• Contacto
  • Sobre mí

Livia de Andrés

Archivos de etiqueta: historias

Crimen y castigo

02 jueves Jul 2020

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Humor, relatos, Vida

≈ 2 comentarios

Etiquetas

crítica, historias, humor, relatos, vida

Imposible cenar contigo si no fotografiabas el plato que ibas a comer.

Un recuerdo de nuestra cena, pensaba yo entonces… hasta que lo ponías en Facebook.

Tristes eran los postres cuando observabas desolado que tenías un solitario “me gusta”. No se puede vivir para los “me gustas” de Facebook. Suele convertirse en algo trágico.

Sin embargo, los bogavantes te salían de unos colores fantásticos, he de reconocerlo. Claro que no podía ser de otra manera, porque si no te habías comprado el último iPhone que estaba a la venta no te atrevías a sacarlo del bolsillo. A ver si el camarero iba a pensar que no te lo podías permitir.

Cuando me decías que habías adelgazado unos treinta kilos porque habías pagado uno de los mejores hoteles expertos en adelgazamiento, de esos que preparan tu cuerpo con comidas regulares, paseos a ciertas horas y tiempo para la meditación, la verdad es que no mentías del todo. Me han dicho que la cárcel donde estuviste, tenía estas prestaciones.

Desde luego, a ti te había dado un aspecto bastante mejor. El que te hubiesen prohibido el alcohol y no te dejaran tomar hamburguesas a altas horas de la noche mientras veías, embelesado, películas de matones y mafiosos, a los que emulabas por las mañanas inventando alguna estafa por Internet… ¿Cómo llamabas tú a eso…? !Ah, sí, ya recuerdo! Ser empresario. En cierta manera tenías razón, creo que Vito Corleone tenía negocios parecidos y Tony Soprano también, sólo que él era mucho más simpático.

Siento haberte cortado el grifo de “emprendedor”, es todo un desperdicio, lo sé. Pero me enfadaba que dejases a tantas familias en la calle con tus estafas y cuando me enteré… En fin, siempre he sido mala para los “negocios”, hasta tú me lo decías.

Ahora con los treinta kilos otra vez a cuestas, y la poli pisándote los talones, se ha vuelto más difícil lo de los viajes, el champán y los spas.

Tu error fue pensar que las rubias éramos todas tontas.

Ahora el bogavante me lo voy a tomar yo, pero no voy a sacarle fotos, no vaya a ser que no me pongan un “me gusta” en Facebook y pase mala tarde.

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Mi vecina y su estado de alarma

01 viernes May 2020

Posted by Livia de Andrés in Reflexiones, Vida

≈ 4 comentarios

Etiquetas

historias, pensamientos, Reflexiones, vida

5734543e104d61d7c6ad1b8b3466e6f7

Hoy me ha despertado la vecina del cuarto que le ha dado por poner la música a tope y empezar a dar gritos, imaginando que su voz cuadraba con alguno de los acordes que sonaban en su piso.

Ayer, también me tropecé con ella cuando yo bajaba la basura y, al abrir el ascensor, salía con su perro, un antes cachorrillo en perfecto estado, que pasadas dos semanas de vivir con ella y su pareja, se ha quedado con las dos patas delanteras rotas y se ha pasado un año en el apartamento, gimiendo de dolor, con las patas metidas en no sé qué aparato. Por lo menos, desde que ha empezado el confinamiento no está solo y sale a la calle, ya que antes no lo hacía.

Mi vecina está ofendida porque un día, después de haberle prestado mi secador y varios utensilios de cocina cuando se trasladó con su novio a vivir abajo, se me ocurrió preguntarle por qué motivo su perro lloraba tanto. Eso bastó para que dejara de saludarme. Ahora cuando se cruza conmigo sonríe mucho, como los que defienden causas de las que saben que son culpables y le habla sólo al perro. Quizá piense que le va a contestar.

Que no me salude, sólo demuestra su falta total de educación, aunque, a estas alturas, esto ya no es ninguna sorpresa. No se da cuenta de que si vas a la casa de una desconocida cada cinco minutos y le pides lo que te place, tienes que saludarla cuando te cruces con ella. Además, no alcanzo a comprender por qué las personas que tienen mascotas, a las que generalmente sólo utilizan para entablar conversación con otro ser humano, suelen estar siempre ofendidas por algo.

Me molesta su hipocresía. En primer lugar, sus palabras, nada más adoptar al pobre perro fueron: “Si te molesta, por favor, dímelo”. Uno de mis problemas es que yo me creo lo que dice la gente, en un primer momento.

Sé, además, que maltrata a su perro, porque lo he visto. Sin embargo, cuando se cruza conmigo u otro vecino, en otras palabras, cuando hay testigos, su tono cambia considerablemente y pasa a tal fase de amor infinito a su mascota, que la mira entre desconcertado e histérico.

Cuando mi vecina se trasladó aquí, me pareció una chica maja y normal, pero ahora hasta el acento le ha cambiado. Intenta emitir sonidos estilo Tamará Falcó, lo intenta. La mezcla entre maltratadora y el acentillo nos tiene al perro y a mí desconcertados. Él le tiene pánico, salta, grita y se tira encima de cualquier persona que crea que lo puede ayudar. Yo a ella le tengo manía.

Por otra parte, ella y su pareja, se pasean sin guantes, sin mascarillas, como si el estado de atrincheramiento, no fuera con ellos. Toman vermuts con la ventana abierta, ponen música y salen unas diez veces al día con el pretexto de pasear al perro. Están satisfechos y contentos. Es como para estarlo, cuando la gente se muere, porque siguen muriéndose y mañana, cuando los suelten a las calles a jugar a la ruleta rusa, van a morir más.

Sin embargo, mis vecinos están felices porque creen que con ellos no va el asunto, ni la pandemia, ni la economía, ni nada. Ellos bailan, comen y pasean al perro “sin bolsita”. Ya se sabe que, para algunas personas la falta de gente en la calle significa que las normas habituales de limpieza desaparecen también.

Y hoy a las ocho mis vecinos saldrán a aplaudir, pero no porque sientan ningún tipo de empatía por los sanitarios, no la sienten ni por su perro. Es para que los vean. Mi única esperanza es que a ella no se le ocurra soltar un: “¡Jo, qué fuerte!”.

Mientras, seguiré aguantando su música, sus berridos, oiré llorar al perro para, después, verla a ella con esa sonrisa que se le ha quedado clavada en la cara desde que está de «vacaciones».

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Imagen

Mentiras tontas

11 miércoles Jul 2018

Etiquetas

historias, humor, Reflexiones, relatos

Hace un par de años mi amigo Paco empezó a ganar bastante peso. Nadie se atrevía a mencionar este asunto en su presencia. Sin embargo, él entraba cada mañana en la oficina anunciando de forma eufórica y con potente voz que, según su pesa, había bajado dos kilos. Acto seguido, Paco se sentaba en su mesa y no dejaba de refunfuñar por lo mucho que le apretaba el cinturón del pantalón. Al día siguiente, la misma escena ¡Dos kilos! Iba de dos en dos kilos cada día. No se paraba ni a pensar que, con semejante pérdida de peso diaria, habría sido urgente una visita al médico. Ninguno de los allí presentes se explicaba la razón por la que se ponía en evidencia de esa manera cuando la acumulación de grasa de su barriga se hacía cada vez más evidente ¡Dos kilos más! ¡Es fantástico! Nos decía mientras avanzaba con dificultad hacia su ordenador.

De igual manera se alejaba de la realidad aquella peluquera tan sospechosamente acelerada, habladora hasta decir basta, que aseguraba a todos sus clientes que su delgada figura se debía a comer y cenar exclusivamente marisco. Afirmaba que aquel era su vicio y debilidad. Recuerdo que, por aquella época, intenté convencer a mis padres para que me dejasen estudiar peluquería. Me parecía una profesión como pocas, podías conseguir que los pantalones de la talla 34 te quedasen flojos y el sueldo te alcanzaba para pasarte la vida atiborrada a percebes y centollas.

Si las personas que mienten se parasen a pensar sus mentiras, se cansarían mucho, porque pensar cansa un montón, sin embargo los demás no nos divertiríamos tanto.

Manolo era un claro ejemplo de lo mismo. A sus casi noventa años, para marcharse del bar cuando era su turno de pagar otra ronda, se disculpaba diciendo que no quería que su madre estuviese tanto tiempo en casa sola. El resto de los tertulianos lo miraban con horror viéndolo como a una especie de Norman Bates en Psicosis e imaginando su llegada a casa para besar en la mejilla a lo que fuera que tuviese en una mecedora.

Poca imaginación también la de mi vecino Juan que, cada vez que llegaba borracho a su casa, agarrándose a las paredes, aseguraba a su mujer que le había sentado mal la tapa de mejillones.

Y es que hay personas que ni para mentir se molestan en pensar.

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Publicado por Livia de Andrés | Filed under Humor, Reflexiones, relatos

≈ Deja un comentario

Imagen

La Teoría de la Relatividad

12 martes Jun 2018

Etiquetas

Alemania, Europa, extranjero, historias, humor, relatos, vida

Después de un trayecto en metro de unos veinte minutos encontré la casa. Caminé un par de minutos por la nieve y, ansiosa porque me abriesen, llamé al timbre.

Mis amigos alemanes me recibieron amistosos. Les entregué una botella de vino, saludé a todos, me deshice de la ropa de abrigo y entré en la cocina dispuesta a echar una mano.

La primera labor que me encomendaron fue que cortase algo de cebolla. Me dispuse a hacerlo con mi habitual entusiasmo en este tipo de reuniones, mientras charlaba animadamente. Olvidando que a los teutones no les gusta demasiado que se realicen dos tareas al mismo tiempo, charlar y cortar, por si te desconcentras. Pequeño fallo, el cual decidieron pasarme por esta vez.

Me situé al lado de mi amigo Jürgen que cortaba unos “Stein Pilze”, es decir, “Boletus”. Por su gesto austero, deduje que se encontraba en pleno auge de concentración en su labor.

Empuñé el cuchillo.

– Córtalos de cinco milímetros, por favor- dijo con una prudente voz.

Me volví para comprobar si bromeaba. No. No lo parecía. Su cara reflejaba una solemnidad que no admitía dudas.

– ¿Hablaba en serio? ¿No tendría que medirlos?

Miré de reojo hacia lo que los demás se afanaban en hacer y debo decir que ellos estaban picando todo con un mismo tamaño, ¿cómo lo harían? ¿tendrían ya ese gen de fábrica? A mí desde luego ese me faltaba… En realidad, La Teoría de la Relatividad, no tuvo nada que ver con Einstein, nació en mi tierra. En esas frondosas fragas y agitados mares, allí, todo es relativo, depende de muchos factores inherentes a muchos otros, con lo cual nunca se está seguro de nada. Todo es relativo. En el lugar que me vio nacer la cebolla se corta “en trozos relativamente finos”.

Inspiré hondo y empecé a cortar encima de la tabla. No pasaron ni diez segundos… cuando oí a mis espaldas…

– ¡Nein! ¡Nein!

Vale, vale, mis trocitos de cebolla no eran todos iguales, pero su sabor iba a ser el mismo, ¿por qué se ponían así? Miré en busca de algo de apoyo en el grupo, pero mejor hubiera sido no mirar ¡Qué jauría! Me miraban como si hubiese cometido un delito. En vez de una cena entre amigos parecía que había entrado en un correccional.

Fui relegada de mi labor y me alejaron de inmediato de las cebollas.

Cabizbaja, me apoyé en una esquina de la cocina. Uno de mis amigos más cercanos, se apiadó de mí y acudió en mi rescate. Acto seguido, me susurró al oído.

– Anda, acércate y ayudame a condimentar la salsa en la sartén mientras yo me ocupo de abrir el vino. Siempre había podido contar con él. Sonreí y lo acompañé.

Bien, esa labor no podía ser tan difícil, por lo menos mi amigo me sonreía. Comencé a desconfiar de él cuando lo observé abrir la botella con un sacacorchos enorme y complicado, que parecía diseñado por un ingeniero aeronáutico. Mientras él desplegaba toda su destreza manual y hasta creo que intelectual, observé con horror la misma cara. Concentración. Severidad. Sus ojos no se apartaban del corcho, las comisuras de sus labios se apretaban, pero sus manos obraban con mesura. Inspiraba miedo. Desvié la mirada.

– Señor, ¿es que esa manera de cocinar entre amigos era divertida para ellos? ¡Si cocinan en mi país se pegarían un tiro! Somos todo descoordinación para ellos.

Cuando abrió la botella, todos estallaron en una aplauso generalizado, acompañado de algunas onomatopeyas. Sin embargo, sus caras aún reflejaban cierta preocupación por toda aquella responsabilidad en lo de cortar y abrir botellas. Quizá aún estuviesen inquietos por el resultado final de lo que se cocinaba en los fogones.

Aquello, comenzaba a ponerme de mal humor. Era una situación absurda.

Una vez descorchada la botella, mi amigo me ofreció una copa. Después de haber atravesado medio Berlín con el fin de disfrutar de un agradable rato entre amigos, realmente no lo estaba consiguiendo.

– ¡Por fin! – pensé – no me vendrá mal un trago. Alargué mi mano para coger el vaso que me ofrecía.

– ¡Nein! Dijeron todos asustados.

¿Y ahora qué? ¿Es que también ahora había que medir algo?

– ¡Coge la copa por la base para que no quedan marcas de grasa de los dedos y para que suene al brindar!

¡Qué grave! ¡Qué preocupación!, pensé.

– ¡Eso ya lo sé! -grité- ¿Es que no podéis relajaros? ¡Es una cena en una casa y estáis todos descalzos menos yo! ¿Es que os he dicho yo que eso en mi país es mala educación o que a los demás mortales no nos gusta beber Rioja mientras olemos los calcetines de los demás?

Al parecer mis gritos los aplacaron un poco o quizá es que el genio español les iba. No sé, ni me importaba en aquel momento.

Aún más agobiada que antes, opté por acercarme a la olla para ayudar a condimentar, siguiendo las indicaciones que me había marcado mi amigo.

Se cercó a mí y me dijo.

– Échale un gramo de sal, por favor.

Ya estábamos otra vez con aquello de las medidas ¡Ahora necesitaba una pesa!

¡Una pizca! ¡Una pizca se dice en España! No me extraña que, con tantas restricciones, cuando os ponéis a beber en este país acabéis todos desmayados en el suelo! ¡Eso sí que lo teníais que medir!

Cogí el abrigo y mi gorro, salí a la calle que se encontraba cubierta de un hermoso y denso manto nevado. Pensé en huir en avión a Betanzos, pero en vez de eso, me subí al metro y entré en el primer bar español que encontré. Allí, me abrí paso entre un delicioso bullicio. Me sirvieron un Rioja, creo que el camarero sostuvo la copa por la parte equivocada, saludé a unos amigos, y me tomé el trozo de tortilla más irregular que encontré.

¡A veces hace falta poner trocitos de imperfección de tu vida!

Aunque todo es relativo 🙂

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos, Humor, relatos, Vida

≈ 2 comentarios

Imagen

Aún no

12 martes Jun 2018

Etiquetas

historias, pensamientos, Reflexiones

En esos momentos en los que esa amalgama gris lo cubre todo, no escribe, ni atiende, ni piensa. Entonces escucha música.

Busca canciones que la conduzcan allí donde antes estaba. Sólo algunas veces encuentra lo que está buscando. Entonces lo escucha una y otra vez. Sube el volumen para que todo se inunde con aquellas notas que comienzan a producir su efecto hasta que no sólo vibran en sus oídos, sino allí dentro, muy dentro, en el lugar olvidado.

Se deja llevar. Baila. Cierra los ojos y ese resquicio sellado se resquebraja y comienza a sentir la cálida luz del sol en su cara, en entonces cuando el estado gris parece desvanecerse. Duda sobre si alguna vez ha existido. Y sonríe levemente. Un momento de felicidad. “Retenlo”, piensa.

Entonces es cuando ocurre, aquella cálida luz que invadía sus entrañas ha reabierto aquello. Duele. Debe apresurarse a detener la música. Y se precipita a hacerlo con el cuchillo hundiéndose cada vez más en su alma y lágrimas en los ojos. Aún no, no puede, no es el momento.

Cuando las notas cesan, paulatinamente todos los tonos del gris regresan.

Se queda allí en mitad del salón. La calma reaparece y apacigua el dolor. Prefiere el gris.

Allí permanece, con el corazón palpitando, el sudor secándose en su frente, en medio de un silencioso vacío, por fin vuelve a no sentir nada.

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos

≈ 2 comentarios

Imagen

La intrusa

09 sábado Jun 2018

Etiquetas

hipocondría, historias, humor, relatos, vida

El verano se acerca y empieza mi obsesión porque ningún ser vivo, excepto yo y mis visitas, entren en mi piso.

Ayer por la tarde, después de una larga jornada, me tumbé en el sofá dispuesta a leer tranquilamente arrullada por el sonido de la nada, esto es, en un silencio absoluto.

No había ni leído media página del libro que tenía entre mis manos, cuando algo me obligó a alzar la mirada. Empezaba la temporada de verano: un mosca.

Intenté pasar del asunto convenciéndome de que igual que había entrado por la ventana entreabierta, sabría encontrar la salida.

Procuré retomar mi lectura, pero no pude. Como ya sabréis por otra de mis entradas, en cierta ocasión quise reservar habitación en el hotel cinco estrellas que tengo enfrente de mi casa, porque una abeja se empeñó en pasar la tarde en mi salón.

La mosca de ayer era muy rara, no dejaba de dar vueltas siempre por encima de mi cabeza, yo creo que ya nos conocíamos porque no entiendo que no escogiese otra parte de la habitación para su periplo en cuadrícula.

Por norma general, sentirme perseguida, me pone nerviosa, Por este motivo, tomé la decisión de interrumpir mi lectura y encararme con el intruso.

En muchas ocasiones de mi vida he lamentado no ser una asesina, por ejemplo, aquella vez en Toledo cuando me encontré con una cucaracha más grande que un pendrive, o con aquella avispa un verano en Alemania, por la que me ví obligada a levantar mi vestido y enseñarle las bragas a un sonriente camionero que hizo sonar el claxon de su vehículo por aquel inesperado y gratuito espectáculo de destape con grito incluido; O, la vez en la que le pegué a un chico en Budapest en plena calle, sin conocerlo, porque pensé que lo atacaba una libélula gigante; O aquel otro, en el que recorrí medio Lago de Ginebra con un ojo cerrado a causa de un minúsculo mosquito que se me metió en el ojo y que hacía que viese una mancha negra si lo abría. Lo único que conseguí con este gesto es que me guiñaran el ojo casi todos los hombres que se cruzaban conmigo aquel caluroso domingo de verano creyendo que buscaba plan para de fin de semana.

Y así podría relatar una infinita lista de momentos ridículos a los que me ha obligado mi fobia a los insectos, bichos, bichitos y demás seres diminutos, por la simple razón de que no los ves venir. La de manotazos que me he pegado a mí misma, la de limpiezas de cutis debajo de las sábanas, sudando, para protegerme del ataque de algún mosquito agresivo que no atendía a razones. La de saltos que he dado, tanto en público, como en privado, para librarme de estos seres.

Y, como decía antes, siento no ser una asesina. No lo soy. No puedo matarlos, pero les hablo, les hablo mucho, en prolongadas conversaciones para intentar que se avengan a razones y en diversos idiomas, por si acaso es ese el problema. Idiota ¿verdad? Porque no me oyen. Ya lo sé. En eso sí que me parezco a esas personas que razonan con sus mascotas por la calle y les recriminan: “¿Pero que te he dicho antes? ¡Que primero tenía que ir al cajero y después a comprar el pan! ¡Si es que no atiendes cuando te hablo!” Y, claro, como las mascotas los miran, porque reconozco que los miran mucho, por eso sus dueños piensan que les entienden, tanto el pretérito perfecto, como el mensaje.

Pues yo ayer me dedicaba a lo mismo, pero con la mosca, aunque no por la misma razón, es simplemente porque no podía, ni quería, matarla. Nunca lo hago, con ninguna. Es entonces cuando les indico el camino, muevo el aire que las rodea con cojines, les digo que por ahí van bien, por allí no y todo tipo de estupideces mientras salto de un sofá a otro, de alfombra al suelo, mientras agito brazos y manos sin cesar.

Es muy cansado, muy buen ejercicio también, pero la mosca de ayer… ésa me conocía, seguro, y eso que dicen que viven un día, pues yo casi podría asegurar que con esta me había cruzado antes, porque lo que en moscas más entrañables me lleva menos de un cuarto de hora, con ésta se prolongó más de dos. Yo creo que hasta se reía. Cuando empezó la segunda hora, ya no sólo lo intentaba con palabras dulces, llegué a ponerme agresiva y hasta a gritarle ¿Quién en su sano juicio se enfada con un animalito con el cerebro de una mosca?

Sin embargo, la mosca en cuestión tenía que ser de Pontevedra, una zona de mi tierra de espectacular belleza, aunque debo decir que con moscas muy pesadas, porque siempre vuelven. No lo digo yo. Está científicamente probado: Las moscas de Pontevedra vuelven. Siempre. Y ésta no es que volviese, es que se empecinaba en no ir hacia la ventana. No quería salir y volar libremente con la brisa marina agitando sus alas. No, no, quería quedarse en mi salón y en la misma parte del mismo. Si no se hubiese tratado de una mosca, hubiese pensado que sufría una psicosis paranoica por la de vueltas que daba en torno al mismo sitio. Claro que, también podía ser que supiese que se aproximaba la hora de la cena. Hasta probé a freír unas croquetas con las que la tentaba intentando dirigirla hacia la ventana que la esperaba abierta de par en par. Pero nada.

Confieso que, en cierto momento de rabia incontenible, se me pasó por la cabeza asesinarla. Sí, lo reconozco. Sin embargo, enseguida recobré la cordura y me detuvo el pensamiento de convertirme en una asesina, aunque lo que más me frenó, fue el mero pensamiento de cómo me desharía del cuerpo, un cuerpo aplastado, la sangre que soltaría. No, no era opción.

No la asesiné pero tampoco puedo aseguraros cómo desapareció. Sólo sé que me desperté al día siguiente encima del sofá abrazada a un cojín. Lo curioso del caso es que las croquetas de la ventana no estaban y la mosca tampoco.

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos, Humor, relatos, Vida

≈ 2 comentarios

Mentiras

09 viernes Feb 2018

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Literatura, relatos

≈ 1 comentario

Etiquetas

escritores, extranjero, historias, relatos, USA

NY people

En caso de que no hayas vivido nunca en Nueva York, te diré que hay bares en los que sólo encuentras fantasmas y no me refiero a esos de los que llevan sábanas, sino a los otros. Yo solía ir bastante por esos bares, me gustaba la decoración, pero al tiempo, debía lidiar con esas chicas sentadas al piano intentando cantar en francés con acento americano, mientras todos los pijos que las escuchaban con devoción, pagaban exacerbadas sumas de dinero, sólo para rodearse de tanta sofisticación. Bueno, ya conocéis la debilidad de los americanos por lo francés.

Reconozco que yo, en aquella época, recién licenciado, me dedicaba a observar y tomar notas por todas partes a las que iba y, parte del juego, eran las mentiras. Me salían así, sin pensar. Era horrible. Cuando ya la había soltado, me daba cuenta de la tremenda estupidez que había dicho y, para mi sorpresa, cuanto más grande era la mentira, más se la creían aquellos pijos. Si alguien me preguntaba hacia donde me dirigía, en vez de decirle que me iba a comprar el periódico, le soltaba que me iba a la ópera. Era terrible. Aquella gente deseaba ese tipo de respuestas y yo se las daba. Cuanto más mentía, más locos se volvían. Un día un tío se me acercó. Al parecer se trataba de un gran empresario de no se qué empresa de tecnología y me preguntó a qué me dedicaba. Le contesté que era escritor y que había publicado más de cinco libros. Por aquel entonces, yo tan solo contaba con veinticinco años. Como buen snob que era, le encantó mi respuesta. Hasta me pidió que le firmase la servilleta. Hice un garabato por miedo a que se le ocurriese buscar mi nombre en Google o algo así. Siempre me pregunté porqué en aquella etapa de mi estancia en Nueva York, había mentido tanto. Quizá fuese porque, inconscientemente, si no eras un pez gordo o una celebridad en aquellos ambientes, nadie te hubiera dirigido la palabra. No sé, el caso es que mentía con tal naturalidad, que fue ahí donde empecé a pensar que quizá lo mío fuese inventar historias. Y también pienso que, si no hubiese desarrollado tal capacidad, ahora no tendría veinte libros publicados, una casa en propiedad, otra de vacaciones, una mujer tan guapa, tres niños y un perro. Sin embargo, no sólo eso ha cambiado, ahora ya no miento, no tanto como antes, por lo menos. Sólo lo hago cuando escribo, al fin y al cabo, de eso se tratan las novelas, de inventarse historias, ¿no?

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Ingenuidad

30 sábado Dic 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Humor

≈ Deja un comentario

Etiquetas

historias, humor, relatos

Shy

Mi amiga Joanna siempre ha sido bastante ingenua.

Recuerdo que, cuando éramos adolescentes, la acompañé al dermatólogo porque Joanna tenía psoriasis en los codos. Y menos mal que estaba yo presente, pues lo primero que le pidió el octogenario doctor fue que se sacase el sujetador. En cuanto la vi empezar a desabrocharse, me la llevé de allí gritándole si no sabía en qué parte del cuerpo tenía los codos. Aquel enfado nos duró varios meses.

Sin embargo, debo confesar que, últimamente, me preocupa, pues sus pequeños despistes se han hecho más graves. Ayer, sin ir más lejos, su marido me contó que hace dos años Joanna leyó que los supositorios se habían estado administrando de forma errónea desde hacía años, pues su forma cilíndrica y con punta había llevado a confusión a buena parte de la población. No era la parte afilada la que debía entrar primero, sino al revés. Ella, sin atreverse a confesar, ni siquiera a su propio marido, que llevaba toda su vida haciéndolo “mal”, se pasó dos años enteros poniéndose los supositorios al revés. Vamos que, los introducía por la parte cortada y con aristas, por doloroso que le resultase con el fin de enmendarse. Hasta que, cierto día, leyó en Internet que dicho consejo había resultado ser una broma que había circulado por la red y que sólo unos cuantos incautos se habían tragado. Aquello fue un duro golpe para ella. Se había pasado dos años sufriendo en silencio para terminar como siempre, avergonzada y con la autoestima por los suelos.

En fin, que mi amiga Joanna sufre de ingenuidad incurable. Además de tener una autoestima baja, lo cual únicamente le conduce a una continua desconfianza que se acentúa con sus más allegados. De manera que, cualquier cosa que le dices, la retuerce y comprueba de forma casi enfermiza. Sin embargo, no suele seguir esta pauta con los desconocidos.

Me permito escribir esto sobre ella, porque, en este momento, se encuentra en la barra del bar, pagando las consumiciones de la mesa de al lado, a un grupo que dice ser de Sevilla y que asegura que les han robado la cartera. Y eso que, su acento andaluz tiene visos de ser más bien de Chamberí.

Ella es así.

¿Para qué le voy a estropear la Navidad?

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

El túnel de los horrores

11 martes Jul 2017

Posted by Livia de Andrés in Humor, relatos

≈ Deja un comentario

Etiquetas

historias, humor, relatos

El tunel de los horrores

(Dedicado a mi amiga Catalina. Felicidades por haberlo logrado)

Procurando no mirar mucho hacia los lados y concentrándose en el frío suelo de aquel  inhóspito lugar, se metió rauda en el ascensor. Sólo tenía que ponerse una inyección en la barriga y salir. No podía ser tan difícil.

Decidida a terminar con el trámite cuanto antes, entró en el ascensor que la dejó en el segundo piso. Nada más salir, apareció ante ella un largo pasillo por el que comenzó su recorrido.

Mientras avanzaba no pudo evitar leer los carteles de las puertas cerradas que se cruzaban en su camino. El primero, a la derecha: “Sala de Tumores”.

-Qué práctico, pensó. Lo dejas ahí y a la salida te haces la loca y lo olvidas. Muy bien pensado. Comprendo que este sitio tenga fama. Aquí, el que no se cura es porque no quiere.

Continuó avanzando por el frío pasillo desierto, mientras se concentraba en el  jardín soleado que la esperaba a la salida, cuando, a la izquierda, la sorprendió otro cartel en una puerta también cerrada y de aspecto aún más cutre y deprimente que la anterior: “Peluquería”.

Ahora ya estaba algo perdida. No entendía la finalidad de una peluquería en un hospital de esta índole. Le entró cierta depresión. Sin embargo, recapacitó un poco y al acordarse de lo que había leído en la puerta anterior, se le hizo la luz. Era lógico que al desprenderse uno del tumor que lo acosaba y teniendo en cuenta que probablemente la Sala de Tumores en el que se depositaba, estuviese repleta de otros muchos tumores de gente que había tenido la misma idea de dejarlo allí abandonados a su suerte, a todos se les pusiesen los pelos de punta. De ahí, la genial idea de instalar una peluquería en este sitio.

La idea, en realidad, estaba bien pensada, pues ¿a qué ser medio normalito, no se le ponen los pelos de punta si entra en una sala a dejar su tumor, se encuentra con los tumores ajenos y, encima, teniendo que hacerle sitio al suyo? Aún así, no entró en la peluquería, más que nada, porque sabía que solían dejarte peor de lo que entrabas y la desvencijada puerta no parecía garantizar que arreglasen los desaguisados con demasiado estilo.

Consiguió apartar la mirada del espantoso cartel y mirar de frente hacia el resto del interminable corredor que se mostraba ante sus ojos. Mientras lo hacía, otro cartel despistó su concentración: “Capilla” -¡Bueno, ya estaba bien, ni respirar la dejaban en aquel lugar. Salías de una y te metías en otra!

No es que ella no encontrase lógico todo aquello. En realidad, a pesar de que el hospital había sido edificado en los años sesenta, estaba todo muy bien pensado.

“Sala de tumores”, se le ponen a uno los pelos de punta, “Peluquería”, para que te los arreglen y tengas un pasar, después, “Capilla”. Y es que el que no se pusiese a rezar tras los dos carteles precedentes no era de este mundo, y más sabiendo lo que le esperaba al final del pasillo.

Vamos, que todo esto lo discurren como túnel de los horrores para un parque de atracciones y se forran. Tendrían al personal gritando y corriendo de un lado para otro sin parar.

Decidió pasar también de la capilla. Si rezaba, lo haría en casa y para pedir que no la metiesen nunca más en un sitio tan tétrico como espeluznante.

Se atrevió a mirar de reojo hacia un lado. Gran error. Esta vez la puerta no era tan pequeña como las otras, es más, eran dos y el cartel rezaba: “Quirófano”. “No, no… Ahí, sí que no entraba, ella ya había dejado su tumor a la entrada y allí se quedaba”.

¡Por fin! “Hospital de día”. Buena señal, quiere decir que ahí, no te dejan pasar la noche.

Una enfermera de rostro muy dulce, aunque levemente momificado, cuyo pelo permanecía sospechosamente estático, le indicó que pasase a la sala de espera. La pobre, probablemente habría cometido el error de entrar en la peluquería, ya que la tenía cerca.

Entró en un enorme salón vacío con un montón de sofás de cuero negro desgastado. Se sentía algo reticente a sentarse, más que nada, porque la planta de plástico que se hallaba en el centro del espacio, había acumulado polvo, probablemente desde la inauguración del famoso hospital.

El helado y nada acogedor mármol del suelo, salpicado de unas motas grisáceas se extendía sin piedad por todo aquel gigantesco salón, en el que después de unos quince minutos de espera, sus piernas apenas soportaban el peso de su cuerpo.

Decidió sentarse, aunque sospechara que los grandes sillones de cuero no se limpiaban desde los años sesenta.

Se acercó a uno de ellos y colocó tímidamente su trasero al borde del mismo para no tocar más de lo imprescindible.

Como si todo estuviese preparado para asustar a las visitas, el sillón se balanceó de tal manera que hizo que saliese despedida como una bala hacia el espantoso florero plastificado. Consiguió frenarse apoyándose en la mesa de cristal. Las flores que la decoraban sacudieron algo de su polvo en su nariz y estornudó.

Empezaba a dudar si, en aquel lugar, pretendían que se lesionase para ingresarla. Es cierto que estaba algo torpe, pero también es verdad que, para visitar aquel lugar, debería haber entrenamiento físico y psíquico porque sino, no salías viva o salías con un trauma.

No se había recuperado aún del susto cuando entró una enfermera y le indicó que pasara a otra sala.

El espectáculo allí era tan deprimente, que las motas del suelo le antojaron alegres florecillas comparadas con lo que allí se veía.

En su empeño por salir de aquel agujero lo más inmediatamente posible, no se sentó en silla alguna, no quiso que la pinchase en el brazo. En pie, como una estaca, se subió la camiseta y le dijo a la enfermera que le pusiese la inyección en la barriga.

Cuando se dio la vuelta para decirle que ya había terminado, ella ya se encontraba en el jardín haciendo respiraciones diafragmáticas y llamando a un taxi.

Aunque, francamente aliviada, ya que se había “olvidado” recoger el tumor y no pensaba volver a por él.

Share this:

  • Haz clic para compartir en Twitter (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Facebook (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para enviar un enlace por correo electrónico a un amigo (Se abre en una ventana nueva)
  • Haz clic para compartir en Pinterest (Se abre en una ventana nueva)

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...
← Entradas anteriores

Entradas recientes

  • Sobre prácticas antiestrés
  • Olor a nieve
  • Puedo prometer y prometo
  • El tamaño importa
  • El datáfono
  • Un tranquilo paseo
  • Sólo puede quedar uno
  • La manipulación de las masas
  • Feliz Navidad y Año Nuevo
  • «Amigos compatriotas…»

Archivos

  • marzo 2023
  • diciembre 2022
  • agosto 2022
  • mayo 2022
  • febrero 2022
  • diciembre 2021
  • octubre 2021
  • julio 2020
  • junio 2020
  • mayo 2020
  • abril 2020
  • octubre 2018
  • julio 2018
  • junio 2018
  • febrero 2018
  • enero 2018
  • diciembre 2017
  • septiembre 2017
  • julio 2017
  • junio 2017
  • marzo 2017
  • febrero 2017
  • enero 2017
  • diciembre 2016
  • noviembre 2016
  • septiembre 2016
  • agosto 2016
  • julio 2016
  • junio 2016
  • mayo 2016
  • abril 2016
  • marzo 2016
  • febrero 2016
  • septiembre 2015
  • agosto 2015
  • julio 2015
  • junio 2015
  • mayo 2015
  • abril 2015
  • marzo 2015
  • febrero 2015
  • enero 2015
  • diciembre 2014
  • noviembre 2014
  • septiembre 2014
  • agosto 2014
  • julio 2014
  • junio 2014
  • mayo 2014
  • abril 2014
  • marzo 2014
  • febrero 2014
  • enero 2014
  • diciembre 2013
  • noviembre 2013
  • octubre 2013
  • septiembre 2013
  • agosto 2013
  • julio 2013
  • junio 2013

Categorías

  • crítica
  • Educación
  • Ensayos
  • Fotografía
  • Humor
  • Idiomas
  • Literatura
  • poesía
  • Política
  • Reflexiones
  • relatos
  • Sin categoría
  • Traducción
  • Uncategorized
  • Vida

Alemania Berlín blog Bruselas Budapest Cine crítica Debería economía educación English escritores Estocolmo Estrasburgo Europa extranjero Fotografía Galicia Hannover hipocondría historias humor ideas Idiomas Literatura Londres Luxemburgo Munich música Oporto Parlamento Europeo París pensamientos Plymouth poesía Política recuerdos Reflexiones Reino Unido relatos Salamanca Suecia Suiza traducción Universidad USA vida Zúrich

Introduce tu dirección de correo electrónico para seguir este Blog y recibir las notificaciones de las nuevas publicaciones en tu buzón de correo electrónico.

  • RSS - Entradas
  • RSS - Comentarios
Follow Livia de Andrés on WordPress.com

Entradas y Páginas Populares

Sobre prácticas antiestrés
Olor a nieve
Puedo prometer y prometo
El tamaño importa
El datáfono
Un tranquilo paseo
Sólo puede quedar uno
La manipulación de las masas
Feliz Navidad y Año Nuevo
"Amigos compatriotas…"

Comentarios recientes

Antonio Rodríguez Mi… en Sobre prácticas antiestrés
Livia de Andrés en Sobre prácticas antiestrés
Antonio Rodríguez Mi… en Sobre prácticas antiestrés
Livia de Andrés en Sobre prácticas antiestrés
Gustavo Catalán en Sobre prácticas antiestrés
Gustavo Catalán en Puedo prometer y prometo
Livia de Andrés en Puedo prometer y prometo
Gustavo Catalán en Puedo prometer y prometo
Livia de Andrés en Un tranquilo paseo
Santiago Pérez Malvi… en Un tranquilo paseo
Livia de Andrés en Un tranquilo paseo
bustodelavega en Un tranquilo paseo
Livia de Andrés en Sólo puede quedar uno
sabiusblog en Sólo puede quedar uno
Livia de Andrés en Sólo puede quedar uno

Comentarios recientes

Antonio Rodríguez Mi… en Sobre prácticas antiestrés
Livia de Andrés en Sobre prácticas antiestrés
Antonio Rodríguez Mi… en Sobre prácticas antiestrés
Livia de Andrés en Sobre prácticas antiestrés
Gustavo Catalán en Sobre prácticas antiestrés
Gustavo Catalán en Puedo prometer y prometo
Livia de Andrés en Puedo prometer y prometo
Gustavo Catalán en Puedo prometer y prometo
Livia de Andrés en Un tranquilo paseo
Santiago Pérez Malvi… en Un tranquilo paseo
Livia de Andrés en Un tranquilo paseo
bustodelavega en Un tranquilo paseo
Livia de Andrés en Sólo puede quedar uno
sabiusblog en Sólo puede quedar uno
Livia de Andrés en Sólo puede quedar uno

Creative Commons Licence

Licencia Creative Commons
Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

Blog de WordPress.com.

Privacidad y cookies: este sitio utiliza cookies. Al continuar utilizando esta web, aceptas su uso.
Para obtener más información, incluido cómo controlar las cookies, consulta aquí: Política de cookies
  • Seguir Siguiendo
    • Livia de Andrés
    • Únete a 50 seguidores más
    • ¿Ya tienes una cuenta de WordPress.com? Accede ahora.
    • Livia de Andrés
    • Personalizar
    • Seguir Siguiendo
    • Regístrate
    • Acceder
    • Denunciar este contenido
    • Ver sitio web en el Lector
    • Gestionar las suscripciones
    • Contraer esta barra
 

Cargando comentarios...
 

    A %d blogueros les gusta esto: