La música de jazz ha estado presente en mi vida desde que puedo recordar.
Mi contacto con el jazz comenzó muy pronto. Ya cuando era un bebé tomaba el biberón al ritmo de la música de Louis Armstrong, Miles Davis, Billie Holiday, Duke Ellington, Count Basie, Benny Goodman, Billie Holiday, Ella Fitzgerald, entre otros.
El jazz era la música que solía inundar mi casa cuando era niña y aquello me marcó para siempre.
La semana pasada tuve uno de esos días en los que, no es que veas el vaso medio vacío, es que no ves ni el vaso. Estaba cansada y estresada. Aquel estado de ánimo provocaba que todos los pensamientos que acudían a mí mente fuesen negativos, cuanto más tiempo pasaba, más negro lo veía todo.
Decidí que lo mejor era que me regalase un paseo, para ver si se producía el difícil milagro de que alguna idea positiva tuviera la gentileza de pasar por mi mente de nuevo.
La mañana amaneció bañada por el sol, se respiraba ese limpio aire de verano que anuncia el comienzo de un nuevo día en el que sientes que todo está por descubrir.
Paseando despacio y procurando empaparme del ambiente de calma que me rodeaba, me encontré con una bonita cafetería de estilo nórdico con unas mesitas de madera en la terraza. Pensé que era buena idea tomar un café allí, y me senté.
Poco después de tener encima de mi mesa una humeante taza blanca con café recién hecho, llamó mi atención una melodía que provenía del interior. Sonaban los acordes del tema “Swanee river” del album de Hugh Laurie “Let Them Talk”.
Cerré los ojos y algo se despertó en mi interior… la música, me había olvidado de la música.
Imágenes de situaciones pasadas, memorias que me ofrecen un paréntesis de felicidad ante sentimientos de tristeza o pesimismo, como los de esa mañana, aparecieron en mi mente como una tabla de salvación en mitad del océano.
Recordé aquella noche lejana en la que había sido invitada a un concierto en un pequeño local de jazz de Bruselas. Un lugar difícil encontrar incluso para los belgas. Recordé cómo después de recorrer un estrecho antro hasta el final, sólo gracias a las indicaciones del camarero, que me condujo a una puerta trasera, presencié el mejor concierto de Dixieland y blues que recuerdo.
Un lugar mágico y escondido de los que abundan en Bruselas, ciudad donde estuvo oficialmente prohibido el jazz por el régimen hitleriano, aunque no por ello dejaba de tocarse y bailarse por todas partes.
Sonreí pensando que si yo hubiese vivido aquella época, habría disfrutado del concierto, aún más si cabe, debido a esa oscura e inexplicable atracción que producen las cosas prohibidas.
Sentada en aquella terraza, tuve otro flash del pasado. Se trataba de un pequeño café en Zúrich donde, de forma espontánea, un grupo de americanos se puso a tocar jazz, ese jazz de siempre, el antiguo, ése en el que el ritmo te conduce el cuerpo y el alma aunque te niegues, ése que expresa los sentimientos más felices y también los más tristes.
No sé si fue por la manera tan espontánea de tocar aquellos blues o porque al final tuve la suerte de poder acabar la noche charlando con estos improvisados músicos, pero éste se convirtió con el tiempo en uno de mis recuerdos más preciados.
Y es que a veces, muchas veces, algo tan simple como un café, acompañado de unas notas perdidas en el aire, hacen que nos reconciliemos de nuevo con la vida y que recordemos que las cosas más simples son las que nos hacen sonreír de nuevo.