Creo que vivir con miedo es no vivir.
Recuerdo haberme enfadado conmigo misma antes de partir en avión hacia Budapest. No había motivo para tener miedo y sin embargo, lo tenía.
Todo había sido por una pesadilla y también porque, tiempo atrás, yo solía confiar en las líneas aéreas que conocía. Una estupidez, lo sé. Ahora no confío en ninguna, aunque eso no me impide volar.
La línea aérea húngara Malév, aún funcionaba por aquel entonces, pero como era la primera vez que yo oía su nombre, todo en ella me hacía desconfiar.
El viaje prometía, prometía sustos y los hubo de toda índole.
Entré en el avión y, a pesar de haberme concienciado sobre esta aventura, aquello seguía sin darme buena espina.
Lo que vi al entrar en el aparato, era exactamente lo que me esperaba. Un avión muy viejo y muy pequeño.
Era la primera vez que había volado en un avión de ese tamaño.
Según mi acompañante esto lo hacía muy manejable, frase que me inquietó más aún.
Sabía, por experiencia de mis muchas horas por los aires, que los aparatos grandes se mueven menos y esto hace que yo no me entere del vuelo. Puedo leer y centrarme en el pollo duro que me dan para que me entretenga durante el trayecto.
Efectivamente, aquello se movía pero, yo cuando ya estoy en algo, estoy. Apechugo con las turbulencias y con el pollo duro.
Trago saliva, hago de tripas corazón, aparento tranquilidad y me concentro en que el suelo no se hunda antes de abandonar la nave.
Aquello temblaba por todas partes y yo sólo podía pensar en una cosa: “¿serán conscientes de la cantidad de tornillos que se estarán aflojando en un avión tan viejo con ese movimiento?»
Mientras lo pensaba, seguía a la azafata con la mirada. Quería advertirla del peligro y, de paso, preguntarle qué se había tomado para aparentar tal estado de depresión en una situación como ésa.
Algunas maletas se caían mientras ella, totalmente apática, nos dirigía miradas de desprecio y volvía a colocarlas en su sitio.
La comida rebotaba contra las paredes y algunos pasajeros se empeñaban en atraparla dando absurdos manotazos.
Tan entretenida estaba con ese espectáculo que, sin esperarlo aún, anunciaron que estábamos a punto de aterrizar en el aeropuerto de Budapest.
Sentí cierta alegría, aunque no quería precipitarme, pues sabía que quedaba lo peor: el descenso y aterrizaje.
Me atreví a mirar por la ventana y, de pronto, observé que el pequeño aparato se había puesto casi del revés.
Sin casi, se puso del revés.
“¿Será una costumbre húngara o algún tipo de venganza hacia los países capitalistas?”, me pregunté.
Este tipo de filigranas aéreas ya me parecían una tomadura de pelo.
Mi acompañante me dijo que tenían que coger la pista así, a causa de la situación del aeropuerto.
No me creía nada.
Miré hacia una de las alas y observé que tenía una enorme abolladura.
Además, se movía como si se fuera a desprender. Ahora, mi teoría sobre los tornillos parecía cobrar mucho más sentido.
Mantenía los ojos bien abiertos, en alerta máxima, para avisar al piloto de cualquier cosa que pudiera descolocarse o romperse. Seguía expectante. Aunque no sirviese de nada.
Luego, viene mi reacción, la de siempre. Me pregunto a mí misma qué hago yo allí y por qué no estoy en mi casa sentada sobre algo que no se mueva y que se atenga a las leyes de la gravedad. Y me recreo en la estupidez de estar haciendo esas absurdas piruetas en el aire hacia una ciudad desconocida.
La pregunta de siempre, “¿podré regresar por algún otro medio que no sea por el aire?”
“Seguro. Ya lo pensaré en el hotel”.
Con esta simple pregunta, mi estancia siempre se hace más liviana, más llevadera. Me repito que no voy a regresar bajo ninguna circunstancia de la misma manera y me entretengo encontrando distintas opciones, en coche, en tren, a pie…
Siempre regreso en avión, claro.
En fin, todo tiene su recompensa.