entrada en años, la observa sin decir nada. En realidad, la palabra «Affe», significa «Simio» en alemán. Parece que eso de que les traigan un simio exprimido no les hace demasiada gracia. Ya se sabe, con las leyendas que circulan fuera de nuestras fronteras sobre los españoles, la mayoría falsas, a estas alturas, los no muy leídos, aún creen que somos capaces de llevar un simio, exprimirlo allí mismo y después cobrarles.


– «Nein, nein, nein, Cola, Cola!», repite la mujer alemana con insistencia para dejarlo meridianamente claro.


La mujer se retira con la bandeja hacia dentro del local, bastante frustrada, sin entender lo que ha ocurrido a pesar de sus esfuerzos e insistentes gesticulaciones.


Decido dar por finalizado mi desayuno en cuanto las mesas adyacentes comienzan a llenarse. Son casi las doce y ya ha empezado el despliegue de sangrías y cervezas.



Le pido que me cobre con tarjeta, pero a estas alturas su mente sólo registra mesas, bebidas, mientras calcula mentalmente los ingresos que los turistas van a generar ese día. 


A pesar de ser cliente habitual, mi presencia había pasado a un segundo plano. Los extranjeros y su poder de atracción con sus shorts. Lo de siempre.


Cuando por fin paso mi tarjeta por el aparato pita dos veces. La mujer, inclinada encima de mí, teclea de nuevo el importe, con cara visiblemente contrariada.


– «¡Injerte, injerte!», me grita ansiosa refiriéndose a mi tarjeta.


Como filóloga, aquello duele, de hecho me deja sin habla unos segundos. No sé si le ha ido la cabeza a Extremadura y está pensado en el Valle del Jerte o lo que quería era injertarme un cuchillo en alguna parte del cuerpo, a ver si se libraba de mi presencia de una vez. Mi tarjeta funciona, algo está mal con su datáfono o con el Wifi y así se lo digo.


En todo caso, la mujer está tan concentrada en las mesas adyacentes, que cada vez inclina más su cuerpo y bandeja hacia mí, con lo que las bebidas empiezan a deslizarse peligrosamente hacia mi blusa.


Inserto la tarjeta, en vez de pasarla por el lector, aunque algo me dice que aquello no va a resolver el problema. Quizá ese presentimiento, que he desarrollado a lo largo de los años tras intensas peleas con diversos aparatos instalarlos, reiniciarlos, leerme de diez a doce webs de tecnología, para llegar a la conclusión de que si nada funciona, es que el aparato está poseído por algún ente que ni los programadores entienden y, en un acto de fe, hay que desconectarlo para «que olvide», suele funcionar.


Es un deporte que practico unas cuantas veces al año, si resulta un caso muy grave o muy urgente por trabajo, recurro a un amigo holandés, que es programador, y nos ponemos al lío con «Timeviewer». Esta solución es la más humana, ya que charlamos sobre cómo están su mujer, su hija y podemos terminar hablando sobre miles de asuntos. Siempre es mejor el trato humano que insultar en soledad a un aparato.
 
Paso la tarjeta de nuevo. Nada, dos pitidos.


«¡Es tu tarjeta! ¡No funciona! «¡Yo no puedo perder el tiempo contigo!», me grita desesperada, perdiendo completamente los estribos, obsesionada por atender las otras mesas, mientras los extranjeros, que prácticamente acaban de sentarse, ríen y toman el sol disfrutando del día. 


Reconozco que aquello me enfada, en especial esa última frase me llega al alma: «¡No puedo perder más el tiempo contigo!» Soy consciente de que muchos españoles siguen quedándose extasiados ante una panda de guiris, pero esta señora, extasiada ante tanta sandalia, pretende que me vaya a casa a buscar el dinero. No. Ni soñarlo.


Me levanto y me voy hacia el interior del local. Allí me atiende su marido y enseguida aparece ella para explicarle «que no puedo pagar». 


Él me ofrece otro datáfono en el que no tengo que «injertar» nada y la tarjeta pasa sin problema, mientras el hombre me explica, calmado: «es que en la terraza, no funciona el Wifi».


Mi mirada se clava en ella: «Haber empezado por ahí», pensé. Espero una disculpa, pero nada. No era el aparato, ni tampoco mi tarjeta y un cliente espera una disculpa después de haber gritado ante toda la terraza que no podía pagar la cuenta. Nada. Impertérrita. Muda.


Meto la tarjeta en un bolsillo y me dirijo a ella: «Por cierto, ¿Sabe la señora alemana de la Coca-Cola con la que he intentado ayudarla? Pues la consumición que le ha ofrecido ha sido «Un Simio exprimido». «Espero que no se corra la voz de que en este sitio, se maltrata a los animales». Me mira tan estupefacta como espantada mientras doy media vuelta y salgo del local. 





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Un tranquilo paseo

15 domingo May 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Humor, Reflexiones, Uncategorized, Vida

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crítica, humor, Reflexiones, vida

Camino por una acera ancha bajo un día azul con luz y sol, ya que, como siempre, han anunciado lluvias.

Tres personas se acercan de frente, las tres vienen hacia mí, mientras me miran fijamente. No sé por qué me miran, lo que me pregunto es si realmente me ven, porque cuando nos crucemos, no habrá sitio para que pasemos todos. Echo un vistazo hacia el mar e intento respirar profundamente porque me huelo lo que va a ocurrir y no quiero enfadarme.

Nos cruzamos, ninguno de los tres se aparta, no cabemos y yo tengo que bajar de la acera a la carretera. Procuro no irritarme pero no puedo evitar pensar si su cerebro ha registrado que yo existo y dejar algo de espacio.

No importa. Es cotidiano. Sigo mi camino hacia la farmacia. Cuando llego veo que están atendiendo a tres personas en tres mostradores distintos, por tanto, opto por esperar en la calle, ya que, aunque espere dentro, no me van a atender antes.

Noto una presencia detrás de mí y la pregunta de rigor: «¿Estás esperando para entrar en la farmacia?» Le contesto que sí amablemente. Noto que se acerca algo más a mi cuello y otea hacia dentro de la tienda. Empiezo a sentir el acoso, ese acercamiento continuo por detrás, ese desasosiego del que cree que si estamos todos apelotonados dentro de la tienda las cosas van a ocurrir con más celeridad.

Hay que esperar y no me muevo de la puerta de la farmacia, soportando con estoicismo la presión de la susodicha, a la que parece que le resulta imposible esperar fuera, a pesar del espléndido día. Su estrés le debe de estar soplando al oído que está lloviendo. 

Por fin, dejan de atender a una señora que está a punto de salir. Entonces mi acosadora me sopla al oído: «Creo que ya puedes entrar». Le contesto: «No, no puedo, tengo que dejar salir a esta señora por la puerta para poder entrar», le digo con una voz contenida.

Hay mucha gente que piensa que si te abalanzas justo en el momento en el que alguien sale por la puerta de una tienda puedes volverte un cuerpo tan etéreo, que traspasa a todos los seres con los que te cruzas sin tropezar. 

Por fin, entro con paso rápido. Cuando me están atendiendo, la farmacéutica le habla a alguien que no soy yo. «Por favor, le dice: Apártese y espere en la puerta, tenemos aforo limitado». Mi acosadora parece estar convencida de que si se pega a mí, ganará la carrera de Fórmula Uno de a quién le despachan antes el Paracetamol. Idiota.

Ya en la calle, me dirijo hacia mi último recado. Esta zona está bastante llena por las numerosas tiendas que llenan la calle, pero como no son ni las once de la mañana, no tengo que pelearme por pasar y puedo terminar lo que tengo que hacer sin perder demasiado tiempo.

Unos metros más adelante veo a varias señoras delante de mí que no me dejan avanzar, intento ir por un lado pero, justo cuando procuro adelantarlas, se paran en seco, las cuatro, todas al tiempo, como si estuvieran guiadas por el chip de la sincronización. Se quedan paralizadas porque están acabando una frase y ya se sabe que eso de caminar y hablar, es tarea difícil. 

Cuando creo que se van a poner en marcha, algo les llama la atención, un cartel, miran hacia arriba y comienzan a leer en alto. No lo puedo creer. Yo sólo quiero pasar pero no existe ni un resquicio de espacio para mí. Intento ponerme de lado, muy arrimada a una pared. Entonces me convierto en su foco de atención, miran como estrujo mi cuerpo para poder adelantarlas. Incluso les pido que se aparten un poquito. Mi maniobra las entretiene más que el cartel, pero no por eso se mueven ni un ápice. Eso sí, me miran mucho. No entiendo nada, parecen zombis. Cuando ya he conseguido arrimarme todo lo posible a un escaparate para librarme del grupo, entonces deciden reanudar su marcha. Como sus movimientos no son precisamente hábiles, me obligan a retroceder y a situarme justo detrás de ellas, he regresado al puesto de salida.

Suspiro. No quiero estresarme. Es una mañana bonita y soleada, repito en mi cabeza, no hay para tanto. Por fin, han visto una cafetería y se apartan de mi camino.

Reanudo el paso, la calle está despejada y puedo caminar a mi ritmo. Respiro aliviada. Entonces veo que un hombre avanza de frente, con su perro, hacia mí. Sitio suficiente, no habrá problema esta vez. Sin embargo, noto que el dueño del perro deja la correa cada vez más suelta, hasta que al cruzarnos, mi única opción es ponerme a saltar o pararme de nuevo. Lo miro. Quiero que se dé cuenta de que no puedo pasar. Me mira, me mira mucho, no me ve, no se da cuenta de que está interrumpiendo mi paso. Me paro de nuevo, suspiro y miro al cielo. Por suerte el perro huele algo y se aparta.

No entiendo que la gente no sepa caminar por la calle, que no dejen pasar, voy pensando en rulo. No puedo dar un discurso a cada una de las personas con las que me cruzo pero mis pensamientos se apelotonan, hablo conmigo misma, parece que todos llevan orejeras, que no oyen ni ven, que no consideran que deban interrumpir su camino ante un obstáculo. Ellos van de frente, avanzan, por lo menos sus cuerpos, porque sus mentes no avanzan en absoluto, éstas se encuentran totalmente paralizadas.

Por fin alcanzo mi destino, realizo mi recado y salgo disparada hacia mi casa. Un hombre joven me adelanta por la derecha. Vale, tendrá prisa. Nada más pasarme, se cruza en mi camino para meterse por la izquierda en un portal y tengo que frenar en seco. Ha ganado un segundo y casi me ha hecho tropezar.

De pronto lo veo claro, no puede ser que la gente no sepa caminar, que no vea o que su egoísmo no les permita pensar más que en ellos mismos. No, la gente no es así. No se me había ocurrido ¡No son gente! ¡Son zombis! Por eso todo el mundo camina sin agilidad, sin sortear obstáculos, sin reaccionar ¡Están muertos!

Me voy a casa y cierro la puerta con llave, no vaya a ser que yo también me infecte y empiece a golpearme contra todos los muebles del piso.

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Sólo puede quedar uno

15 martes Feb 2022

Posted by Livia de Andrés in Humor, relatos, Vida

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Galicia, humor, recuerdos, relatos, vida

«Puede que te estrelle contra un muro, pero lo que no va hacer es soltar el volante.»

Esto ya lo decía su padre siendo ella aún muy pequeña.

Siempre he admirado esta cualidad en ella.

Existe un Monasterio en Galicia en lo alto de una montaña, uno de los Paradores con las vistas más impresionantes que he contemplado jamás.

Hay dos maneras de acceder a él por dos caminos distintos que antes desconocía: el primero, una ancha carretera perfectamente asfaltada; y la segunda, un angosto camino de tierra escoltado, a un lado por la pared de una montaña y al otro, por uno de esos precipicios no aptos para personas con vértigo.  

A la entrada del camino que nos esperaba, ví a un monje inclinado en una fuente llenando un cántaro, le pregunté si se podía subir con el coche por allí al Monasterio. Asintió con la cabeza y un atisbo de sonrisa me hizo sospechar que el asunto escondía algo más.

Decidimos seguir su recomendación y comenzamos el ascenso en coche por el camino de tierra, preguntándonos si realmente no existía otra manera, pues de sobra son conocidos la gran cantidad de eventos y visitas a aquel majestuoso Hotel-Monasterio de impresionante belleza.

Mientras íbamos subiendo la enorme montaña, inmersas en profundas disquisiciones sobre el intrigante rostro del monje, nos encontramos con un coche que venía de frente. Ambos vehículos nos desplazábamos a muy poca velocidad, tanto por lo desconocido del trazado, como por las incontables curvas con las que contaba.

El coche que se acercaba a nosotras en sentido contrario bajó la escasa velocidad a la que avanzaba hasta pararse. Nosotras hicimos lo mismo.

Era evidente, para ambas conductoras, que los dos coches no podían pasar. 

Eran ellas o nosotras. 

Parecía un western en el que alguien tenía que caer. Nunca mejor dicho, por desgracia. Sin embargo, era nuestro coche el que se encontraba del lado de un abismal desfiladero, mientras que el de las otras dos mujeres se encontraba pegado a la montaña rocosa.

El coche que iba en sentido contrario intentó pegarse más hacia su lado, pero se encontró con que, además del enorme muro de piedra, existía una profunda cuneta, en la que si metían la rueda el hueco las atraparía.

El movimiento siguiente, nos tocaba a nosotras.

Yo iba sentada en el asiento del copiloto y tenía la mejor vista. Una vista mortal. 

Abrí la ventana situada a mi lado y eché un vistazo. Asomé la cabeza y observé que nuestra rueda se encontraba justo al borde del precipicio y así lo comuniqué a la conductora que no apartaba la vista del coche que tenía enfrente.

«No puedes moverte ni un centímetro porque la rueda está justo al borde», le dije.

Ambos coches frente a frente, sin poder avanzar.

Mi estado de ansiedad, se incrementó al observar que la persona que conducía pronunciaba frases muy cortas y secas. La conocía bien. Estaba pensando, y, desde luego, no estaba pensando en pasar la noche mirando a los ojos del conductor que tenía delante.

Empecé a intentar convencerla de que la mejor opción era que el otro vehículo metiese la rueda en la cuneta, a que nosotras nos matásemos desfiladero abajo.

No respondía. No soltaba el volante, ni miraba hacia los lados. Mala señal. Yo sabía que estaba pensando cómo sacarnos de allí. Yo sabía que ella sufre de vértigo, otra de las razones por las que sólo miraba al frente.

Movió el coche unos centímetros hacia delante y yo, asomada a la ventana, perdí la calma y grité:

– «¡Ahora tenemos media rueda fuera!»

– «Ya, pero hay que hacer algo. No podemos quedarnos así», dijo en un tono seco y bajo que me hizo entrar en pánico.

Estaba muy rara, tanto ella como yo cuando estamos nerviosas hablamos, en eso, y en otras cosas, compartimos los mismos genes. Sin embargo, hay una preocupante excepción que he presenciado varias veces en ella, y es que cuando la situación es de vida o muerte, ella no despega los labios.

«Hay que hacer algo», repitió.

Mi pánico iba en aumento, mi voz era baja, ya no era mi voz e intentaba por todos los medios convencerla. Mi incesante parloteo no cesaba.

Apretó lentamente el pedal del acelerador, miraba al frente, la mirada recta hacia ese camino de tierra que nos engullía, estirando el cuello, concentrada, sujetando el volante, calculando hasta el último milímetro de la máquina que estaba manejando.

«De aquí a la eternidad», pensé.

Y pasamos.

Pasamos casi rascando la puerta del otro coche. Pasamos y yo me quedé muda. 

Y cuando nos cruzamos con el otro coche, tras darnos las gracias, éste pudo proseguir su descenso.

Entonces ella paró el coche. Nos miramos.

Mis pulsaciones fueron descendiendo poco a poco hasta que dijo:

– «Voy a dar la vuelta. Yo por aquí no sigo».

– «¿La vuelta? ¿Qué vuelta?» ¡En un camino con espacio para un coche no se puede dar ninguna vuelta!

La miré horrorizada.

Era evidente que ninguna de las dos queríamos seguir subiendo por ese camino medieval, pero no había espacio alguno para la rectificación. Era como el camino del no retorno, como esas decisiones que tomas con las que tienes que vivir. Una especie de castigo o purgatorio. No se me iba de la cabeza aquel monje y su consejo.

Avanzó un poco con el coche para ver si encontraba un sitio algo más ancho, mientras yo sólo pensaba que, en la próxima curva, iba a aparecer otro coche, sólo que esta vez iba a ser un todoterreno.

Como si de un milagro se tratase, de pronto la oí decir: «No se puede».

«Gracias», pensé, por lo menos no subirá más, pero va a hacer algo. Eso seguro. Ella sabía que tenía que sacarnos de allí cuanto antes. Ya sé, pensé, dejamos el coche y nos vamos andando. A pesar de mi pánico, ni me atreví a proponérselo.

«Voy a ir hacia atrás».

Creo que en ese momento dejé de sentir miedo. Algo bloqueó mi sistema nervioso central o mi cerebro. Recuerdo vagamente que empezó a retroceder manejando el volante con sumo cuidado, acariciando cada curva muy lentamente, con calma, procurando no acercarse más de lo imprescindible al borde de aquel escarpado cañón.

Llegamos al principio del camino donde todo se hizo deliciosamente ancho.

Una vez a salvo, detuvo el coche, me miró y ya en un tono colérico, me espetó:

– «¿No decías que conocías el camino? ¡Pues la próxima vez conduces tú!».

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Feliz Navidad y Año Nuevo

26 domingo Dic 2021

Posted by Livia de Andrés in Fotografía, Uncategorized, Vida

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Fotografía, vida

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Crimen y castigo

02 jueves Jul 2020

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Humor, relatos, Vida

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crítica, historias, humor, relatos, vida

Imposible cenar contigo si no fotografiabas el plato que ibas a comer.

Un recuerdo de nuestra cena, pensaba yo entonces… hasta que lo ponías en Facebook.

Tristes eran los postres cuando observabas desolado que tenías un solitario “me gusta”. No se puede vivir para los “me gustas” de Facebook. Suele convertirse en algo trágico.

Sin embargo, los bogavantes te salían de unos colores fantásticos, he de reconocerlo. Claro que no podía ser de otra manera, porque si no te habías comprado el último iPhone que estaba a la venta no te atrevías a sacarlo del bolsillo. A ver si el camarero iba a pensar que no te lo podías permitir.

Cuando me decías que habías adelgazado unos treinta kilos porque habías pagado uno de los mejores hoteles expertos en adelgazamiento, de esos que preparan tu cuerpo con comidas regulares, paseos a ciertas horas y tiempo para la meditación, la verdad es que no mentías del todo. Me han dicho que la cárcel donde estuviste, tenía estas prestaciones.

Desde luego, a ti te había dado un aspecto bastante mejor. El que te hubiesen prohibido el alcohol y no te dejaran tomar hamburguesas a altas horas de la noche mientras veías, embelesado, películas de matones y mafiosos, a los que emulabas por las mañanas inventando alguna estafa por Internet… ¿Cómo llamabas tú a eso…? !Ah, sí, ya recuerdo! Ser empresario. En cierta manera tenías razón, creo que Vito Corleone tenía negocios parecidos y Tony Soprano también, sólo que él era mucho más simpático.

Siento haberte cortado el grifo de “emprendedor”, es todo un desperdicio, lo sé. Pero me enfadaba que dejases a tantas familias en la calle con tus estafas y cuando me enteré… En fin, siempre he sido mala para los “negocios”, hasta tú me lo decías.

Ahora con los treinta kilos otra vez a cuestas, y la poli pisándote los talones, se ha vuelto más difícil lo de los viajes, el champán y los spas.

Tu error fue pensar que las rubias éramos todas tontas.

Ahora el bogavante me lo voy a tomar yo, pero no voy a sacarle fotos, no vaya a ser que no me pongan un “me gusta” en Facebook y pase mala tarde.

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El mitin

22 lunes Jun 2020

Posted by Livia de Andrés in Humor, Política, Reflexiones, Vida

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crítica, humor, Política, Reflexiones, vida

Ayer presencié como un periodista, que se había desplazado desde la capital para cubrir un mitin político celebrado en Galicia, era fustigado por el tortuoso carácter gallego.

El pobre desdichado, gran periodista y muy valiente, se acercaba al público allí reunido, durante los momentos previos al mitin, preguntando a los presentes en el recinto, gratamente camuflados por sus mascarillas, sobre su intención de voto ¡Pero hombre de Dios! ¡Eso en Galicia es un suicidio! ¡No sabes a qué te expones! Eso es información clasificada, no la tiene ni Tezanos.

¿Cómo se te ocurre preguntar a un gallego qué va a votar? En esta tierra no te dicen ni la hora porque creen que tiene consecuencias.

El periodista, en su ingenuidad, se empeñaba en conseguir una respuesta que jamás iba a llegar. Venía con la mente de Madrid, abierta, dónde la gente te responde. Allí, te vas a cubrir un mitin y preguntas directamente. Aquí, era como ver a alguien dar vueltas al mismo árbol, al principio lo coges con fuerza pero, después de una hora, empiezas a pensar por qué has tenido que ir al bosque. Y es que cuanto más se esforzaba en darle ritmo a su entrevista y más le insistía al cámara que lo siguiese entre las filas de asientos de los probables votantes, que allí se encontraban, porque simpatizaban con su color político, más dificultades encontraba en hallar respuestas.

Aunque les hubiese preguntado por el número de zapato que calzaban pistola en mano, no lo hubiese logrado.

En Galicia, si te pierdes y preguntas si giras a la derecha o la izquierda, te vas a encontrar con otra pregunta del tipo: “¿Y usted por qué lo quiere saber?” Es inútil. Lo más práctico es que te lances hacia un lado o hacia el otro y reces para no terminar al borde de un acantilado o dando vueltas a la misma roseta.

Ir a un mitin y preguntar la intención de voto en Galicia es un suicidio, pero el periodista no terminaba de pillarlo, aunque los signos del público eran claros, sólo que hay que saber traducir las señales que emiten los gallegos, como las de tráfico: “Gire aquí y ya veremos donde acaba”. Hasta la señal es todo un misterio.

Ya no digamos tener la osadía de acercarte a alguien antes de un acto de este tipo, sentado en su butaca, pertrechado con una mascarilla e incluso con gafas en un recinto cerrado, a la espera de que salga su líder político. Cuando te diriges al sujeto en cuestión, que inclina su cuerpo hacia una pared vacía para dejar de mirar al escenario, es que no te va a contestar. No es que no te vaya a contestar a: “¿Tú a qué partido votas?” Es que no te va a soltar ni lo que comió ese día, no vaya ser que saques conclusiones.

Ya lo he mencionado muchas veces, en Galicia, todo depende y también he dicho que por mucho que tortures a un gallego, aunque vengan los mismísmos nazis, como le pasó a Manolo, no vas a obtener respuesta.

  • ¿Qué va a votar usted, señor?
  • Ay, pues no sé, a ver, ya se verá…
  • Pero usted ha venido a este mitin del partido X, por algo será ¿está interesado…?
  • Venir vine… ¿y usted quién es?
  • Soy X periodista de X medio y quería saber su opinión sobre cómo están las cosas en Galicia. Algo opinará…
  • Ay, sí, sí opiniones tengo muchas… ¿Y usted quien viene siendo?
  • Bueno, ¿sabe usted si aquí cerca hay alguna cafetería para tomar algo?
  • Haber habrá…supongo. Yo no le sé decir…

Los gallegos están muy entrenados, entrenados de tal modo que, aunque los tortures, no les sacas nada. Interpreta y vete. Si están en un acto político para escuchar a alguien, es que, probablemente lo van a votar. Lo mejor es que escribas… “Ayer, en Galicia hubo gran afluencia de público en el mitin de X” y el resto, te lo inventas. Si hoy en día eso de contrastar la información es algo “osoleto”, que diría un paisano mío. Tú dices, hoy han muerto X personas de Covid 19 y si resulta que aparecen más, sonríes y dices que hubo un accidente de tráfico que se llevó por delante a 15.000, aunque no haya coches en las carreteras. Pero si no pasa nada, hombre, tú escribe algo y ya está, pero no vengas por aquí poniendo a la gente en aprietos sobre lo que van a votar.

Por cierto, dicen por ahí, que nuestro frustrado periodista y el cámara que lo acompañaba, siguen dando vueltas a una roseta de la provincia de Pontevedra. Se van a quedar unos días, hasta que se recuperen. Ambos opinan que aún no saben cómo escribir el artículo sobre el mitin, pero que hace más fresquito que en Madrid. Y es que, quieras o no, Galicia engancha.

 

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Encuentros en la Tercera Fase

21 domingo Jun 2020

Posted by Livia de Andrés in Humor, Política, Reflexiones, Vida

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humor, Política, Reflexiones, vida

La felicidad inunda las calles.

No dejo de oír mensajes que parecen sacados de un prospecto propagandístico de mala calidad: “Ya pueden salir”. Eso sí, las capas de la cebolla, se las van sacando según les digamos.

La nueva realidad es muy incómoda y se aleja mucho de la realidad, parece una película mal dirigida, en la que el director en vez de pagar a sus actores, los domina a base de adrenalina. “Ahora toca que tengáis miedo y que os quedéis quietos” “Ahora ya podéis tener menos miedo, pero cuidado porque en cualquier momento os digo que tengáis miedo y os vuelvo a encerrar”. Una mierda, con perdón.

El Covid está previsto que regrese el día 6 de octubre a las cuatro y cuarto. ¿Pero de qué van? Nos tratan como si todos fuésemos tontos. Lo que ocultan es que ya hay sitio en las UCIS, para que pase la siguiente ronda.

Nos hallamos en la nueva normalidad. No sé quién acuña los términos pero, lo que sí sé, es que es un analfabeto.

Yo no sé ustedes pero, a mí, toda esta situación me parece todo, menos normal.

Si hace unos cuantos meses, les dicen que tienen que salir a la calle con un “bozal” en la cara, un bozal no sólo físico, sino también un bozal mental que les suprime el derecho a poder expresarse libremente ¿Qué hubieran pensado? ¿Qué es normal?

En esta nueva realidad virtual debemos guardar una distancia de dos metros entre personas, pero se puede volver a los bares. Parece ser, pues, que si te agarras con fuerza al vaso de cerveza, el virus se da la vuelta y se larga. Es todo muy lógico y sensato. Está muy bien pensado.

Te vas de vacaciones. Te miran la temperatura y, si en ese momento, te sobra la chaqueta y tienes más calor del habitual, te confinan en el hotel. En todo caso, varías y no tienes que ver la pared de tu casa. Personalmente, cuando quiero que me miren la temperatura, no me subo a un avión, me voy al médico, o mejor, me la miro en casa ¿Es que es divertido que te obliguen a lavarte las manos con geles pringosos cada vez que sales de una piscina? ¿Es divertido que el mero hecho de llevarte una patata frita a la boca sea un acto de alto riesgo? Ahora resulta que el parapente resulta más seguro.

Pero la gente ya está tranquila porque el Estado les ha dicho que se puede, sí se puede, y ya se sabe que si hay permiso… Además, si se muere alguien, sale Simón con estudiado despeinado a tranquilizar al personal diciendo, “es que tenía patologías previas”, con lo cual, no tranquiliza a casi nadie.

Después, está lo del permiso de circulación. La gente que conducía ya lo hacía mal, con falta de ética y educación, pero el problema es que tampoco saben circular por la calle, caminar sin tropezar. Siguen creyendo que si te adelantan por el lado que no toca y te empujan, llegan antes. Son todo, menos hábiles.

Existe también ese porcentaje tan alto de población que tiene mascota. Esos no llevan mascarillas. Imagino que el virus teme a todo lo que tenga pelo, porque sus dueños no la llevan, están exentos. Se han quedado en la primera fase. “Los que tengan mascota, la pueden pasear”. Y la pasean, no llevan mascarilla, la mascota lleva todo tipo de virus en las patas, huele todo lo que le viene en gana, que es lo que haría yo si fuera mascota porque no habría tenido que aguantar el discurso en rulo de Simón. Y el “high peak” o punto álgido del paseo es cuando recogen los excrementos del animalito. Esto sí ha mejorado porque cuando estábamos confinados, todo el mundo pasó de la bolsita. Si nadie te vigila, ya se sabe.

Está todo muy bien pensado y es muy cómodo además, te lavas las manos, limpias las superficies, lavas la compra, tiras la ropa a la lavadora cada vez que sales, gastas cinco euros en cada mascarilla, la gente se va quedando con menos opciones laborales, pero reina el silencio… un silencio que a mí me resulta atronador: el del rebaño resignado. Todos los borregos esperan a la siguiente orden… “A ver qué nos dejan hacer”, “Creo que si vas a comprar ropa tienes que hacer una cola de dos horas…”Anda, no lo sabía, voy a ir a ver cómo es la cola”. Claro que sí, es lo más apetecible, esperar tras otra persona con el bozal puesto, que te miren la temperatura y vigilar que nadie tosa a tu alrededor.

Claro que siempre quedan otras opciones para vivir de forma más relajada, como la gente que se cree inmune. Se pasean con una media sonrisa y sin mascarilla: Yosoyrebelde.com Y, además, me han dicho que hasta octubre el virus ha pillado una depresión y no va a levantar cabeza. Y te pasan rozando o escupiéndole al móvil. Se ahorran comprar mascarillas y están más cómodos. El problema lo tienes tú, que eres tonto y te la pones, ellos no desde luego.

Personalmente, no quiero sucedáneos de lo normal, no me gustan, quiero lo normal, lo de antes, lo de siempre.

No quiero fases, ni desescaladas, ni que me digan que hoy se puede pasear media hora pero, sólo si vas corriendo, si paseas, castigado en casa. No me gusta vivir en una realidad virtual, quiero la realidad de siempre, que ya tenía suficientes fases y suficientes dificultades. Quiero que la gente piense por su cuenta, reflexione, no se aturda porque la “dejen” salir, en cuanto ponen un pie en la calle dejan de pensar, gente entretenida por un trabajo que ahora resultará el doble de difícil de desempeñar.

Ya he visto “Encuentros en la Tercera Fase” y estuvo bien, pero cuando terminaba la película, podía salir del cine.

 

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