La primera vez que me embarcaron en un avión hacia otro país fue un verano cualquiera.
Contaba trece años, era hija única y en mi casa intentaban darme un baño repentino de independencia.
Ya en el avión hacia el Reino Unido, aquel asunto, no prometía en absoluto.
Yo ya nací agobiada, y así permanezco, con lo que cualquier pequeña situación que me provoque estrés, me produce dolor de cabeza. He llegado a sospechar que mis padres habían pagado extra para que mi aprendizaje comenzase de manera más brusca, puesto que sufrí uno de los vuelos más accidentados de mi vida. Bolsas de aire caliente que hicieron descender al avión varios metros en unos segundos, un despegue muy extraño y algún susto que otro en pleno vuelo. Ahí empecé a hablar de tú a tú con mi adrenalina y debo decir que, hoy en día, ya nos entendemos bastante bien.
Sin embargo, aquello no iba a amedrentarme. Había decidido afrontar aquello con valentía y hasta el final. Así lo hice pues.
Recién aterrizada en Londres nos metieron a todos en un autobús hacia nuestra ciudad de destino, en el sur de la Isla.
Durante el viaje intentaba concentrarme en todas las recomendaciones maternas y en algún salvavidas que mamá me había regalado en caso de apuro… “Un mes no es nada, son sólo cuatro semanas”. Reconozco que a mí, lo de contar por semanas me sonaba mucho mejor, puesto que tan sólo habían transcurrido unas horas y me habían parecido días. Empezaba a pensar que aquello de entrenar mi independencia era una broma de mal gusto y que esa noche dormiría de nuevo en mi cama. Por supuesto, no fue así.
Nada más llegar nos distribuyeron en nuestras respectivas familias, mientras mis compañeros de viaje lloraban desconsolados gritando el nombre de sus padres.
Muchos regresaron a España al día siguiente, otros a los tres días y sólo algunos nos quedamos todo el mes. No voy a decir los valientes, sino los obedientes.
Era sobre las nueve de la noche cuando llegué muerta de cansancio y con el dolor de cabeza multiplicado por tres, a lo que se suponía iba a ser mi nuevo hogar. Mi madre postiza y su hija, tan única como yo, me recibieron ofreciéndome un trozo de pastel y un té caliente.
Como yo era una nena tan obediente, lo rechacé amablemente siguiendo la recomendación de mi madre de “no comer nada antes de cenar”. Debería haber añadido “sólo en España”. En el Reino Unido después de las nueve no había más que irse a dormir.
Durante los días posteriores comprendí que la última comida del día se servía a las cuatro de la tarde. A partir de entonces, no rechazaba nada de lo que me ofrecían. No arreglé mucho, pues lo único que podía tomar después de las cuatro de la tarde era un té, que degustábamos en el jardín sobre las siete. El agua caliente hacía que, durante un rato, mi estómago dejase de protestar.
Por el afán de ahorro de mi anfitriona, mi cena, que no la de su gorda hija, consistía en una loncha de tomate. Jamás me pusieron el tomate entero, lo cuál hubiera sido todo un detalle por el precio que pagaban mis padres por mi estancia.
Acatando mi estúpida obediencia y a pesar del hambre tan espantosa que pasaba, no compraba ni comía nada entre horas. Podría decirse que me mantenía de lo que me daban en el desayuno, que llevaba a cabo después de luchar para lavarme la cabeza, debido a los cortes de agua provocados por mi tacaña madre inglesa.
Con todas aquellas restricciones que observaba en aquel entorno hostil, cada día me convencía más de lo triste que hubiera sido ser inglesa. Nacer en un país en el que comes un trocito de tomate a plena luz del día, bebes agua caliente para no morir de inanición sobre las siete y no disponen de agua en las duchas para sacarte el champú de la melena, como en los países civilizados. Comprendía entonces todos los vicios británicos para luchar contra todas aquellas calamitosas circunstancias, no durante un mes, sino durante toda la vida.
Cuando pensaba que mis padres estarían con amigos en alguna playa, regresando a casa después de pasar el día jugando con el mar y que cenarían, como la gente normal, más tarde de las nueve, mi estómago me gritaba con más ímpetu que volviese a España.
Extraño que de esos viajes surgiese mi adoración, no sólo por la Lengua Inglesa, sino también por los idiomas. Durante esa difícil estancia el sonido del idioma, que pasaba horas escuchando, me embaucaba. Hasta llegué a disfrutar de las tertulias de barrio con los vecinos en el jardín de la casa.
Odiaba profundamente que la novela, “Los Gozos y Las Sombras”, que me había llevado en la maleta, mermara cada vez más. El pánico me asaltaba cuando veía disminuir las páginas ante mis ojos. No quería que aquellas palabras, que me libraban algo de mi profunda morriña durante un rato, me abandonasen antes de que mi estancia terminase.
Esos días con mi tacaña familia, entre lágrimas a veces, procuraba adaptarme a ese entorno ajeno y absurdo, en el que la gente sacaba la aspiradora al asfalto para limpiarlo, o en el que envidiaban a los vecinos bronceados en rosa, tras sus vacaciones en España.
Y así, trascurrían los días en los que me sentaba frente a ese gigantesco plato con aquella solitaria raja de tomate esperándome. Con aquel régimen llegué a perder unos cinco kilos en tan solo un mes y mis redondeces de niña, comenzaron a convertirse en unos cuántos huesos mientras rememoraba tapas variadas.
Mi regreso a España fue una de las sensaciones más intensas que recuerdo. Nunca me había hecho tan feliz ver a mis padres. Claro que, hasta entonces, nunca los había perdido de vista durante tanto tiempo.
A esas alturas, mi estómago se hallaba tan encogido como un guisante y poco más que eso pude tragar el día que regresé.
Eso sí, debía seguir entrenándome en el arte de “no necesitar a la familia como una hija única” y al verano siguiente, me embarcaron de nuevo en aquel avión en el que volví a sufrir aquel dolor de cabeza que no había tenido en todo un año.
Durante ese segundo verano, volví a derramar lágrimas e insultarme por ser tan obediente como para haber caído otra vez en la misma trampa.
Seguí convencida de lo triste que era ser ciudadano inglés y haber nacido en un país en el que las cenas consistían en una triste y exigua raja de tomate que se tomaba con tenedor y cuchillo por cuestiones de protocolo o para hacerte la ilusión de que te estabas zampando un pollo. En mi país, a esas horas de la tarde, el tiempo daba para mucho más que eso. Por esa misma razón, ni me molestaba en explicar a toda aquella gente lo equivocados que estaban todos los habitantes de esa Isla. No quería que nadie se enterase para que no hubiese una estampida hacia España. No habría para todos.
Lo que sí hice mi segundo verano en Plymouth fue llevar más novelas. Y no rechacé el trozo de pastel de bienvenida, ya que sabía que esto era una excepción.
Lo que no entendía por aquel entonces, era por qué en esa casa estaban todos tan gordos. Años más tarde, supe que sus cenas y lo que había entre las mismas, eran mucho más abundantes. También entiendo por qué mi hermana inglesa se ponía tan furiosa conmigo cuando nos poníamos el bañador.
Y es que no se puede ser tacaño, pero es peor ser tan obediente como yo.